Hay que aceptar esos encantamientos ficticios que constituyen la vida, dijo Ferrater, y en las navidades de 1963 buscó a Jill Jarrell en Madrid, después de Francfort. Entonces lo nombraron director literario de la gran editorial barcelonesa Seix Barral, y vivió con Jill en las playas de Montgat, y en Gibraltar se casaron para eludir las leyes de España, católica nación indisoluble incluso desde el punto de vista del matrimonio. Ferrater ascendía en su carrera y en su vida privada, pero hasta sus referencias laudatorias eran inquietantemente negativas. «Le iría mejor con los mismos defectos y menos cualidades», dijo un buen amigo suyo. Hasta sus virtudes se volvían errores, una forma de infelicidad y corrupción, precisamente porque era poco experto en el mundo verdaderamente corrupto y real.
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Cuando tenía veintitrés años Ferrater estaba convencido de que ser maduro es ser tramposo, entre hombres que dominan el juego de la vida práctica. La inocencia era algo que quizá se recuperaba entre mujeres jóvenes, y Ferrater fue siempre amigo de las mujeres jóvenes. Al mundo de los negocios pertenecía su padre, Ricard Ferraté, abogado y vinatero de desahogada fortuna, el hombre que anunció desde la radio de Reus el advenimiento de la II República Española. Fue regidor municipal, político y dinámico, dueño de un Chrysler y un Bentley. Cuando la guerra civil empezó a estar perdida para los suyos, Ferraté y su familia vivían en Barcelona, muy cerca del último cuartel del Gobierno de la República. Sonaban las alarmas, llegaban los bombarderos desde el mar, muy altos, la aviación italiana del Duce Mussolini.
Los soldados partían hacia el frente del Ebro en el año 1938. ¿Aún no estaba perdida la guerra? Todo el mundo buscaba un pasaporte para huir del enemigo feroz, las oficinas del Gobierno en hoteles requisados por el Gobierno se habían convertido en agencia de viajes para fugitivos, y el abogado vinatero Ferraté perseguía al consejero de Gobernación entre la agitación del Gran Hotel sumergido en la sacudida del derrumbamiento absoluto: un movimiento que combina prodigiosamente el más absoluto abandono y la más febril actividad. Los papeles bajo custodia del Estado salen volando y arrastrándose de las habitaciones y vuelan y se arrastran por los pasillos, apartados y pateados por civiles con correajes y pistola sobre el traje con corbata, en las escaleras huele a grasa y óxido de fusil (y hay un olor a óxido animal), uniformes militares se cruzan con uniformes de portero y botones de hotel. Alguien vio miles de expedientes policiales en las bañeras que ocuparon en otro tiempo rubias millonarias argentinas, alguien vio arder en bañeras llenas de gasolina miles de documentos mientras caían bombas sobre Barcelona y Ricard Ferraté buscaba a alguien que, impotente para influir en el destino del mundo, de Europa, de España, de Cataluña, incluso de su propia casa, influiría amistosamente en el destino inmediato de Ferraté, que fue nombrado canciller del consulado de España en Burdeos, ciudad de vinateros, y hacia Toulouse la familia Ferraté viajó en avioneta.
Pero el joven Ferrater, el primogénito, no quiso huir a Burdeos. La vida había sido feliz: no lo mandaron a la escuela hasta los nueve años y, cuando la escuela empezaba a ser una insistente desgracia, estalló una guerra que lo convirtió en traficante de licores entre la soldadesca y las putas de Reus, niño putañero, ladrón de bicicletas, proscrito, testigo de robos, motines, bombardeos y asesinatos, así como del incendio de la escuela desdichada y de la extraordinaria capacidad que poseían los padres para la cobardía y el ridículo. (Decidió cambiar de nombre: se llamaría Ferrater, en lugar de Ferraté, como si no se responsabilizara de las obras de la estirpe Ferraté y volviera a una edad más pura en la que la R final todavía no había caído roída por los años y la gente.) Ferrater aguantó en Barcelona: quería agotar las últimas posibilidades de felicidad infantil. Estaban llamando a filas a los niños de su edad, dieciséis años, para la batalla definitiva en el Ebro. Oía las trompetas todos los días, y los comunicados radiofónicos de las operaciones en las tardes veraniegas: las fuerzas de la República han atravesado el río por varias partes en el tramo Mequinenza-Amposta. La radio y la guerra se mezclaban con ese sopor erótico, esa somnolencia de las tardes de verano. Venta de Campesinos, Gandesa, Sierra de Cavalls, la batalla del Ebro: sonaba la música de las palabras heroicas, los cazas perseguían bombarderos italianos por el cielo de Barcelona, y Ferrater esperaba la llamada al frente.
Como si su destino se ligara al destino del mundo y se decidiera en una reunión de jerarcas internacionales, Ferrater voló por fin a Francia en el mismo instante en que Hitler, Chamberlain, Daladier y Mussolini firmaban en Munich el reconocimiento de que la metástasis de la Alemania nacional-socialista era saludable para Europa. Fue el último día de septiembre de 1938: la República Española quedó lista para ser extirpada.
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Dos años después Ferrater está en un bar de italianos cerca de Libourne, a no muchos kilómetros de Burdeos. Hay allí una chica, Paola, digamos que se llama Paola (o no: se llama Giulia), y se juega a las cartas y se oyen las botas de clavos de las patrullas alemanas que vigilan el cumplimiento del toque de queda. Las cartas están sobre la mesa, atención, Achtung, no confundas el gesto de quien ha recibido una buena o una mala carta y el signo en las cejas que producen las botas alemanas que se van aproximando en este momento. Un jugador de póquer no se entrega al azar, el póquer no es la ruleta romántica ni obedece a la fatalidad fisiológica de las carreras de caballos. Un jugador de póquer es positivista, realista, razonable, como debe ser la vida, es decir, sensato y claro como una carta comercial, y juega con sus cartas y con las cartas y las caras de los otros jugadores. Lección primera: ¿tienes buenas cartas? No es bastante. Para sacarles dinero, tienes que saber disfrazarlas (disfrazarlas aunque nadie las ve). No seas transparente. O sé transparente, pero que al fondo aparezca alguien que no eres exactamente tú. Las cartas exigen paciencia. Hay vasos llenos y vacíos, alguien llama por teléfono, es el momento de levantarse a mear, ha pasado la patrulla alemana, se puede volver a casa sin riesgo de recibir un tiro. Pero, si te levantas de la mesa, cuidado, no te pierdas, sigue a la escucha: es muy importante la conversación en la mesa de juego (es una conversación casi vacía, agujereada, afilada y mellada a la vez, pero proporciona información fundamental sobre el enemigo). Yo no aguanto mucho tiempo jugando. Soy impaciente. Siempre quiero estar en otro sitio. Pero me gusta la armonía de los naipes, uno solo y cinco juntos, el rojo y el negro sobre blanco, abrirlos en la mano y pensar que lo fortuito es domesticable. Picas, tréboles, diamantes, corazones, intrigas amorosas, es decir, familia y jerarquía al final, el as, el rey, la reina y el caballero, el joker, Paola y las patrullas alemanas. Entonces se oía hablar de fusilamientos.