Diana pasa por alto el último comentario. Por irrelevante, dudoso y fuera de lugar. Además, sólo de pensar en el difunto follando en ese pastelón con muelles le entran vahídos.
– ¿No fue el viejo Asmar, el abuelo, el primero que tuvo tratos con Israel? -inquiere.
– Conoces bien la historia. Sí, perteneció al grupo que, ante la formación del Estado de Israel, soñó con arrebatarles tierras del sur a los musulmanes, para venderlas a los nuevos vecinos. Negocio redondo: se hacía con aliados para la causa cristiana, echaba a los enemigos de sus casas y, de paso, ingresaba más oro en sus arcas. La cosa no funcionó.
– También lo sé. Los israelíes se encontraron con que los palestinos ya les daban bastantes problemas en la tierra que habían invadido.
– Exacto. Ese fracaso no desanimó la secreta devoción que la familia siente por los judíos. Los admiran por la forma en que tratan a los palestinos, siempre han aplaudido que ocuparan el sur de este país durante veinte años. Creían que les convenía, los muy idiotas, cuando lo único que consiguieron fue darle fuerza a Hizbulá. En el 82, cuando los israelíes invadieron Líbano, Samir estuvo al lado de Bachir Gemayel, el aliado de los judíos. Sobre su conciencia cae parte de la culpa de lo que aquel verano ocurrió a su propio pueblo.
– También tú te sabes la historia familiar -observa Diana.
– Tony me lo contó todo. Detestaba ese pasado. Él no se avergonzaba de ser árabe. Cristiano por encima de todo, y también fenicio, pero árabe, e incapaz de traicionar a su país. ¿No te parece demasiada coincidencia que le mataran cuando se disponía a descubrir la traición de su hermano?
– ¿Quién más está al corriente?
– Yo. Sólo yo.
– ¿Y quién le facilitó las pruebas?
– Lo ignoro. Alguien desde dentro, un arrepentido, supongo. No quiso decírmelo.
– Pues ese alguien se habrá ido de la lengua. ¿Estás segura de no haberlo largado tú por ahí, sin darte cuenta? Con lo que te gusta hablar y presumir…
– Me conoces muy poco, si crees que soy capaz de jugar con la vida de los demás -corta la otra, secamente.
Diana se siente incómoda. Por un lado, le intriga la historia de El-Bekara y la supuesta participación del heredero de los Asmar en ella, y le gustaría investigarla. Sin embargo, no le apetece trabajar para alguien tan inestable y banal como Cora. Una cosa es experimentar cierta compasión por su condición actual, por su derrumbado castillo de fantasías, y otra muy distinta no sentir deseos de hacerle tragar el Cartier cada vez que enciende un cigarrillo y cruza las piernas como si cerrara la escotilla que conduce al tesoro.
Esta imbécil, se dice, se toma por una luchadora, y no es más que otra parásita, uno de esos extranjeros que se acogen a la amoralidad libanesa -como Salva observó ayer- para aprovecharse de las injusticias reinantes. Y entre las dos se interpone algo más: Salvador Matas.
– ¿Qué quieres de mí? -pregunta, pese a todo.
– Contratarte para que acorrales a Samir y a sus cómplices. Inquietarle. ¡Si pudieras pillarle! En el peor de los casos, si no encuentras otras pruebas, le pondrás nervioso, puede cometer un fallo. Yo también leo novelas policíacas, aunque me gustan más las de templarios, y sé que a veces el criminal da un mal paso, si se siente acosado.
– ¿Tu marido hizo copia de los documentos?
– No. Todo lo que tenía estaba en su maletín. Las pruebas ardieron con el coche. ¡Mi precioso Camaro! Fue su regalo de aniversario, por nuestro primer año como marido y mujer. Se lo llevó a Faraya ese fin de semana, para rodarlo. Necesitaba estar solo, y yo aproveché para hacerme la prueba del embarazo en la clínica de Marwan Haddad, un buen amigo. Él fue quien me dio la noticia. Me tuvo que sacar del sueño inducido.
– ¿Qué sueño? ¿Necesitaste un fin de semana para una simple prueba?
La viuda sonríe, algo coqueta.
– No es una clínica normal, sino de estética. Tienen ginecólogos también, porque recosen hímenes. Así que comprobaron mi embarazo y, ya que estaba allí, me hice unas cositas en el cutis. Nada de cirugía, no estoy loca. Un tratamiento nuevo. Y dormí. Siempre he dormido poco y mal, de modo que Marwan me indujo un sueño benefactor. ¡Cómo querría que lo hiciera ahora! Ni el fitness nilos masajes que me da Tariq, mi entrenador físico, antes de acostarme -le indica el gimnasio con la barbilla- me facilitan el sueño. Mira qué carita se me ha puesto.
Alza su rostro limpio de maquillaje, deslumbrante de belleza a la cruda luz del mediodía.
A Dial le entran ganas de estrangularla.
– Sin pruebas no podrás actuar contra Samir -afirma.
– Bastará con que crea que alguien las tiene: ésa es tu misión. Ponerle sobre aviso para que acabe confesando que mató a mi Tony.
– Se dice que tu marido estaba en la ruina -insinúa Diana.
– ¡Falso! -exclama la viuda-. Tenía problemas de liquidez, sólo eso. Las propiedades están intactas, y sus amigos iban a sacarle de apuros. Este piso y la casa de Faraya son nuestros.
– Vaya. Me alegro por ti. -Diana se levanta y le tiende la mano, marcando distancia entre las dos-. No puedes contratarme. Carezco de licencia y, además, no suelo cobrar. Sólo investigo cuando me interesa y para quien me apetece. Y éste no es el caso.
– ¿Qué quieres decir?
– Poseo mis propias fuentes de ingresos y puedo permitirme esta afición. Elijo a mis clientes y cambio de caballo si, a mitad de carrera, deja de gustarme. Así de claro.
– ¿Entonces?
– ¿Cómo se sale de aquí? -Tanto dormitorio y tanto tocador y tanto cojín de raso le producen a Diana una repentina desazón.
Cora pulsa un botón y poco después reaparece la doncella que la trajo hasta aquí.
– Mujer, no he querido ofenderte… -dice Cora-. ¿Aceptas?
Dial camina ya airosamente por el pasillo, precedida por la criada.
– ¡Hazlo por mi niño! -suplica la viuda.
– Veré qué puedo hacer -responde Diana sin volverse.
No por ti, se dice. ¿Por quién?
En el vestíbulo, la sirvienta abre la puerta que da directamente al ascensor. Grandes lagrimones ruedan por sus mejillas de oscuro satín, ya sin disimulo.
Diana piensa que ha sido una idiota. Todo el rato, su cliente potencial ha estado allí.
– ¿Cómo te llamas? -quiere saber.
– Ellos me llaman Marie, señora. Mi verdadero nombre, en la lengua de mi pueblo, es Neguezt.
Neguezt no llora por Tony Asmar.
– ¿Y ellas? ¿Cómo se llamaban? Erais amigas, ¿verdad?
– Sí, señora. Muy buenas, muy buenas. No merecían morir así. No merecían morir.
Reventadas porque un señorito metomentodo quiere convertirse en héroe de la patria, piensa Dial.
– ¿Cómo se llamaban? -insiste.
Neguezt le aprieta la mano.
– En nuestra lengua, Setota, que significa regalo, e Iennku, que quiere decir diamante. Para los señores eran Suzi y Leni. Usted no las olvidará, ¿verdad, señora?
Diana la abraza. Antes de partir se entera de que Neguezt significa princesa.
Nunca el tráfico de Beirut le ha parecido a Diana tan estimulante como hoy, tan tranquilizador. Camina hacia la calle Gouraud, dejando atrás Saifi, esa urbanización para duendes de lujo. Entre ella y el otro lado -en el que se sentirá a salvo- se interpone un nodulo de confusión en forma de tráfico infernal y alambicado. Hiende la avenida un paso subterráneo del que surge una interminable lombriz de vehículos comatosos. Jacarandas que eclosionan su otoño entre los gases de los tubos de escape. Bocinazos, griterío, músicas que escapan por las ventanillas. Niños palestinos o gitanos que aprovechan el embotellamiento para pedir limosna. Una gasolinera que no cierra en toda la noche y expende cigarrillos y licores de contrabando. Taxis de lujo que esperan al turista, cerca de un Chez Paul cuya terraza acoge a los pijos locales, que toman su aperitivo en mitad del estruendo, mientras el valet se apresura a aparcar, embistiendo la acera, un Porsche amarillo o un aparatoso jeep Cherokee, lo más protector para esposas que tienen la costumbre de conducir mientras se retocan el esmalte de las uñas y hablan por teléfono sin el manos libres puesto.