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Isabel era la hija del médico de moda, y además la prima de su amigo y casi jefe, el editor Barral, pero también era la enamorada de un príncipe, o del principesco hijo de un príncipe de la poesía española en el exilio, Pedro Salinas. Jaime Salinas fue el confidente al que Ferrater prometió en 1957 no vivir más de cincuenta años. Isabel Rocha se enamoró de Salinas, un aristócrata de la inteligencia y la moral. Salinas no compartía con los españoles el pasado infame, el presente doloroso, el futuro inexistente, la vergüenza del miedo a la bofia, la paciente sordidez rutinaria de los días de 1956. Y Ferrater, más que cumplir con lo que se espera de un treintañero por encima de la clase media media, más que pasar por la boda obligatoria (había descubierto como paciente la enfermedad del apetito matrimoniaclass="underline" Es lo que da sentido y cohesión a mi vida, le escribió a un amigo, el afán de casarme, este itch, dice en inglés: itch, término médico, picor, sarna, ansia furiosa y frenética), Ferrater buscaba a la prima del amigo Barral, la fricción sexual entre primos y primas, esa atmósfera, y sobre todo el amor de Salinas, el deseo del amor de Salinas, es decir, del amor que pertenece a Salinas porque lo recibe o puede darlo, amor precioso como la vida de Salinas, veinte años fuera de España.

Entró Salinas por primera vez, desconocido aún, en el Bar Boliche una tarde invernal de lámparas nubladas, y Ferrater cuchicheó a la oreja de Yvonne, la mujer de Barral. Dominaba las distancias Ferrater, y por el momento excluyó a Salinas de su círculo más próximo: No perteneces exactamente a este mundo pero quizá puedas servirme mañana para que cuchichee en tu oído. Y le devolvió el saludo a Salinas, el saludo estricto que dictan las leyes de la buena educación. Esto le gustó a Salinas. Parece un extranjero o un francés, pensó Salinas, que parecía o era un extranjero recién llegado a Barcelona, huésped del Hotel Suizo. Procedía del mundo del cine en Francia, y actuaba como ayudante del ingeniero que iba a racionalizar la empresa de artes gráficas Seix & Barral. Sí, Ferrater parecía un extranjero, longilíneo, de ojos azules: hablaba brillantísimamente, pero titubeante o tartamudo, incapaz de pronunciar su propio nombre, las erres farragosas, y llamó la atención de Salinas, héroe en Europa durante la Segunda Guerra Mundial al servicio de una compañía americana de ambulancias, como Hemingway en la Primera.

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Salinas dejó el hotel y alquiló una villa, donde esperaba a su amigo de siempre, un islandés escritor. Se instaló en una casa de crimen de novela inglesa, recordaba Barral, pero quizá aquel refugio se pareciera más a un escenario de novela negra americana, más rápida y menos lógica y no muy lejos de las clínicas privadas de traficantes de recetas y tranquilidad y euforia químicas. Entonces Ferrater traducía a Dashiell Hammett bajo la vigilancia de la madre disciplinal. El editor Lara le pagaba ocho pesetas por página, y Ferrater ponía el reloj al lado de la máquina de escribir y no le duraba una página más de veinte minutos. El piso materno era oprimente como el reloj junto a la máquina de escribir y la página de Dashiell Hammett que no debía durar más de veinte minutos (un acuchillamiento y dos pistoletazos, tres muertos en dieciséis minutos). Ferrater se asfixiaba en el piso materno, le confesó a Salinas la opresión del piso materno (Salinas, según Barral, merecía la confianza de todas las secretarias de la empresa, y la confianza de Barral y de todo el mundo. Todos se confesaban con Salinas, lloraban, pedían que Salinas fuera su espejo y que les devolviera una imagen mejor de sí mismos al final de la operación mágica, y por fin todos se veían mejor, incluso Salinas: ojos limpios, lavados por las lágrimas). Salinas invitó a Ferrater a trabajar en una habitación que daba al jardín, Ferrater traducía y tecleaba, y Salinas decía: Yo he visto a los reyes de la poesía universal, Eliot, Frost, Auden y Spender en el campus de la Johns Hopkins University. Y luego llegaban los amigos y la noche era una intriga de embajada: conversaciones en clave entre el salón y el jardín, en francés, inglés, catalán, español, alemán e islandés, y las palabras universales eran Gin Giró, etiqueta azul y plata en la botella redonda, la ginebra con la que Ferrater preparaba dry martinis de novela negra.

Isabel se enamoró de Salinas en el Bar Boliche, chiquilla necesitada de protección y consejo. El extranjero Salinas la invitó a cenar según las costumbres de América del Norte, e Isabel, viviendo una especie de comedia colegial, interpretó que recibía el primer signo de una declaración amorosa. Se celebró la cena en la misma mansión en la que Ferrater ganaba tecleando su dinero de ruina. La situación económica de Ferrater lo condujo cierto domingo de lluvia, gin Giró y tocadiscos a poner en venta su biblioteca: fue la situación económica o el aburrimiento (pero no sólo el aburrimiento de los discos, ni siquiera el brutal aburrimiento dominical, sino un aburrimiento de años, el aburrimiento de todos los discos, todos los libros, todos los amigos y todas las conversaciones de los últimos cinco años). Necesitaba dinero, necesitaba una nueva vida, despedirse de las viejas palabras, casarse, aunque también es posible que sólo quisiera darle un giro absolutamente inesperado a la conversación, a altas horas de la noche al final de un domingo. Entonces fueron al piso materno y Jaime Salinas compró algunos libros: Salinas tenía facilidad para que lo encontraran y le ofrecieran las palabras que uno guarda sólo para sí, incluso en una biblioteca.