– Parece que hay algo que debes contarme. -Cuando quiere, el inspector puede resultar tan oblicuo como ella.
– ¿Qué cosa?
– Según Georges -prosigue el policía-, a raíz de tu encuentro con Cora Asmar albergas serias dudas sobre la autoría del crimen. Y me dices que ya no te vas a Luxor, al menos por ahora. ¿Has decidido representar los intereses de la viuda en este asunto? ¿Investigarás por su cuenta?
Diana retira la silla y se pone en pie.
– Voy a mear -lo dice con toda crudeza, a sabiendas de lo ofensiva que esta expresión resulta para un árabe.
El inspector sonríe e inclina la cabeza, a modo de reverencia, mientras la otra se dirige al baño.
Sentarse en la taza del inodoro, aunque sea para evacuar aguas menores, suele aclararle las ideas a Diana Dial. No le gusta que Fattush llame Mesías a Salva. Y aún le gusta menos imaginar a su amigo en escenarios que no comparte. Casa cerrada, ventanas emparedadas, persianas oscuras. Salva es otro en cuanto desaparece de su vista. Tiene otras compañías. Sin embargo, Diana es demasiado inteligente para no saber que la intriga respecto a su vida mantiene su interés por él. Ya le preguntará durante la cena por su visita al coronel. No hagas un mundo de esto, Diana.
Cuando sale, recompuesta, se complace mostrándole al inspector su mejor talante. Se sienta y, con su capacidad de síntesis, bien probada en años periodísticos, le cuenta su conversación con Cora Asmar, sin olvidar el menor detalle.
– Así que embarazada… ¿Otro narguile? -pregunta al final Fattush.
Está ganando tiempo, pero a Diana no le importa.
Cuando por fin habla, de nuevo entre humareda, es casi telegráfico.
– Samir, conocido como la Cobra por sus enemigos y hasta por algunos amigos. Si es que los tiene en el sentido en que lo entendemos gente como tú y yo. Todo un elemento. El más devoto de los muy devotos Asmar. Hipócrita entre los hipócritas. Peligroso. Lleva en sus venas la sangre asesina de su abuelo y de su padre, que masacraron a quienes les vino en gana e hicieron lo posible por alargar una guerra en la que amparaban sus ambiciones. Quienes le conocen dicen que es frío y venenoso, de ahí su apodo. Samir haría cualquier cosa por conservar y aumentar su poder y su prestigio, huelga decir que también su fortuna. Tiene una mujer muy guapa, aunque no tanto como tu amiga Cora. Se dice que Aline Asmar-Ghorayeb también sería capaz de todo para preservar su estado social y el buen nombre de los suyos.
– Hum -se limita a comentar Diana.
– Por lo que se refiere al caso El-Bekara, ha sido archivado, sobreseído, borrado. No hay tal caso, según las autoridades pertinentes.
– Más que sospechoso, ¿no? Naturalmente, los servicios de inteligencia militar llevaron el tema y tú, que eres obediente y respetuoso, nunca has metido en él tus narices…
Los ojos color de miel del inspector sonríen más que sus labios, sabedor de que Diana no ignora que no ha acabado aún de proporcionarle informaciones. Finge merodear en torno a la mesa como un gato distraído. Da cuenta de los restos de su segunda limonada con menta:
– He de empezar a prescindir del azúcar -dice.
– Tanto dulce resulta casi igual de peligroso para la nación árabe que todos los neoconservadores del mundo y vuestros fanáticos juntos -observa Diana, aprovechando al vuelo la ocasión de mostrarse condescendiente-. Un siglo más y desapareceréis, a fuerza de diabetes terminal e infecciones bucales.
– Habibi! -El otro ya no sonríe al llamarla querida, sino que ríe abiertamente-. ¡Esta es mi amiga! He llegado a temer que la solemnidad de ese Mesías tuyo y el respetable llanto a mares de la viuda te hubieran desprovisto de tu, digamos, energía.
Quiere decir mala leche. Continúa el inspector:
– El nombre de Samir Asmar figura en el expediente como principal sospechoso, como cómplice local en el tema de la estación de telecomunicaciones que intentaron montar los israelíes. O constaba, porque tuve acceso a la documentación muy al principio de la encuesta y, que yo sepa, los papeles ya no se encuentran en su sitio. Un amigo mío del Ejército me lo contó confidencialmente. Se echó tierra encima.
– ¿Destruyeron el informe? -pregunta Dial-. Pero era alta traición, ¿no? En un período como éste, recientes todavía las heridas y la desolación causadas por la invasión de Israel en 2006, y con lo que ha costado recomponer la situación con la oposición y, al menos, celebrar elecciones… Si es cierto que un patricio maronita como Samir ayudó a los judíos a organizar una red clandestina en un pueblo del sur, en un territorio chií, prácticamente dominado por Hizbolá… ¿Cómo es posible que su implicación no haya trascendido ni siquiera en los medios de la oposición?
– Falta de pruebas. Sobornos. ¡Qué sé yo! Como bien sabes, estos embrollos políticos me interesan menos que mis pequeños robos y asesinatos cotidianos.
– Ah, sí -sonríe Diana-. En eso estoy de acuerdo contigo. Un ajuste de cuentas entre tenderos o un buen crimen de honor apestan menos. Tengo que advertirte, no obstante, de que te voy a necesitar.
– ¿De veras?
– Mi intención es acercarme a la Cobra. Lo haré con el pretexto de que estoy escribiendo un libro sobre la heroica supervivencia de las minorías cristianas en Líbano. Y utilizaré una fotocopia de la acreditación de prensa falsa que vienes firmándome desde hace años. Te lo digo por si el caballero o alguien de los suyos te pregunta por mí.
El inspector sacude la cabeza con resignación, llama a Abed y paga.
– Decididamente, aún no voy a dejar el azúcar.
Son casi las ocho cuando Diana propina un taconazo que cierra la puerta de su apartamento a su espalda y enciende la luz del pasillo. Comprueba que los bultos de la mudanza han desaparecido de su vista, va hasta la cocina y deposita las bolsas del supermercado encima de la mesa. Aunque Salva ha prometido traer provisiones, a ella le gusta ofrecerle siempre un plato y un postre de elaboración propia. Antes de ponerse a limpiar los calamares y las verduras con que piensa rellenarlos, y de pelar las peras y cocerlas en el mejor tinto del valle de la Bekaa que ha encontrado, distribuye unas brazadas de nardos en un par de jarrones. La casa se llena con su aroma, y con el calor de la espera.
Terminado su trabajo, la cocina huele a humanidad y a merendero en la playa, y ella también, demasiado, por lo que se da una buena ducha, se perfuma y se arregla, cubriéndose con una galabeya azul eléctrico, una prenda de hombre que le da un aire andrógino. Se revuelve el pelo corto, perfecciona el ribete de kohl que pespuntea sus ojos oscuros. Podría pasar por árabe. Una libanesa rebelde que, en su madurez, en túnica y descalza, recibe en su casa a un hombre más joven.
Esperar a un hombre para cenar. Quiere creer que se conforma con eso. El Mesías, según Fattush. Sonríe al recordar el apodo, reconoce que el inspector no anda errado. Su olfato de sabueso identifica sin esfuerzo esa pedantería típica del oficio de arabista -de su carrera, rectificaría Salva, puntilloso-, de la que ni su sentido de la ironía puede librarle. Y, sin embargo, en noches como ésta y en horas más tardías, acumuladas las copas, el propio Matas le ha confesado a Diana que, en realidad, no es más que un funcionario menor de La Casa.
Le da tiempo a disponer velas en la terraza, protegidas por vasos de cristal damasceno coloreado. Bajo la buganvilla y entre los geranios y el jazmín. Velas prendidas para charlar, reír, disfrutar de un buen ágape y de mejor compañía. Deja para él los trabajos más esforzados: trasladar al exterior la mesa grande de plástico que ordinariamente ocupa un rincón del salón, bajo un tapiz de seda. Cubrirla con un mantel de exquisito dibujo que Diana reserva para estas ocasiones, poner platos y cubiertos. Descorchar el vino. Le gusta que el hombre descorche la botella. La firmeza del antebrazo, la precisión de los dedos. El líquido rojo, reposando como sangre en el fondo de la copa, sangre siempre lista para una transfusión.