También Isabel Rocha lo encontró, se enamoró de éclass="underline" el presentimiento o la impaciencia de la hora nupcial pasó en aquellos días por el Bar Boliche. Salinas encantó el corazón de Rocha, y Rocha se hizo daño, y lloró, y se acercó a consolarla Ferrater: el ser lamentable que las hadas dejan en sustitución del maravilloso niño robado del palacio del rey. Salinas no podía querer a Isabel, que no podía querer a Ferrater, a pesar de su elegancia desbaratada, a pesar de la enciclopedia que llevaba en la cabeza, aprendida de memoria en la casa que había sido el gran Hotel Europa. Un fantasma de palabras plurilingües era lo único que había podido salvar del palacio familiar, y el largo cuerpo y la arrogancia de los ojos azules. Se acabó. No lo quería Isabel. He ganado tu amor haciéndote daño y haciéndome daño, pero no me casaré contigo, no habrá triunfo ni fiesta. Ella era el futuro, es decir, el mundo entero, y, excluida la boda, Ferrater se sintió condenado a morir o a vivir bajo un juramento de soledad fatal y final (y lo más terrible: no era Ferrater el que hacía el juramento, sino que las circunstancias lo hacían en su nombre). Había elegido el amor con los ojos de otro, aunque ni siquiera se había enamorado de la novia de su extraordinario amigo extranjero (tampoco era extranjero su amigo, pero era más que eso: un príncipe apátrida), su doble, podría decirse, pero mejorado, reposado, no infectado por el arrebato que muchas veces traspasaba a Ferrater y lo exaltaba o lo anulaba en un instante: gesticulación manual y facial, carcajada, frase fulminante, el arte de la exageración feroz, antes de encogerse dentro de sí mismo y desaparecer, como desapareció cuando lo despreció Rocha, a buscar en su limbo de lenguas, como dijo Salinas, las palabras para nombrar el amor despreciado.
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Desapareció del Boliche, en la Diagonal, cerca de la calle Provenza, muy cerca de la casa que construyó Gaudí y otras casas magníficas y fechadas en la fachada (como pinturas de caballete: casas artísticas), la casa donde vivió el pintor Ramón Casas, por ejemplo, de 1898, en la Barcelona próspera de antes de la guerra de Cuba. Barcelona carecía de tradiciones profundas, esto lo dijo Ferrater en su estudio sobre Casas (también sabía mucho de pintura: fue durante cuatro meses crítico suplente del Diario de Barcelona, y la editorial Seix Barral le encargó una historia de la pintura española contemporánea): la falta de tradición era el secreto de la radiante originalidad de las formas barcelonesas (piedras ondulantes, flexibles, hierros retorcidos), pero por falta de tradición los poetas catalanes no tenían palabras para hablar de celos o instinto posesivo, y les costaba contar su vida al público. Y lo que nos interesa, decía Ferrater, es la vida de las mujeres y los hombres. Él quería decir cómo había llegado a tan mal sitio, el piso de su madre, sin Rocha, queriendo a Rocha y queriendo el amor que Rocha descargaba en Salinas, necesitando ser querido por Salinas y por Rocha. La madre se había ido a Londres, con su hija, que ahora llevaba el apellido Barlow de su esposo. Ni el mayor poeta catalán del momento, Riba, maestro y amigo de Ferrater, podía hablar de celos, de instinto de posesión total, de locura: al catalán, decía Ferrater, le faltan términos de descripción moral, no tiene la tradición novelística del francés o el inglés. Cómo decir Isabel Rocha, o no exactamente Isabel Rocha, sino esta sensación de no existir o de existir nulo sin Isabel Rocha, sin esperanza de Isabel Rocha: no es esto para lo que uno ha sido preparado, si ha sido preparado para algo.
En agosto de 1957 Ferrater estaba encerrado en el piso de su madre, solo, bebiendo gin Giró y leyendo a Shakespeare, dos estimulantes para escribir. Quería escribir por lo que se suele querer escribir, según Ferrater: por ganas de fastidiar o de interesar a alguien. Había tomado la decisión de ser mejor que los colegas. Quería ser Shakespeare, es decir, quería conquistar a la hija del médico de moda. La ambición es fundamental en este oficio, sentenció Ferrater. Cuando a Scott Fitzgerald un crítico amigo, Edmund Wilson, le achacó que su primera novela no sólo era mala, sino que además había reunido una espléndida colección de faltas de ortografía, Fitzgerald contestó que Flaubert tampoco era ortográficamente perfecto. Esto es lo importante, dijo Ferrater: compararse con Flaubert o, más aún, con Shakespeare.
II
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Jill y yo -dijo Ferrater veinte meses después de su boda con Jill Jarrell, bella american girl-, si Jill y yo tenemos dificultades no son conflictos agudos. Nunca había estado tan bien en los últimos veinte años, dijo Ferrater, que entendía la felicidad como una línea recta que se acerca indefinidamente a una curva sin jamás encontrarla. Las cosas se nos caen de las manos y se rompen, dijo, pero la felicidad es la impresión de que se nos caen un poco menos. Jill no estaba, andaba por Londres renovando el pasaporte para seguir siendo turista, respetada turista en un país sin respeto: un turista en España en 1966 tenía menos posibilidades de recibir una paliza policial o alguna humillación eclesial o policiaca en público, aunque también tenía posibilidades: podía ser tratado como un miserable turista rico, envanecido, caprichoso, procedente de un mundo podrido más alto, repugnante. Ferrater y Jill vivían vida de turistas en 1966, bares y felicidad en la playa de Montgat, con apartamento en una calle llamada Buenos Aires. La línea recta casi rozaba la curva que esperaba en el infinito, el país seguía siendo invivible, caqui-sotanesco, de un aburrimiento corrosivo (sí, la falta de libertad -en un país, una cárcel, un cuartel o una casa- es siempre una especie de aburrimiento, y está justificada la afición de los tiranos a las exaltaciones ficticias: espectáculos con banderas, himnos, deportistas y animales, ceremonias con uniformes, disfraces militares o religiosos. A la exaltación artificial-sentimental se le suma la emoción de un estado permanente de ansiedad callejera, íntima: puedes ser detenido o amenazado con una pistola o abofeteado en público por besar en público o quitarte la chaqueta ante un Cristo crucificado o mirar demasiado al individuo que está a punto de enseñarte la placa de policía secreta y detenerte).
Pero el extranjero consorte Ferrater era un Dios, casi un dios mortal (o inmortaclass="underline" un amigo lo vio por Barcelona en la primavera de 1965 como un nuevo Dorian Gray, aquel que dejó su alma en un retrato que envejecía y se corrompía en su lugar, y el retrato eran los viejos amigos). Ferrater buscaba lo menos posible a los viejos amigos, como si fueran un retrato que nos recuerda lo que fuimos y no querríamos haber sido, torpe imagen enterrada y estropeándose en un sótano que es mejor no pisar.
Tenía aparentemente los treinta años que tuvieron sus amigos, aunque había cumplido poco más de cuarenta, vivía casado con una veinteañera y le faltaba media docena más de años para llegar a la edad que había prometido no cumplir nunca. Había logrado transmutarse en el nuevo Shakespeare de la nueva poesía catalana, era director literario de una editorial prestigiosísima, vivía con Jill y seguía encapsulado en las gafas oscuras con las que se casó. Se las rompió una vez, se las rompería algunas otras veces, en Sant Cugat y en Túnez, para experimentar con la teoría de la felicidad: las cosas se caen, atraídas por el centro de la tierra, pero la felicidad es la suspensión momentánea de la ley de la gravedad: ese mundo imaginario en el que, inmediatamente después de que se hayan roto las gafas, uno ve las gafas intactas todavía.
13
Entonces Jill lo abandonó. Una de las cosas del abandono es ésta: uno se queda sin fuerzas para aparecer en público en su nueva condición de abandonado. Es como si alguien se hunde en la ruina y debe dar una fiesta para anunciar que está en la ruina. Uno, abandonado, desaparece, y así invita a los demás a que lo sigan abandonando. Ferrater adoraba la calle: Sócrates de los cafés de Barcelona lo llamó el mismo amigo que lo llamó Gray, Donan Gray, y, como Sócrates, pasaba el día en las calles, charlando, seguido por los jóvenes. Un tipo estrafalario o una peste, Sócrates fue de una fealdad que algunos consideraron belleza, o de una belleza incomprensible que algunos consideraron fealdad, dios nuevo seguido por los jóvenes y despreciado por los viejos. Pero Jill estaba en Madrid en noviembre de 1966, con su padre, alto militar de la embajada americana, y el dios desposeído calculaba: Es la gente de Sant Cugat, es el clima, la aburrida lluvia, Jill volverá cuando deje de llover y cambie el clima y cambie la gente. Ferrater volvió al pasado, a casa de la madre (las madres son terribles: por culpa de la madre de Jill está siendo abandonado, Jill voló a Estados Unidos, país rico, libre: no es éste, no es este país).