– Qué monos -sonríe ella, y añade, al ver la foto de al lado-. ¡Anda, el Papa!
– Su Santidad Juan Pablo II tuvo a bien concederme audiencia pocos meses antes de morir.
Vuelve a quedarse muda, pero esta vez con la sonrisa bobalicona perfeccionada a lo largo de cientos de entrevistas.
– ¿Y aquí? -pregunta por fin, indicando lo que parece una ceremonia religiosa importante.
– La tomaron cuando mi familia apadrinó la llegada de la imagen original de santa Teresa de Lisieux a nuestro país. Como usted sabe, nos cupo el honor de encabezar la campaña por un mes de rogativas en favor de la paz en Líbano.
Dial recorre el frontispicio en el que figuran fotografías de la Cobra con diferentes mandatarios de países extranjeros.
Ni una imagen de Tony Asmar, ni un retrato del hermano muerto.
¿Ha esparcido Diana suficiente suavizante o necesita más? Un empujoncito:
– La emoción me ha impedido decírselo antes -empieza Diana, preguntándose si el envite es demasiado alto, pero se dice que frases del mismo tenor le han servido en otras ocasiones, y continúa-: Debo comunicarle que hablo en nombre de todos los españoles si le digo que, en mi país, están muy apenados por esta desgracia que se ha abatido sobre usted y los suyos.
Pausa e inspiración profunda. Él la contempla sin parpadear. Tiene las pestañas cortas y claras, espaciadas, lo que acentúa su parecido con un reptil. De la abertura que ocupa el lugar de su boca surge un reconocimiento comedido, austero:
– Nuestra gratitud para con el admirado pueblo español. Ustedes también tuvieron una guerra civil terrible, y supieron salir adelante, como hace la nación libanesa, pese a todas las dificultades y a los enemigos de dentro y de fuera, defendiendo el catolicismo y contra el comunismo nefando.
Bueno, relativamente austero.
Sonriendo plácidamente y sin sentarse, Diana aprovecha el pie que el otro acaba de suministrarle sin darse cuenta. Al fin y al cabo, la única respuesta que le interesa es la que el hombre puede ofrecer a la única pregunta por la que la periodista se encuentra en este despacho haciendo el indio.
– A propósito de enemigos, ¿qué tal quedaría el prestigio de su familia si alguien difundiera que usted trabaja para los mismos que bombardearon su país hace sólo tres años?
El otro aprieta la raja que tiene por boca y le dirige una lenta saeta visual que Dial juzga apreciativa aunque no apreciadora. Sus ojos opacos se animan brevemente a causa del odio, y a la mujer le parece captar un ligero temblor de párpados.
Inesperadamente, el hombre sonríe, mostrando dos hileras de pequeños dientes mortecinos.
– ¡He olvidado mis modales de anfitrión! ¿Qué va a pensar de mí? -Mantiene la sonrisa-. ¿Té o café?
Diana Dial rechaza el ofrecimiento.
– No me conteste. -Inclina la cabeza educadamente y le sonríe también-. No es necesario. Tendrá noticias mías muy pronto.
Y se larga.
– Uf, qué tipo tan desagradable -le comenta a Georges cuando vuelve al auto.
El chófer la mira como si estuviera loca. Un rico puede ser cualquier cosa. Envidiable, siempre. Desagradable, nunca.
Diana Dial huele el peligro antes de abrir la puerta de su apartamento. Huele a comida filipina rica.
Joy avanza hacia ella, toda sonrisas, con Yara enchufada a la teta izquierda.
La periodista tuerce el morro.
– ¿Todavía aquí? ¿Qué vas a pedirme?
Porque se trata de eso. Algo quiere. En momentos como éste, Joy recurre a la sabiduría que le han legado generaciones de mujeres supervivientes, de su poblado y de su familia.
– Necesito sentarme -dice, balanceando ubre y bebé.
Se instalan ambas a la mesa de la cocina. Son casi las tres -Joy suele terminar su trabajo una hora antes-, y el calor pega con potencia, pero las persianas venecianas pintadas de verde rabioso alivian un poco la temperatura. Sin borrar su sonrisa y utilizando a Yara a modo de airbag, Joy empieza tanteando:
– Mi marido ha pensado…
A la mente de Dial acude el rostro de Ahmed, atractivo pero bastante bruto, con los labios muy gruesos, los ojos pequeños y la frente estrecha. Pensar no es el verbo que ella le adjudicó al conocerle.
– ¿El qué?
– Ya que usted todavía no nos deja…
No ha dicho «no se marcha», sino «no nos deja». Diana se hace fuerte ante el chantaje emocional implícito. Si ella fuera Joy utilizaría las mismas tretas. Pero no lo es.
– ¿Y bien? -responde y pregunta, sin conmoverse.
– Da tiempo a preparar también un viaje para nosotros. Ahmed quiere que conozca a su familia en El Cairo.
Acabáramos. Un visado.
Joy acentúa su sonrisa, al ver que su patrona ha comprendido. Le alegra comprobar que su código de comunicación sigue intacto.
– ¿Quiere arroz con coco ahora? -Aparta el pecho de la boquita glotona, que seca con el mismo pañuelo de papel con el que retira del pezón una gota blancuzca.
– No tengo hambre. Lo tomaré luego. -No se lo pondrá tan fácil.
Durante dos años ha aprendido a regatear con sus favores, que le concede como si le costaran gran esfuerzo, lo único que necesita hacer para que Joy no acabe pidiéndole la luna. Pues puede llegar a creer que a Diana Dial, habitante de un mundo en el que la otra cree que todo es posible -en el mundo de la criada ocurre lo contrario-, le resultaría muy fácil acceder a cualquier disparate que ella le pidiera con la adecuada insistencia.
Existe otro aspecto de su relación, el mejor -sin que éste le resulte intolerable-, que predomina cuando Dial se siente cansada, asqueada o dolorida por algo concreto y se desahoga con Joy, y ésta, sin zalamerías ni segundas intenciones coloca su mano, firme y áspera, sobre su hombro vencido. Hoy no es el caso.
Pero Diana comprende que debe sonreír también. Es un ser afortunado, que no depende de la benevolencia ajena. Al menos, no en lo material.
– Veré qué puedo hacer.
No resulta fácil para Joy salir de Líbano. Diana ha conseguido ventajas para ella a lo largo de estos dos años, pero obtener un visado en una embajada extranjera es otro cantar.
– Podría llevarme con usted. Decir que soy su criada. Ha sido verdad.
«Ha sido.» Recuerda que me abandonas.
Dial sacude la cabeza.
– No serviría. Tendrías que trabajar para un diplomático.
El viaje de Joy con su marido a Egipto aún no ha sido planteado por la muchacha como un intento de seguir trabajando para ella. Eso llegará más adelante, y la española lo solucionará como pueda. Pero el requerimiento de visado obligará a Diana a pedirle un favor a Ramiro de la Vara. Y ésta es la parte verdaderamente desagradable del encargo que la sirvienta acaba de depositar en sus manos, porque el tonto del embajador, de quien Diana sigue perdiendo llamadas telefónicas, intentará cobrárselo de un modo u otro.
El arroz ya está frío cuando Diana Dial se pone a comerlo con desgana. No le importa. Cuando se abstrae olvida alimentarse. Ha pasado la última hora tomando notas acerca de su encuentro con Samir Asmar.
Definitivamente culpable, al menos de la colaboración con Israel. La base de telecomunicaciones clandestina, seguramente el pico del iceberg de compromisos más vergonzosos y perjudiciales para este país. ¿Eso le convierte en el asesino de su hermano? Si la simple pregunta de alguien a quien cree escritora de un libro le ha puesto tan nervioso -y obsequioso como si intentara ganar tiempo-, ¿qué clase de terremoto no provocaría en su tinglado que se hiciera público que ordenó el asesinato de Tony? «No es nada personal. Negocios.» Una decisión, un sicario. Boom. Se acabó el problema.
Siente un esponjamiento en su vanidad al releer las notas. Samir Asmar, relevante miembro de la comunidad maronita, tocado en la línea de flotación por la infatigable investigadora Diana Dial, quien, posponiendo su marcha del país y una prometedora estancia en Egipto, se arroja a su gaznate con la precisión de un sabueso excitado por el olor de su presa.