Ferrater se lanza a la calle lejos de los teléfonos espiados por la oreja policial, su angustia íntima se transforma en angustia por otros: Valeria, posible o probable suicida en Milán, los detenidos, él mismo, que se ve como otro posible y probable detenido e interrogado. Usa las cabinas de teléfonos para eludir posibles controles policiales, oye ruido de fondo de cintas magnetofónicas en movimiento, ahora mismo está sonando el teléfono en casa de su madre. ¿Una nueva detención? ¿Noticias de Valeria y Milán? ¿La panameña, que ha decidido desertar de la CÍA? Quizá pertenezca a la policía el taxista que conduce a Ferrater hasta la casa del último detenido, para confortar a la familia y confortarse él mismo, Ferrater, hombre de las pastillas tranquilizantes antidepresivas, el especialista en tratamientos neurológicos, repartidor de Valium, Librium y Triptizol. La redada no respeta a nadie. Ha sido detenido el hijo del decano del Colegio de Abogados, y el juez de guardia no recibe al ilustrísimo decano, víctima de una apoplejía rabiosa ante la puerta del juez. Es una escena de Marcel Proust, le dice Ferrater a su hermano de Edmonton: imagínate a un noble despechado, colérico, fulminado, muerto ante la oficina del funcionario que se niega a recibirlo.
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En los primeros días de mayo de 1967 Ferrater estaba en Gammhart, playa tunecina. Fue un gran año de acontecimientos literarios y ahora viajaba Ferrater con la corte multinacional de los príncipes editores de Europa, Estados Unidos y Japón, trece editores mundiales más un observador de la Unión Soviética. Iban a conceder el Prix International des Editeurs, editores y consejeros reunidos como una corte feudal en una inmensa y militar tienda de campaña en Túnez con cortinajes de oro y plata y seda (la carpa de los mariscales), escoltados por el Ejército algunos de los más fabulosos editores, escritores y críticos del mundo, la industria del genio y la creación de Occidente, los reyes editores y sus cortes en la carpa militar propia de un emperador. La burbuja sexual de las reuniones internacionales se amoldó a la carpa imperial. La membrana sexual que envuelve a cada individuo, el narcisismo, el deseo de gratificación de los escritores que se contagia a los lameculos y bosses de los escritores, se había fortalecido a lo largo de años de encuentros, siempre los mismos editores, y sus consejeros, mundo de hombres abundante en mujeres, secretarias y amigas y consejeras, hombres y mujeres con tendencia al narcisismo. Algunos no se veían mucho pero siempre se veían con alegría: habían colectivizado la neurosis narcisista. Por razones narcisistas uno elige al objeto amoroso, uno busca adulación, elige al mayor adulador o elige a la víctima más necesitada de adulación. El amor es egoísmo dual, uno busca a alguien que lo tome por un príncipe y le conceda dones y actos magníficos que no le pertenecen, y en compañía de gente que nos toma por príncipes llegamos a ser príncipes y disfrutamos de la vida exaltada que nos atribuían. Tememos que esas personas nos falten, y las buscamos y las queremos.
Ferrater, consejero del bossy poeta Barral, figuraba entre los clérigos, ministros, escribas y mayordomos que acompañaban a los príncipes en un momento verdaderamente delicado: la gloria de Europa se extinguía para siempre después de la Guerra y la Ocupación Americana. Estamos en Túnez, el Tribunal de Barones va a elegir al mejor escritor mundial del momento y Ferrater es uno de los edecanes que guiarán la voluntad de los príncipes. En los tiempos de la Caballería los jóvenes caballeros, solteros, sin nada que ofrecer más que sus espadas, su noble origen y su educación, se ponían al servicio de un príncipe, como Ferrater en Gammhart, joven caballero que celebraba aquellos días su cuarenta y cinco cumpleaños y prestaba a la magna editorial de Barcelona su lengua, su palabrería, su linaje, un escudo de armas en la etiqueta del vermut Ferh, de la casa Ferraté Hermanos, exportadores de vinos de Reus: la Corte de los Príncipes Editores, nueva Tabla Redonda de Arturo, era un lugar de igualdad para el que había ganado su sitio en la mesa, pero en Gammhart la mesa estaba a punto de ser desmantelada.
La primera reunión de 1962 fue épica, en una isla de España; Mallorca. Entonces espiaba la policía secreta de Franco, buscaba el comisario al editor internacional en la habitación del hotel, de madrugada, y lo interrogaba en persona o telefónicamente durante cuatro horas. En aquellos días franquistas la intersección entre la vida pública y la vida privada era brutal, uno vivía en una esfera público-privada, digámoslo así, o la esfera pública (llamémosles así a los funcionarios del Estado) irrumpía en tu casa de día o de noche, en tu habitación, y aumentaba (como la burbuja narcisista) y te arrinconaba contra la pared más estropeada, la que más araña y mancha. La policía secreta usaba trajes de un color parecido al del hongo de humo de los fumadores en la carpa militar de Gammhart, donde hoy, cinco años después, el espeso espectro policiaco franquista había sido sustituido por una amenaza más razonablemente organizada: los libros de cuentas de las empresas editoras: el desequilibrio entre inversión y ganancia entrevisto en el humo de un despacho de contables. En Gammhart existía la sensación de que era la última cita de los grandes editores del mundo: ¡ha dejado de ser rentable el espectáculo! El teatro se iba desmontando mientras se representaba la última función: la consagración de un genio en una playa de Túnez por el mejor equipo mundial de descubridores de genios.
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Entonces Ferrater se rompió las gafas. En el fulgor de la barra del hotel para millonarios bebedores europeos y americanos gateó o se arrastró para recoger las gafas que habían caído en un mal gesto brillante y vio arena en el mármol, la habría traído él mismo en los zapatos o la habría traído el viento, las gafas rotas. Acababan de volver de la playa los editores y sus ministros, había viento y oleaje, pañuelos en la cabeza de las mujeres. Uno identificaba una huella en la arena que reconocía como la de su propio zapato, uno reconocía arena de su propio zapato en el mármol del bar del hotel y comprobaba que las gafas se habían partido, las gafas negras, como un yelmo enrejado, imprescindibles para aparecer en el torneo. Necesitaba que alguien le pasara unos ansiolíticos, en aquellos días de felicidad, cuando se sabía que todo era una despedida (el fin de la Tabla Redonda de los Reyes Editores), y el aura sexual era más viva, la necesidad de abrazarse era más fuerte porque todos se estaban separando, en la playa y en las reuniones bajo la carpa, y en el desierto. Temblaban las palmeras como la lona de la carpa, como una música de efectos especiales de Hollywood, y todos bebían, hablaban y bebían, y Ferrater hablaba y bebía, la alegría de la inteligencia, la risa alcohólica. Era la bendición Ferrater. En los cines de aquel tiempo las películas de moda trataban de amantes que no se dirigían la palabra durante las dos horas de película (el equivalente a once o doce años de vida), según un nuevo mito que dictaba que toda persona es incomprensible, inaccesible, desconocida e incognoscible, pero Ferrater consideraba a las personas hechos observables y cognoscibles. La literatura, según Ferrater, no trata de la experiencia, sino de la inexperiencia con que nos acercamos a las personas.