El 23 de noviembre de 1966 Ferrater escribía en una carta su juicio sobre las cuatro novelas del difunto Dashiell Hammett y sus traducciones al español (las traducciones son malas, muy malas, pero no hago reproches morales porque hace quince años así traducía yo, dice Ferrater). Red Harvest (Cosecha roja) es la más difícil de traducir, porque incluye diálogos en ocho o diez dialectos distintos, de gángster irlandés, de policía irlandés, de gángster polaco, de puta middlewestern, de policía californiano. Ni Ferrater se atrevería a traducirla: su castellano de catalán no está a la altura de las exigencias del libro. Repasa las cuatro novelas y sus traducciones (¿No es pornografía tremenda traducir «You had an erection» por «¡Te excitaste!»?), y se ofrece para revisar a fondo en tres semanas la vieja traducción de The Glass Key (La llave de cristal). La carta al amigo fue considerada por Ferrater como un informe sobre las traducciones españolas de Hammett, así que la editorial de Madrid le debía dinero: había logrado que le pagaran por una carta amistosa y había profesionalizado la desesperación de la llamada telefónica a Jill. Estaba experimentando una feliz metamorfosis: miraba con ojos nuevos la cuestión económica. Pero Jill no volvió y a finales de enero de 1967, dos meses después de la carta sobre Hammett, el amigo de Madrid no le había contestado todavía: Ferrater dedujo que no lo había hecho porque no sabía cómo conseguir que una editorial pagara una carta.
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En febrero apareció la milanesa.
Entonces Ferrater acababa de llegar a la conclusión de que empezaba a ser una personalidad en el mundo editorial internacional, aunque el hecho de expresar semejante idea en voz alta o en una carta a su hermano le parecía motivo de risa. Atribuía su encumbramiento a la perspectiva distorsionada que los extranjeros tienen de las cosas nativas (también los españoles fabulaban sobre las maravillas imaginarias de la editorial milanesa Felrrinelli o la parisina Gallimard), cosas nativas como la industria librera española o como el propio Ferrater (se había casado con una extranjera que, después de convivir veinte meses entre los nativos, había abandonado a Ferrater). El tiempo engrandecía y engrandecería aún más la personalidad de Ferrater: bastaba esperar el paso del tiempo para que la personalidad creciera y alcanzara proporciones titanescas en el riquísimo universo editorial, el que más dinero mueve en el mundo después de Hollywood y la CÍA.
Había decidido abandonar las traducciones y los informes confidenciales al editor. En el mundo editorial sólo hay tres clases de personas, escribió a su hermano: el boss, el escritor y los lameculos (els llapeculs, escribió exactamente Ferrater). ¿Qué pasa si no te ponen en ninguna de las dos primeras categorías? Si no eres ni boss ni escritor, entonces perteneces a la tercera, y ser lameculos te obliga a vivir a la defensiva, algo mortalmente cansado, casi tan cansado como traducir a toda velocidad Der Prozess de Franz Kafka, la última traducción de Ferrater por el momento. El era un prestigioso traductor, un consejero editorial absolutamente infalible y fiable, pero, mucho más, era un gran poeta y la crítica iba a premiarlo en 1967 como el mejor poeta catalán de 1966, aunque había escrito sus últimos poemas en 1963. ¿Pertenecía a la tercera categoría del mundo editorial? ¿Era un escritor? ¿Era un boss? Puede ser, puede ser: participaba en las fantásticas fiestas editoriales, y en las convenciones de agentes de ventas de la gran editorial de Barcelona de la que había sido meteórico director literario y de la que seguía siendo el consejero íntimo y predilecto.
A principios de febrero recibió en nombre de la Gran Editorial a un autobús de vendedores de libros, representantes y viajantes de las mejores provincias de España, la Cosecha Roja de Hammett: ocho o diez dialectos distintos, pero no el gángster polaco, el gángster irlandés, la puta middlewest, el policía irlandés y el policía polaco, sino más de veinte vendedores viajeros de Zaragoza, León, Málaga, Bilbao, Sevilla, Burgos, Valencia, Salamanca, etcétera, con sus mujeres algunos. El extraordinario Ferrater escoltaba al boss Barral, el descoyuntado y larguísimo Ferrater y sus conocimientos larguísimos y descoyuntados, su descoyuntada forma de hablar inagotable y feliz, en los restaurantes. En estos viajes la gente se divierte, es decir, se transforma, y hace cosas que luego recordará toda la vida, aunque no exactamente (la mayor parte de las creaciones del intelecto o de la fantasía desaparecen para siempre después de un intervalo de tiempo que varía entre una hora de sobremesa y una generación), usa la cámara de fotos, fija ese momento en el bar barcelonés para toda la eternidad, inolvidable, aunque no exactamente recordable: nadie recordará exactamente lo que dijo el hombre largo de las gafas negras sobre no sé qué batalla de no sé qué guerra, mundial, creo. Tanta palabra cansa, sobre todo si tiene doble sentido, o triple, pero subíamos al autobús con la percha del traje de los banquetes en la mano y aquel hombre no paraba de hablar, y nos reíamos, claro que nos reíamos.