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Le arrebata la pipa del narguile y da una calada, mirándola con beatitud. Diana se relaja y suscribe también la tregua.

Bajo los toldos de la terraza, el sol les llega como aire dorado, y las perfectas proporciones de la mezquita de Omar, enfrente, resplandecen como bañadas en un metal precioso. Aparcado delante del café, un Ferrari rojo añade una nota estridente pero no discordante, perfectamente a juego con la cabina de acero y cristal que alberga el ascensor que conduce al aparcamiento subterráneo contiguo, en el que suelen morar automóviles oficiales del vecino Ayuntamiento y del no menos cercano Parlamento.

El conductor del Ferrari y su copiloto, ambos jóvenes armados con celulares de última moda, contemplan el vehículo con una mezcla de ansiedad y orgullo, sólo interrumpidos por breves conversaciones telefónicas durante las cuales, precisamente, comunican a sus amistades el estado actual del Ferrari.

– Lo deben de haber comprado hoy -comenta Salva-. ¿Te has fijado en que, cuando el uno se distrae hablando por teléfono sobre el auto, el otro vigila con doble precaución, no sea que se lo roben?

– Te equivocas. Están controlando que ningún camarero lo toque con sus dedos de siervo. -Diana se echa a reír, ya liberada de suspicacias-. Dime, ¿qué va a hacer Cenicienta para liberarse de su madrastra y de las dos brujas que le han tocado por cuñadas?

Salva se encoge de hombros.

– Amiga mía, buena pregunta.

– Parece que tu Cora cree que puedo ayudar a responderla. -Tras la reconciliación, Diana se siente generosa-. Sabrás que ayer, en Beit Tum, me pidió ayuda.

Al fin y al cabo, lo que ella tiene de Salva, su complicidad, su respeto, es algo que nadie, ni la viuda, puede arrebatarle.

– Deberías ponerte de su lado. Eres muy fina atando cabos y conoces a gente importante en esta ciudad. Pero no seré yo quien te aconseje.

Diana calla. Esa es la forma de presión que no toleraría en ningún otro. No quiere ponerse, ¿cómo ha dicho Salva? Burra. No quiere ponerse burra pero no renuncia a guardarse sus cartas para emplearlas cuando las necesite.

– No resulta fácil sacar a una simple mujer, y además extranjera, de la trampa de una familia tradicional libanesa. ¿Ha hablado con nuestro embajador?

Matas niega con la cabeza

– Ramiro era íntimo del difunto y es un meapilas. -Hace una pausa-. Hay algo peor.

– ¿Peor que quedarse viuda después de un año, sola y en medio de un clan más cerrado que el tercer sobre de Fátima?

– Peor, Diana. Cora está embarazada. El pasado fin de semana se internó en la clínica de un amigo para seguir una cura de belleza y, de paso, se hizo las pruebas. Ella ya lo intuía pero quiso cerciorarse antes de contárselo a su marido. El atentado impidió que lo hiciera.

Pues eso sí que va a resultar un problema serio, piensa Dial.

– ¿Quién más está al corriente?

– Por el médico no hay que preocuparse. Secreto profesional. Y la adora.

– Qué raro -ironiza-, tratándose de un hombre. ¿Alguien más?

– Yo. Y tú, claro, ahora. ¿Comemos juntos? ¿Aquí o quieres pescado?

En el taxi que les conduce a Le Pécheur, Diana se da cuenta de que tiene el móvil desconectado desde antes de que empezara la ceremonia.

Dos llamadas perdidas. Una del embajador de España y otra de Cora Asmar.

Jueves, 1 de octubre de 2009

Guiada por una doncella africana que tiene los ojos hinchados por el llanto. -Cuánta abnegación hacia el amo, se dice Diana-, la periodista entra en el dormitorio de Cora Asmar.

La viuda desviste de negro. Es decir, recibe a Diana luciendo un camisón minimalista de satén negro que muestra el inicio desafiante de sus pechos y realza su cuerpo fibroso y su piel de porcelana. Un salto de cama largo de muselina del mismo color, con mangas abullonadas y cerradas en los puños, abotonado hasta el cuello y completamente transparente, obra el milagro de recordar vagamente para la ocasión que la dama está de luto. Eso y sus ojos ansiosos, que brillan entre la roja cabellera desordenada, confiriéndole un ligero aire atemorizador, un toque de medusa.

Diana Dial siente la punzada de aviso en el centro de su estómago, como si con los copos de avena del desayuno se hubiera tragado un guijarro. Ignora si lo que Joy llama su presentimiento se presenta porque detesta la naturaleza de calientapollas -de calienta-todo-, que Cora exhibe como si fuera una divisa marcada al hierro en su frente, o si, por el contrario, sus sentimientos hacia ella están cambiando, y el patetismo de sus ojos felinos, junto con el recuerdo de su petición de ayer -«Ayúdame»- la inducen a protegerla, maldita sea, y de ahí la punzada. Puede que sólo sea desprecio por su propia blandura.

Si fuera tan poco fiable como mi estómago pretende, recapacita Dial, no me recibiría vestida de putón de Belle Époque. Es muy probable que Cora Asmar sea la primera vampiresa ingenua con quien la detective tropieza en la vida real y, si es así, Diana tendrá que aceptar todo el lote. Que se casó por amor, que las mujeres de la familia de su marido son unas brujas que van a por ella y que Cora sólo desea proteger al hijo de sus entrañas de las garras de una monstruosa estirpe. Demasiado mazapán con el que atragantarse en una soleada mañana de principios de octubre. Diana Dial preferiría hallarse en la playa.

Anoche, después de sopesar si debía responder o no a la llamada perdida de Ramiro de la Vara, contactó con la viuda. A Diana no le gustan los embajadores, de España o de cualquier oda parte, y aún más le desagrada que De la Vara ostente respecto a ella esa actitud de hombre soltero de lujo, listo para ofrecerse en bandeja a la española madura -así la llamó en cierta ocasión: madurita picante- más interesante de Beirut. Tiene De la Vara la fea costumbre de sentarse a su lado en los actos públicos o festejos diplomáticos, y en esas ocasiones le propina golpecitos cómplices en el hombro o la espalda, dando a entender que entre ellos existe algo íntimo. Diana se eriza en tales circunstancias y echa venablos por la boca, pero eso todavía es peor, porque los complacidos y chismosos miembros de la tribu hispana achacan sus arranques de ira a un malentendido entre enamorados otoñales. Sólo al pensar en los comentarios que los otros deben de hacer a sus espaldas le entran náuseas, por lo que siempre que puede opta por la salida más fáciclass="underline" huir del embajador.

Abandona el grimoso recuerdo del diplomático y observa que la viuda espera su respuesta a algo que acaba de decirle.

– ¿Qué?

– Si quieres café o té, y de qué clase.

La viuda la ha recibido en su dormitorio, que es una gran sala redonda con cuatro arcos. Sólo uno tiene puerta; los otros tres comunican sin obstáculos con el baño, el vestidor y un coquetón gimnasio que Diana envidia de inmediato. Delante de la cama, un televisor de plasma de todas las pulgadas, que bien podría ser utilizado como biombo.

Mientras otra africana les sirve café -ésta no tiene los ojos hinchados-, la periodista aprovecha para lanzar una ojeada al entorno. La cama es redonda y enorme, y está cubierta por una colcha de raso blanco, a juego con el tapizado de los muebles y de los cojines.

Se han sentado para charlar bajo las ventanas gemelas que dan a la calle, de la que no llega sonido alguno. Los Asmar adquirieron este dúplex en Saifi para tenerlo como su domicilio principal en Beirut, y Saifi es una carísima urbanización de juguete creada en el centro de la ciudad, en torno a viejas casas del llamado «estilo libanés», medio destrozadas por la guerra y reconstruidas después con esmero. Siguiendo su modelo se han agrupado edificios bajos y profusamente dotados con todos los artificios que requiere el rococó entre orientalista y provinciano que, en ciertas zonas, sustituye a la ciudad anterior a la guerra: ventanas ojivales, cristales policromos, marquesinas forradas de tejas, alerones esculpidos que parecen de escayola pintada de amarillo y puertas y barandas de hierro repujado.