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Ha anochecido por completo. Las tenues luces del farol de la calle, las velas, la intimidad; los jazmines, abriéndose en plenitud para existir no más que unas horas. Pisadas en la pequeña calle, pasos que se acercan como en los cuentos de su niñez, ¿será un hombre malo o uno bueno? ¿Vendrá con el saco en el que guarda los despojos de sus víctimas, o con aquel en el que esconde obsequios para su heroína? ¿La rescatará de la torre o la dejará encerrada en ella? ¿Por qué no puede confiar en Salvador Matas, en sus sentimientos? Estúpida, porque él nunca habla de sentimientos. Eso le hace secreto, importante. ¿Lo es? ¿Crees que, al callar, deliberadamente otorga? ¿No te permite ese silencio elucubrar, ir más allá en tus fantasías que si de sus labios surgieran promesas de cumplimiento posible? Es una locura. Pero aquí, en Beirut, ¿no estamos todos locos? ¿No resulta infinitamente fácil cultivar la más inalcanzable fantasía? ¿Tan fácil, por lo menos, como matar?

La elevada silueta avanza hacia la cita, su sombra se alarga en el callejón. Todo es provisional, todo pasa. No este momento, se dice Diana Dial. Recordará siempre este momento en que la sombra estilizada del guerrero castellano atraviesa el patio de entrada y se confunde con el trémulo follaje de las acacias.

Quince segundos después -ella siempre cuenta; cuenta y espera- suena el ding dong del llamador. Diana se dice que debería estar volando hacia Luxor, para acogerse a la protección adinerada y la frivolidad de las intrigas de Lady Roxana. Aplazadas, las cajas y maletas de su mudanza se agrupan encima de los armarios y en los rincones del dormitorio, Joy las ha cubierto con lienzos, pero permanecen. Latentes como la angustia que siente en su corazón cuando piensa en estas cenas que no se repetirán.

Salva aparece en el marco de la puerta, huele a la colonia con que periódicamente le obsequian sus alumnas. ¿Se enamoran de él también -tiembla al repensar el adverbio- sus alumnas? ¿Sostiene hacia ellas idéntica distancia? ¿Es un follador de jovencitas, como el inconsistente Jaime, su colega, que lleva la verga enhiesta a modo de brújula? ¿A quién ama Salva, a Cora Asmar o a sí mismo? ¿Y por qué Diana desconoce cuál de las dos respuestas le inquieta más?

Se abrazan pero él lo hace sin usar los brazos, sólo los abre para mostrar su incapacidad, siempre la misma historia, excusándose porque tiene las manos ocupadas con una u otra cosa. Hoy sostiene las bolsas de su compra e inclina su cabeza, la deja caer en el hueco del hombro de ella, anida brevemente en su cuello y luego se dirige, rápido, a la cocina. Proceden juntos a desempaquetar quesos, jamón de Parma, un paquete de pasta hecha a mano y un bote de salsa con setas. Sobrará comida, como de costumbre, y él se la llevará en tuppers, como un crío, para evitarse cocinar el resto de la semana.

Un primer brindis, y Salva empieza a desgranar chismes de la Fundación Quijote. Sabe de sobras que a la mujer le deleitan los cotilleos procedentes de La Casa. «Gracias a ti no necesito poner los pies para enterarme de lo que ahí ocurre», le dice siempre a Matas. Hoy le cuenta que el director quiso interrumpir el curso cuando le llegó la noticia del atentado contra Asmar, y que, histérico, llegó a reunir al personal para espetarles: «¡A ver si os enteráis! ¡Esto es el puto Beirut! ¡El puto Beirut!», entre las chanzas de los empleados más antiguos, cuya experiencia en bombas sobrepasa con creces la del histérico mandamás. Al final, cuenta Salva, accedió a proseguir con las clases, e incluso mantuvo la conferencia de esa semana, a cargo de un viejecito libanés especialista en flamenco y fan de Carmen Amaya. Conferencia durante la cual, añadió Matas, deleitado, el director, sentado en primera fila, echó uno de sus habituales sueñecitos públicos.

Inesperadamente, Diana recuerda su cuaderno de notas y la sensación, que experimentó en el Café de los Espejos, de estar olvidando algo importante. Ya vendrá, no pierdas ahora el tiempo.

Se instalan en la terraza y, mientras comen, su conversación se limita a comentarios esporádicos sobre la calidad de la comida, el aire nocturno o el perfume de las flores. Algunas velas se van apagando.

– ¿Y tu día? -pregunta Salva, mientras divide cuidadosamente una pera al vino.

La periodista acepta la porción que el otro le ofrece con su propio tenedor.

Intimidad.

– No puedo afirmar que haya sido una jornada normal. Tu viuda ha intentado marcarme con su hierro.

Recalca el tu. Salvador Matas ni se inmuta.

– No he podido ir a verla, he estado muy liado -confía el hombre, como si tuviera que darle explicaciones, quizá por ese tu que aparentemente ignora-. Por teléfono sonaba muy baja de ánimo. ¿Vas a investigar?

– ¿Qué harías en mi lugar?

– Cualquier cosa, menos irme a Egipto en este momento. Por otra parte, a mí que me registren. -Salva se palpa el pecho, sonriente-. La detective eres tú. Pero si me preguntas si debes ayudarla, te diré que sí. Necesita una mujer, una amiga que esté fuera de la familia Asmar. Alguien sagaz como tú. Claro que si el caso no te interesa…

– No es eso.

– ¿Entonces? -Le coge la mano, la aprieta, como suele hacer cuando teme que escape de él-. Cora no puede con esto sola. Y le has caído muy bien. «Me gusta porque no se casa con nadie y no tiene pelos en la lengua.» Me lo ha dicho, entusiasmada. Le has causado muy buena impresión.

– ¿Crees que fue el hermano quien dio la orden?

En algún lugar del piso suena el pitido del móvil de Diana.

– Te lo traigo. -Ágilmente, Salva conduce su cuerpo hacia el interior.

Conduce, controla. Verbos que asocia con él. Regresa, le tiende el pequeño aparato. Dial lo abre con desgana y hace un gesto de aburrimiento.

– El embajador, qué lata de tío -informa.

– ¿Qué quiere?

– Lo de siempre. Necesita verme con urgencia. Dice que tiene algo muy importante que contarme. Cualquier excusa es buena para él. Qué pesadilla.

– No seas cruel. Igual no te busca por amor. Igual tiene algo notable que decirte.

Se encoge de hombros.

– Me da lo mismo. Le veré en la recepción del 12 de Octubre. A lo mejor me llama por eso. Para que quedemos antes y, con la excusa de favorecerme con un anticipo exclusivo sobre la fiesta nacional, echarme la zarpa encima.

Salva se echa a reír pero sus ojos la observan con fría curiosidad. ¿Está celoso del embajador De la Vara? Eso sería una buena noticia.

Diana aparca el tema con un suspiro y regresa a la conversación anterior.

– ¿Samir Asmar hizo que lo mataran? ¿A su hermano?

– ¿Por qué no? Este es un país sin límites morales. Por eso nos atrae, incluso nos gusta. Por eso, siendo tan pequeño, nos parece inabarcable. Todo es posible.

¿Todo?

– Pobre Tony -prosigue él-. Nunca supo medir sus fuerzas. No era hombre de conspiraciones ni daba la talla para…

Se interrumpe. En silencio, ella completa la frase: «Para casarse con Cora.» Una ráfaga de viento agita el mantel. A la vacilante luz de las velas que restan, el rostro de su amigo se embosca. Sólo ve el breve trazo de sus dientes. Un lobo en la oscuridad, pensamiento que rechaza de inmediato. Vete a Egipto, Diana. Vete a Egipto, se dice.

– ¿Viste a Fattush? -inquiere Salva-. ¿Alguna noticia?

De súbito, Dial recuerda.

– ¿Qué hacías en el edificio de la Inteligencia Militar? Fattush te ha visto.

– Ya te he dicho que he estado muy liado. He tenido que encargarme de tramitar los permisos para el nuevo curso de español en el sur.

Así que es eso. Las clases de castellano que patrocina el Ejército español, en combinación con la embajada y con la Fundación Quijote, en la zona del sur de Líbano en donde se hallan desplegados los soldados españoles, integrantes de las fuerzas de interposición entre Israel y Líbano, enviadas por la ONU después de la guerra de 2006.