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Estos hombres eran la última línea y la línea de choque del ejército editorial, vanguardia y retaguardia: quizá formaran parte de los lameculos y vivieran perpetuamente a la defensiva, mortalmente cansados, acostumbrados a trasladar maletas de peso descomunal, maletas de libros (una hoja de papel pesa poco, pero pocos imaginan el peso que debe soportar un vendedor de libros, las pesadísimas carteras de los vendedores de libros, un caso semejante al de los vendedores de artículos para mercería y sus maletas de alfileres y corchetes y agujas: el peso de una sola aguja no permite imaginar el elefantiásico peso de una maleta con miles y miles de piezas de acero minúsculas, es una simple progresión aritmética, dijo Ferrater). Se reían como soldados de permiso, pero nadie reía tanto como las mujeres cuando hablaba el hombre longilíneo de ojos azules que nadie llegará a ver detrás de las gafas negras. El príncipe del desorden y la risotada tenía una voz estridente e ininteligible, catalana, políglota, habitada por muchas voces, infernal, pelo blanco y bigote canoso. ¿Cuántos años tendrá? Parecía lejanísimo cuando apareció, tan alto, elevado, eso es, tan serio, el cerebro científico del gran negocio editorial, desconocido y casi inmediatamente íntimo, una de esas amistades voraces de bar, cuartel o calabozo. El vendedor debe tener conciencia del producto que vende, producto de excepción, la mejor literatura europea, universal, dijo el rey bromista del whisky (él no bebe whisky, explica mientras bebe whisky, sólo ginebra; está bebiendo whisky porque el neurólogo le ha retirado la bebida), bromista brumoso de repente, voz granulosa, estridentemente agrietada, el mejor imitador de entre los vendedores lo imita en el pasillo del autobús que los lleva a Madrid. Se ha puesto unas gafas negras de su mujer, las cejas se levantan por encima de la montura, encoge los hombros exactamente como el hombre de las gafas negras, mueve las manos, vaso largo y cigarro, brazos descoyuntados, consonantes descoyuntadas, forzadas, arrugadas, erres imposibles, frases superpuestas. El discurso verbal, en contra de lo que dice el sentido común, no es lineal, es una especie de montaje de cintas magnetofónicas, dijo Ferrater una vez. No se sabe exactamente lo que está diciendo el imitador, una mina de palabras, pero las mujeres ríen a carcajadas o enmudecen y cierran los ojos o los abren mucho (las dos cosas que se hacen cuando se recuerda que una estufa de butano se quedó encendida en la casa de Burgos). También la personalidad y figura del moderno vendedor crece y alcanza proporciones titanescas en el riquísimo mundo editorial, sólo equiparable a Hollywood y la CÍA, sigue la perorata entre bocado y bocado en el banquete empresarial, Ferrater, máquina comedora de mandíbula desencajada (la señora del delegado de la Gran Editorial en Málaga y Granada oyó el crujido de la mandíbula cuando comía Ferrater), turbulencia, excitación sensual y sexual de comer, como si un hombre extremadamente gordo y glotón estuviera prodigiosamente escondido en el hombre delgadísimo de las gafas negras. Había conquistado una especie de ubicuidad en el banquete, parecía llenar la mesa con sus brazos extralargos que llegan a todos los platos y agarran la botella de whisky allí donde se esconda (alguna vez se encuentra con dos vasos ante él, pero explica inmediatamente que un whisky no hace daño a nadie y él nunca se beberá dos a la vez, mientras utiliza teatralmente y cinematográficamente el humo del cigarro (cortinajes, virados), el juego de la mano que acerca el cigarro o el vaso a la boca). Divierte a los viajeros y se divierte. Habla y habla como si diera nueces a los niños.

Los despide al pie del autobús que los llevará al hotel, y llueve, está empezando a llover. Y entonces, con voz solemne y feliz, bajo la lluvia, voz mojada, cada vez más empapada, embarrada, herrumbrosa, como si saliera de otro tiempo en el que también llovió, el año 1600 o los días en que se encerraba con las obras completas de Shakespeare porque no podía estar con Isabel Rocha, grita: Be mad and merry, or go hang yourselves. Dice que seamos locos y felices o que nos ahorquemos, tradujo el verso shakespeariano el vendedor de libros que vivió tres años en Manchester al servicio del Hotel Swan. Creo que en este momento estoy quebrantando el régimen de mi neurólogo, dice en este momento el imitador del señor Ferrater en el pasillo del autobús que se dirige a Madrid, A mí me gustaba ese hombre, dijo una señora sin demasiada convicción; debe de ser un demonio con las mujeres. ¿Qué dices?, dijo otra, qué disparate.

19

En aquel mismo momento estaba llegando a Barcelona la milanesa Valeria Berni, digamos que se llamaba Valeria Berni, novelista entre una tropa de escritores viajeros, la especie B en el reino animal de la literatura, entre el boss y los lameculos o llapeculs. Está llegando de Italia para su encuentro anual un grupo de los más selectos autores literarios del país, de Manganelli a Eco pasando por Valeria Berni, el Gruppo 63, nombre de conjunto musical de masas, artistas experimentales más que vanguardistas, europeos, internacionales, menos italianos que mitteleuropeos, milaneses, racionalistas, aunque Valeria Berni llegaba de una clínica suiza: era una mujer deprimida.

Cuando se encontró con Ferrater en la habitación del Hotel Colón de Barcelona podrían haber reunido entre los dos unas dieciocho o veinticinco cajas de medicinas, ingeribles e inyectables, si Ferrater no se hubiera encerrado en la habitación del Hotel Colón con Valeria Berni sin equipaje, sin otra ropa que la puesta, sin su dubitativo y ya tambaleante tratamiento neurológico. Era un hombre herido, solo, abandonado por su mujer y por los veinte vendedores con sus mujeres, a la expectativa de más mujeres salvadoras. No buscaba o esperaba a una sola mujer, sino a todas las mujeres, las mujeres de los escritores en los premios internacionales, por ejemplo, aquella espléndida panameña que acompañaba al escritor mexicano, ¿por qué no? El hombre herido se encontró con la enferma de las clínicas suizas que dilataba el tratamiento en compañía de los escritores milaneses viajeros (es una tontería pensar que la literatura es un oficio sedentario), el Gruppo 63, los mejores escritores de Italia, y más aún, una verdadera comunidad de creadores, novelistas, poetas, profesores, redactores-jefes, ensayistas, publicistas, pintores y músicos reunidos en una especie de fiesta de pueblo en distintas ciudades fantásticas desde que en octubre de 1963 se habían reunido por primera vez en Palermo, en el Hotel Zagarella, para transmutar la literatura italiana a través de la conversación, la discusión, el teatro y la música electrónica.

La conversación continuaría en Barcelona, como todos los años, cuatro años después del encuentro en Palermo, siempre cerca del mar y el olor de los mercados populares y la gasolina de las motos de los traficantes de tabaco rubio americano de contrabando. La reunión ya es una costumbre, cálida, incómoda, obliga a aplazar obligaciones pero justifica injustificables viajes personales, y en medio de aquella reunión familiar apareció Ferrater, en el hotel de la avenida de la Catedral, en lo más viejo de Barcelona (pero construido después de la guerra). Allí estaba Ferrater después de dos días con los vendedores de libros. Es muy cansado ser lameculos, llapeculs, estar siempre a la defensiva, ser viajante o agente comercial de literatura, pero aún es más cansado ser escritor, vendiéndote siempre a ti mismo. El literato que habla de literatura está hablando del literato, y así fue en las conversaciones, discusiones y conferencias públicas de Barcelona, entre el Gruppo 63 y el grupo próximo a la gran editorial Seix Barral, siempre alrededor de la literatura, que, como dijo entonces Manganelli, es mentira, probablemente inmoral, artificial, cínica, inútil y venenosa, escandaloso juego falso. Manganelli citó al crítico Edmund Wilson, que intentaba ver el aspecto positivo de los peligros de la bomba atómica: la aniquilación atómica barrería las horribles ciudades de América, Nueva York o Washington, y a individuos como Rockefeller y el cardenal-arzobispo de Nueva York (Spellman, dijo el siempre muy informado Ferrater, Spellman, miembro del Comité Nacional por una Europa Libre, de la CÍA, y amigo muy íntimo del jefe del FBI, Hoover), desaparecerán el Pentágono, la CÍA y la burocracia, y en Rusia sucumbirá Moscú, un lugar terrible, decía Wilson. La literatura usa todos los sentimientos sin ningún sentimiento, animal feroz y dócil siniestramente omnívoro, dijo Manganelli.