Diana se dice que sólo por esa casa en ese lugar ya merece la viuda el disgusto que a ella le provoca.
Y entonces, como un eco de sus pensamientos, o de la pregunta que Salva le hizo la tarde anterior, Cora Asmar frunce las cejas y le espeta:
– ¿Por qué le caigo tan mal?
Empieza fuerte, la otra. Diana Dial se encoge de hombros.
– Por muchas razones. Te seré sincera. Me desagrada la forma en que usas tu belleza. ¿Tienes idea de lo ofensiva que resultas?
– Ah, me alegra que seas tan directa. Al menos, las cosas claras.
Se levanta y va a por un kleenex que tiene en una mesilla de noche, en una de esas cajas de plata fabricadas especialmente para que los ricos horteras vayan sacando pañuelos de papel como si fueran lenguas muertas. Podría ser peor: podría ser de oro.
Con el pañuelo en la mano se vuelve teatralmente hacia ella:
– ¿Cómo querías que te recibiera? ¿Con el pelo cubierto de ceniza y un camisón de franela? ¿Llorando? -Y se lleva el kleenex a las pestañas, burlona.
Se planta delante de ella y abre los brazos. Puro drama impostado. Demasiado impostado para no ser cierto. Pues Cora debe de saber por Matas que Diana no es tonta, y que un numerito así sólo se lo tragará si la intuye sincera.
La vampiresa ingenua agita sus brazos largos, finos, apenas velados por el salto de cama. Los deja caer en seguida, con resignación, inclina la cabeza y se derrumba en la silla.
– ¿Tienes idea de lo jodido que es, de la puta vida que tiene que llevar una que nace así de guapa?
Y se toca los pechos con un gesto flamenco que, a pesar suyo, le arranca a Diana una breve risa.
– Mírate tú -sigue la viuda-. Una mujer atractiva, no me cabe duda de que a mi edad te rondaron bastantes y de que si vives sola es porque te sale de los ovarios. Pero lo tuyo, perdóname, no es lo físico. Te quitaste, de entrada, a un ejército de imbéciles que te hubieran machacado si hubieras tenido esto, esta maldición.
Ahora se ha llevado directamente la mano al sexo, y lo ha empuñado a lo Michael Jackson en versión pubis.
– ¿Te parezco ordinaria? -Cora retoma la taza de café, la apura y llena las dos tazas sirviendo de una jarra que hace juego con la caja de kleenex-. Lo soy. Estoy hasta el coño de que los hombres sólo vean en mí lo que parezco, no lo que soy. Sí, me dirás que hago lo posible para provocar. Bueno, ¿y qué? Mi físico no me permite dejar de ser lo que los otros quieren que sea.
– Eso es muy discutible. -Diana notó que su voz no sonaba convincente.
– ¿Cómo lo sabes? Con una bata de supermercado y sentada detrás de una caja o entrando en un salón vestida de Marilyn Monroe: siempre es igual. Siempre los tíos. Lo supe desde muy pequeña, que era así y que así iba a ser en el futuro. También aprendí a dominarlos, claro. Hasta que surgiera uno que me quisiera por lo que tengo aquí.
Se señala el corazón.
– ¿Y ése fue Asmar?
– Vio una futura esposa y madre donde los otros sólo veían tetas y coño y culo y piernas. Y era muy buena persona, mi Tony. Yo siempre soñé con recogerme, crear un hogar. Soy andaluza, bueno, al menos mi madre lo es, y la familia me tira mucho. El problema es que la mía no existe. Padre a la fuga, un padrastro que quería abusar de mí, una vida independiente y desbocada desde la adolescencia. Por suerte poseo un don para los idiomas. Aprendí varios, no hace falta ser culta para hablar lenguas. Es como conducir un coche o nadar. Con Salvador aprendí árabe en Madrid, y luego coincidí con él por estos mundos… Salva me salvó, siempre se lo digo, porque al menos me quité de encima a los catetos de mi barrio, de mi ciudad, de mi país. A los de aquí, como antes en El Cairo, me es más fácil dominarlos. Aunque eso cansa mucho, me refiero a sentirse superior, darles cuerda o atarles corto, ponerlos cachondos, hacerles perder el sentido… Yo necesito a alguien como Tony. Paciente, firme, seguro. Un marido que sea también un amigo, un padre. Un hombre al que pueda respetar, que me domine y me impida cometer locuras. Y eso, Diana, es lo que acabo de perder.
Se arruga en el asiento tapizado en blanco y Diana ve su dolor en el peso que parece abatirle los hombros. Cora levanta la cabeza y se queda mirándola largo rato, sin pestañear, permite que la mujer mayor ahonde en esos dos pozos desesperanzados.
Diana se levanta y camina por la habitación para desentumecerse y pensar a espaldas de la otra. Finge admirar en silencio los tapices y retratos que ornan paredes y repisas. Por fin, a un par de metros de distancia de la viuda y templándose las lumbares con las manos, pregunta:
– ¿Qué quieres de mí?
Cora se yergue de nuevo, cruza las piernas, saca un cigarrillo de una caja a juego con el estuche de kleenex y la cafetera, lo prende con un mechero Cartier de oro y aspira una bocanada de humo.
– A Tony no lo mataron por política. Sabía demasiado, pero de su propia familia. Y quien está detrás de la bomba no es un desconocido, sino su hermano Samir, esa serpiente. Mi hijo y yo corremos un grave peligro.
– ¿Cómo sabes que es un niño? ¿Tan pronto? -Diana, que sigue una lógica de acero, no puede evitar aguar con un comentario ginecológico el dramatismo con que la otra ha revestido la revelación.
– Lo sé aquí dentro. -Otro gesto flamenco, racial, palmeándose el vientre-. Porque un varón era lo que Tony quería y porque un varón es lo que yo quiero darle, y no se hable más. Esas cabronas, si se enteran, me lo quitarán. Me envenenarán despues de parir y se quedarán con mi Antoñito. En el mejor de los casos, me echarán de mi casa, de este país. Ya sabes cómo son los árabes con los críos, con los machos. Una madre extranjera no tiene ningún derecho sobre ellos.
Pensativa, Diana se acerca a una de las ventanas y contempla, desde la altura del segundo piso, la calle vacía y peatonal, los setos que la adornan, tan podados que parecen de plástico, y, un poco más lejos, una pequeña plaza de juguete, una plaza limpia y pulcra. Un niño sería feliz -al volante de un Mercedes o de un Jaguar enano- en este barrio de turrón y chocolate. Si no fuera por la mierda que habita entre sus paredes.
– ¿Te suena el caso El-Bekara? -pregunta la viuda.
Dial deja de observar la calle y vuelve a sentarse frente a Cora.
– ¿El-Bekara? -repite.
Mentalmente repasa las carpetas que contienen sus recortes de asuntos turbios, alineadas en una de las estanterías de su estudio. No le cuesta visualizar varios titulares, publicados meses atrás. El primero: «Descubierta una estación clandestina de telecomunicaciones en El-Bekara. Todos los indicios apuntan a Israel.»
– ¿Lo de los judíos?
– Eso mismo -asiente Cora. Y añade-: No lo hicieron solos.
De inmediato, Diana recuerda otro titular: «Israel actuó con la complicidad de espías del interior.» Y otro, procedente de un periódico de izquierdas: «Políticos maronitas implicados.» No daba nombres, pero la periodista acaba de sumar dos y dos.
– ¿Está metido en esto Samir?
La viuda mueve la cabeza en señal de aquiescencia.
– Hasta las cachas.
– Vaya. Qué pequeño es el mundo. -Dial compone una mueca de disgusto-. ¿Tienes pruebas? Que yo sepa, la justicia archivó el caso por falta de evidencias, Israel negó toda participación y, como suele ocurrir en Líbano, y en el mundo en general, aquí no ha pasado nada.
Cora prende otro cigarrillo.
– Tony las tenía. Mensajes electrónicos. Grabaciones. La mañana en que murió se dirigía a una reunión secreta en la que iba a poner las cartas sobre la mesa. A su hermano se le habría caído el pelo.
– ¿Se disponía a acusar a su propia sangre? -Nada más pronunciar la última palabra, Dial se arrepiente. Es un comentario propio de la otra. Racial.
Herida, la viuda la mira bravamente.
– Mi marido era un patriota -defiende-. Iba a hacerlo por su país. Tony no se parecía a su familia. En cierto modo era como yo, un inadaptado. Le tenían por demasiado débil. No lo era. Bondadoso, sí. Pero muy firme. Y muy hombre en la cama.