Ferrater le escribió a su hermano menor, Joan, y su hermano le contestó desde Edmonton, Canadá: «Lo que me parece esencial es que te fijes en que si has perdido la partida con la madre de Jill por la cuestión del dinero (y perderás todas las partidas con todas las chicas por la misma razón), quizá la cosa más urgente que debes hacer es resolver esa cuestión.» ¿Carecía Ferrater de imaginación económica, siendo heredero, como era, de hombres de negocios? Quería ser un hombre razonable, de vida razonable y técnica, y no podía tolerar que lo consideraran incompetente en cuestiones monetarias.
¿No había sido contable en 1947 de la empresa vinícola de la familia Ferraté? Había desarrollado un sentido de la moneda y su uso, diferente al de los escritores en general. Decía: Un poema debe tener el mismo sentido que una carta comercial. Óptimamente todo poema debe ser claro, sensato, lúcido y apasionado, es decir, como la agenda del hombre de negocios perfecto. Intentó considerar el abandono de Jill un asunto monetario, incluso político. Quizá se puede razonar económicamente: ahora Jill trabaja para Tad Szulc, corresponsal del New York Times, y trabaja también para Farrar Strauss y otros editores de América. Estupendo: el abandono es un motivo de orgullo acerca de alguien que es parte de mí, o se me está yendo o se me ha ido: un orgullo consistente, resistente al dolor: Jill se ha ido a trabajar con los mejores del mundo. Ferrater ya no es director literario de la gran editorial, y está bebiendo, gin sin Jill, está bebiendo más que nunca.
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Jill se me ha ido, me ha dejado, dijo por fin Ferrater el 27 de noviembre de 1966. Había acumulado la fuerza necesaria para pronunciar esas palabras, para escribirlas en una carta a su hermano Joan, que estaba en Edmonton, la fuerza necesaria para decir: Ya no soy el que he sido, el que creía ser, el hombre de Jill o el hombre que vivía con la joven Jill, el esposo, el capaz de llevar su casa. Ahora toda la fuerza se emplea y disipa en la espera de que suene el teléfono o de que Jill descuelgue en la embajada americana en Madrid. Toda la coraza o el caparazón de los últimos veinte meses, desde la boda en Gibraltar, se ha desintegrado: la línea recta que se acercaba a la curva feliz se ha estirado hasta alcanzar el punto de ruptura y quebrarse, como si la aguja que marca electrónicamente la potencia de una fuente sonora saltara por un grito y cayera, sin estímulo ni energía, muerta, en el momento en el que el mundo deja de rotar y todo sale disparado.
Quizá sea mejor beber un poco, fumar, beber, levantarse: muevo las piernas con mucho cuidado y me Heno de asombro al ver que se mueven, como cuando paseaba por los parques ingleses en 1963 y me echaba en el suelo, derrumbado y feliz en Londres, antes de Jill. Entonces Ferrater también era turista y traducía novelas policiacas para Weidenfeld & Nicolson, dejaba el folio en la máquina de escribir, salía de casa descalzo y se tumbaba en los parques. Miraba a chicas vestidas de Mata-Hari (velos de bailarina y blue-jeans) y princesas indias feas y con amigdalitis y pink cheap lipstick. En el verano de 1963 Ferrater tenía más de cuarenta años, el pelo blanco, gafas negras, vestía y se movía como un adolescente, fumaba como un adolescente, tapándose la cara al llevarse el cigarro a la boca, espécimen de niño mutante albino, encrespado, adolescente James Dean, refugiado en la casa familiar de su hermana, Amalia Barlow, según el apellido de su esposo. Todavía no conocía a Jill Jarrell. Como preparándose para Jill, se transmutó durante los meses en Londres, ahora en Kensington, con Helena, su novia, hija de un amigo y maestro, Helena, que era o había sido becaria en Durham, veinte años más joven que Ferrater.
En Londres sufrió una transformación. Igual que en esa historia de insectos acromegálicos, miméticos, disfrazados para sobrevivir en las ciudades como hombres con abrigo y sombrero, aunque el abrigo y el sombrero forman por una horripilante equivocación parte del exoesqueleto del insecto gigante y mimético, Ferrater había desarrollado en Barcelona trajes monstruosos (anquilosados, erróneos: como los sombreros y abrigos de los insectos gigantes) de funcionario franquista a pesar de su horror hacia los franquistas y especialmente hacia los franquistas funcionarios (pero siempre consideró secundaria la porción de vida que el país o cualquier lugar colectivo puede fastidiarnos). En Kensington se le desprendió el exoesqueleto quitinoso, y adoptó calzado deportivo, blue-jeans, jerséis, camisas para pasear por el parque y tumbarse: la mínima felicidad de no caer, de tumbarse uno mismo, sin proyecto ni orientación.
Huyó hacia Hamburgo, perdió a Helena, se enamoró de Jill, se casó, perdió a Jill veinte meses después de la boda y se puso a esperar que sonara el teléfono. «Soy Jill, voy a volver», dirá la voz de Jill. «Mañana estaré en Sant Cugat.» Y entonces cuelga Ferrater el teléfono, en casa de la madre, y la madre protesta, recuerda el precio de las conferencias telefónicas con Madrid, porque Ferrater ya no espera la llamada, llama él y nadie le promete volver mañana. Se está deshaciendo, más aún, disolviéndose, ha ido a un neurólogo para detener la disolución o disolverse bajo vigilancia médica. Sigue un tratamiento, procura no beber, Triptizol, Valium, Librium, un mejorador del humor y dos sedantes, nortriptilina y derivados de las benzodiazepinas: el mundo puede ser reconstruido científicamente, químicamente reconstruido, Valium, Librium y Triptizol, pero ahora mismo, domingo 27 de noviembre de 1966, el adolescente de cuarenta y cuatro años recibe la regañera de su madre por usar demasiado el teléfono, y el adolescente decide irse de casa, volver a la casa que tuvo con Jill, solo y aterrorizado. Este régimen de vida, dice, exigirá tratamientos neurológicos.
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Cuando se fue Jill el mundo cambió, se enfrió, se hizo invernal, es decir, llegaron noviembre y diciembre como todos los años. Ferrater cambió su relación consigo mismo: era de pronto otro, helado, sin la irradiación del otro ser que vivía cerca. Ahora vivía en un silencio esclerótico, había perdido una especie de ruido mental, un espacio mental que compartía con Jill, tangible, físico: una especie de pensamiento siamés o puramente común: emoción o sangre compartida a través de un aparato circulatorio exterior-interior que lo unía a Jill y ahora había sido dañado, obstruido, cerrado, derruido, pulverizado. Y dolía, dolía físicamente, como si a los cuarenta y tantos años percibiera el desgaste y la oclusión de las arterias coronarias, el acabamiento de la capacidad pulmonar, la angustia del aire que falta. Las paredes del apartamento de Sant Cugat se mueven, vienen a aplastarme, o yo me dilato, aumento y voy a aplastarme contra las paredes. Entonces suena el teléfono, puede que sea Jill, alguien abre el grifo del oxígeno, se acelera el corazón, ha llegado el momento de la asfixia definitiva o del rescate.
No, no es Jill, pero ya está pasando la crisis. Uno sigue vivo o muerto, tal como estaba, helado, en el invierno de 1966 y 1967, cuando en las casas arrancan los radiadores de la calefacción central y venden las calderas y las viejas tuberías de plomo roídas por las ratas, pasadas, obstruidas. Ahora dicen que el gas butano, la última novedad, es mejor para calentar las casas, y arrastran bombonas pesadísimas por las escaleras, el ruido de los repartidores de bombonas llena los edificios, chocan las bombonas contra las puertas de ascensor y contra otras bombonas. Como sólo en momentos excepcionales de la historia, está apareciendo un nuevo color, el color naranja sobrenatural de las bombonas de gas butano, y quizá también el azul de la llama en las estufas de gas, y el olor del butano, alcohólico. Dan dolor de cabeza estas estufas, es mejor apagarlas, y hace tanto frío en enero de 1967 en Barcelona: hasta la policía se hiela y tiembla. «Tengo miedo del miedo que tiene la bofia», dice Ferrater, y la policía reparte palizas en la universidad, pero también en la calle, y cierra la universidad la policía mientras en las casas los propietarios siguen arrancando radiadores de calefacción. Es la renovación industrial y científica del país: el tiempo irreversible y paralizado de la degradación de todas las cosas, científicamente establecida por las leyes de la termodinámica, y Ferrater sufre una gripe crónica en el despiadado invierno de 1966 y 1967, tiempo muerto, congelado, fijo y cada vez peor, más muerto, más congelado, más fijo, después de la fuga de Jill. La Aspirina se suma al Valium, al Librium y al Triptizol.