La carrera de obstáculos estimula a Diana, le calienta la sangre. A sus espaldas, en su turbia laguna, queda la sirena viuda.
Piensa en Neguezt. «Estamos aquí, aunque nos quieren invisibles y lo consiguen casi siempre. No permita que eso vuelva a ocurrir, no para ellas», le ha dicho.
A la memoria de Dial acuden en tropel historias de sirvientas esclavizadas, vejadas y torturadas en esta pequeña y sufrida república cantada por los cronistas cursis -y, en ocasiones, indiferentes al sufrimiento de los más indefensos-; historias de impune crueldad que le ha contado Joy acerca de sus compañeras filipinas; pesadillas africanas en la luminosa ciudad, que sólo muy de tanto en tanto ocupan un poco de espacio en los periódicos locales.
Aparta de su mente estos pensamientos demasiado tristes. El sol que cae en vertical inflama el galimatías urbano y cubre de gracia a Beirut, capital favorita del caos, uno de los muchos remiendos con que se camufla la injusticia.
Diana Dial respira la vida y la atmósfera impregnada de emanaciones de combustible y atraviesa el desorden, sortea vehículos de toda índole. Se encuentra a mitad del cruce cuando suena su móvil. Es Salva.
– ¿Qué? -brama Dial-. ¡No te oigo! ¡Estoy en pleno tráfico, espera!
Alcanza la acera de enfrente y, adentrándose en la calle Gouraud, camina rápidamente hasta la tienda de Joseph, fabricante de sillas, uno de los pocos negocios artesanales que aún permanecen en un barrio vendido de antemano a la frivolidad de los bares nocturnos, con sus reservas étnicas iluminadas como altares. Saluda al dueño con los ojos y una mueca, él entiende la situación -pocas cosas hay en el mundo que Joseph no comprenda, a sus setenta y seis años- y le señala una silla recién acabada pero con el barniz ya seco.
– Has dejado impresionada a Cora -le comunica Salva, entre irónico y admirativo.
El arabista no ha tardado ni diez minutos en ponerse al día de lo hablado por las dos.
– Es un sentimiento mutuo -responde secamente.
Salva propone que se reúnan esta noche en el apartamento de Diana.
– Si ya cenamos anoche…
– Me refiero a compartir nuestro ritual predilecto -insiste-. Cocinar. Cotillear entre pucheros. Teresa de Ávila en versión libanesa. No tienes que comprar nada. Me presentaré en tu casa con todos los productos. ¿De qué quieres el helado?
– Sorpréndeme -su respuesta de siempre-, pero que no sea de dulce de leche.
Diana se pregunta a qué vienen tantas atenciones continuadas. Habitualmente, Matas y ella se ven una vez por semana. Es una práctica asumida. Un cine, una piscina o una cena, según la estación. Sin invadirse, sin olvidarse, llamándose poco, enviándose irónicos SMS sobre la situación o sobre un personaje concreto, dejando que se teja la amistad, o lo que sea…
¿Por qué tanta obsequiosidad por parte del hombre? Como no es tonta, responde a su propio interrogante. No soy yo. Es la viuda. Los asuntos de la pobre viuda. Pero las formas elegantes de la silla, de madera de pino torneada como si fuera caoba, arrastran a Diana Dial a la indulgencia, a entregarse a los pequeños placeres de la vida que forman parte del ancla que la ha mantenido atada a Beirut. El trabajo de este artesano. Una cena en casa con Salva. Vino y conversación en abundancia. Se sienta, se rinde y, después de establecer la hora de la cena, se demora un buen rato charlando con el carpintero, aspirando el aroma a virutas, a cola, a barniz y a herramientas decentes. Escucha el recuento que hace Joseph de las vicisitudes por las que pasa el negocio, el relato de las esperanzas depositadas en un posible cambio de la situación.
Se despiden y Diana se dirige al Café de los Espejos, en donde tiene una cita con Fattush, dentro de una hora, para jugar al tawle. Le dará tiempo a comer una ensalada redundante. Pues el inteligente inspector tiene, qué se le va a hacer, el mismo apellido que esa especialidad libanesa -«Pídeme una fattush, Fattush», es una de las bromas tontas que le gasta Dial, cuando se tercia-, de esa variedad de vegetales picados pequeños y trocitos de pan árabe fritos, aromatizada con una ráfaga amarga de sumuk y aliñada con abundante aceite de oliva y zumo de limón.
Tiene tiempo, también, para poner en orden sus notas.
Cuando ha dado cuenta de la comida y le limpian la mesa, se queda ante un café expreso y su cuaderno. Escribe: Postergar marcha a Egipto. La invitación puede esperar. Contactar con Lady Roxana para que aplace la excursión por el Nilo. Telefonea a Joy y le da instrucciones para que retrase la mudanza y arrincone maletas y bultos. La escucha canturrear de alegría. Ella misma, no puede negarlo, siente cierto alivio. Eso retrasa cualquier aclaración -probablemente dolorosa- acerca de cuál será su relación con Salva cuando esté lejos de Líbano.
Anota: La Viuda. Femme fatale de vía estrecha. Bastante gilipollas, pero una infeliz. Samir Asmar, ¿asesino de su hermano menor? ¿Realidad o paranoia? ¿Por qué no le comunicó a su marido que estaba embarazada? Ninguna mujer de este país se calla semejante noticia, ni siquiera cuando carece de confirmación: una mera duda sobre la regla les hace subir puntos en la consideración de esposo y parientes y provoca algarabías entre las amistades.
Pide un agua Perrier, golpea el mármol del velador con su rotulador Pilot. Lo contempla al contraluz de las vidrieras modernistas. Se le acaba la tinta, pero en el bolso lleva siempre una provisión de repuesto. Resabios de sus tiempos de reportera, como esta excitación que siente al saberse en el umbral de descubrimientos, y también de momentos de desánimo. El desafío. ¿Seré capaz? ¿Dónde está la verdad? Pues la verdad no siempre es el hueso que se supone en el centro de la fruta, a menudo la verdad es una sabandija escondida en un pozo de cieno. Hay que ensuciarse las manos para agarrarla, es escurridiza, arrastra hacia el lodo.
Son casi las tres. El sol pinta de arena las paredes, arranca destellos multicolores a las cuentas de cristal de las lámparas.
Ponerme en contacto con Samir. Preparar dossier, previamente. Fuentes: Fattush, el embajador -uña y carne con los Asmar, amigo personal de Tony-. Samir tiene enemigos en las Fuerzas Libanesas, escindidas de su partido después de la guerra.
¿Qué pretendía Tony A.? ¿Sabía tanto como afirma Cora? Rastrear informes económicos del difunto. ¿Tenía socios?
Algo se le escapa, algo evidente. Pero ¿qué? En este momento, el inspector Fattush entra en el café y se dirige a su mesa, la que ocupan siempre, junto a la ventana, en un rincón con vistas a todo el local. Policía y periodista coinciden en su costumbre de instalarse en un lugar desde el que podrían evitar las sorpresas.
Un bronceado recién adquirido, Diana supone que durante los días pasados en Faraya, adorna su rostro afable. El atractivo de Fattush reside en su gentileza. Es el libanés más bondadoso que Dial ha conocido. Trabaja para la justicia, más que para la ley -en eso ambos coinciden: y en que no pocas veces hay que burlar la ley para hacer justicia-, carece de aspiraciones políticas o profesionales, ha rechazado los pocos ascensos que le han propuesto, lleva una feliz existencia familiar y, a diferencia de la mayoría de los libaneses, no se pasa el día cantando las excelencias de tener un hogar como Alá manda. Es suní pero Diana jamás ha sorprendido en él un gesto religioso o una palabra beata. Cuando se le escapa un inshalla, Dios lo quiera, o un 'lhamdulillah, gracias a Dios, lo hace más bien con tono de impaciencia o de blasfemia. Tiene unos ojos grandes, color de miel, las pestañas largas y oscuras. Lleva el pelo entrecano recogido descuidadamente en una coleta, la camisa azul un poco abierta. Por ahora, su cuerpo compensa con gimnasia el exceso de alimentación que una madre y una esposa devotas prodigan al cabeza de familia y único varón de la casa.