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Sonríe de su propia tontería, que agradece porque le parece mejor esta flaqueza que el estado de inseguridad en que la sumió la cena de anoche.

Suena la melodía estándar del móvil. Es Salva. Piensa en no responder pero su mano funciona al margen de voluntad.

– Esta noche doy una fiesta en casa. ¿Te apuntas?

– Creía que acompañabas a tu viuda en su luto. -Se arrepiente nada más pronunciar la frase, que acentúa su debilidad y la degrada ante sí misma-. ¿Cuál es el motivo?

– ¿Hace falta uno? Si lo necesitas, la despreocupada costumbre beirutí de ponerle al mal tiempo buena cara. Carpe diem.

– ¿Quienes acudirán?

– Un selecto grupo de amigos, libaneses y españoles, incluida gente de La Casa. Tu embajador. Carlos Cancio también, si es que su periódico no le encadena a última hora a lo que ellos consideran actualidad. Ha prometido traer con él a gente joven, supongo que a ese novio que tiene, Ali, y otros efebos amigos suyos, así como a las hermanas del chico, que han llegado de su remoto pueblo, dispuestas a vestirse como seres humanos y a gozar de las perversiones de Beirut. Ah, y tendremos discjockey. De eso y de que no falten alicientes me ocuparé yo. No traigas nada, habrá bebida de la mejor y comida de sobra.

– ¿Con tus ahorros de profesor? -Sabe que le molesta que le recuerde lo mal que la Fundación Quijote paga a sus funcionarios rasos.

– He recibido una inyección inesperada. Un adelanto para que escriba un libro sobre los cristianos de Oriente Próximo.

– ¿Estás de coña?

– En absoluto. Un amigo mío, que dirige una editorial de Barcelona, me lo ha contratado. Dice que con toda esta memez del regreso de las religiones y el prolongado choque de civilizaciones, el tema tiene mucha garra. No me critiques. A ti, lo mismo te pareció una buena excusa para abordar a nuestro malo predilecto. Te debo una comisión por despertarme las ganas de escribir al respecto. A propósito de Samir… ¿Le has visto?

– No me apetece hablar de él. Todavía me estoy lavando la mano.

– Cuando pienso que al muy asqueroso le salen los millones por las orejas… Dale fuerte, detective. Es un gusano.

Algo que ha dicho Salva en el transcurso de esta charla le ha devuelto a Diana la sensación de que ha olvidado realizar una comprobación importante antes de seguir con su investigación. Consulta su libreta. «La Viuda. Femme fatale de vía estrecha. Bastante gilipollas, pero una infeliz.» No es eso. Algo se le escapa. Una clave, una pista, un presentimiento al que no ha prestado atención.

Ya vendrá. Siempre viene. Junto con el pinchazo en el estómago.

Le abre la puerta el anfitrión. Salvador Matas viste una galabeya negra. Parece un pope ortodoxo medieval. Sus labios sensuales ofrecen ese aire ligeramente obsceno que a veces muestran los más relajados miembros de cualquier clerecía.

– Te he dicho que no hacía falta. -Señala la botella que Diana le tiende.

– No me fío de tu gusto en vinos -miente ella, alargándole un tinto francés y muy caro que ha adquirido en la tienda más sofisticada de su barrio.

Pequeños gestos de autoprotección al adentrarse en la guarida en donde habita un peligro que todavía desconoce. Aunque lo más seguro es que la amenaza se encuentre en su propio corazón.

Los asistentes -alrededor de una veintena- se levantan a la libanesa para saludarla o presentarse. Cuatro profesores de La Casa, entre ellos Jaime, que tiene fama de mujeriego. Diana no conoce a los otros, recién aterrizados y destinados a Trípoli y Junieh.

Las dos chicas vestidas de putones -«seres humanos», en definición de Salva- resultan ser las hermanas de Ali, que se precipitan a abrazarla porque el joven efebo les ha hablado mucho de ella. Ali es muy alto, más que Matas, y tan ondulante que avergüenza con su feminidad de almanaque a cualquier mujer normalmente constituida. Banal y encantador, lo primero que le pregunta es si nota que le ha crecido el cabello. Tiene un problema: se le cae el pelo en la parte de la coronilla. Diana suele animarle diciéndole que lo único que debe hacer es no sentarse. Dada su elevada estatura, resulta difícil que alguien descubra su pequeña calvicie. Como no sea desde un balcón.

Carlos Cancio es el hombre que mantiene a Ali y que sólo en Beirut vive fuera del armario. En Madrid regresa cautamente a él, temeroso de la reacción del gran diario conservador para el que trabaja como corresponsal en Oriente Medio. Cancio se precipita hacia ellos, sin perder de vista a su novio. Siente unos celos incansables, y muy acertadamente, en opinión de Dial. Es lo malo que tiene comprar el amor: puede presentarse alguien ofreciendo el doble.

Hay un bullicio enternecedor en el gran salón comedor, decorado con estilo pero sin lujos, del apartamento de Salvador Matas. Como otros miembros de La Casa, el profesor vive en un piso alquilado de la zona de Remeil, delante de la parte más industrial del puerto, en la avanzadilla del territorio armenio. Desde su terraza pueden verse el edificio herrumbroso de Electricité du Liban -contemplándolo uno conoce el nivel de calidad del suministro que ofrece-, la mole azul del Palacio de Congresos y el mar. El mar de Beirut, cuya frágil belleza redime las violentadas orillas de la ciudad.

A Diana le conmueve el bullicio que reina en la fiesta. Formará parte de la galería de recuerdos que la acompañará a Egipto, a España, adondequiera que vaya. Ha asistido a muchas de esas reuniones en que los anfitriones son hijos de Europa y habitantes de ninguna parte, y en las que otros desnortados, aunque sin expectativas, aquellos vástagos de un Líbano que no les atiende, se nutren, por unas horas, de la prodigalidad de sus amigos extranjeros, y se sienten necesarios y admirados. Se sienten amados, admitidos y -quién sabe- quizá con un porvenir europeo por delante.

Ya se han sentado todos, incluida ella -Salva le ha servido, irónico, una copa de vino de la casa-, cuando suena el timbre y aparece Ramiro de la Vara. De nuevo, todos en pie. Las chicas y la media docena de amigos efébicos del novio de Cancio lanzan grititos al enterarse de que el recién llegado es el embajador de España. La hermana mayor de Ali, que ocupa un lugar a la derecha de Diana, en uno de los megasofás, le propina un codazo cuando vuelven a sentarse. «¿De verdad está soltero?»

De la Vara le envía a Diana un gesto que no pasa inadvertido a Salva. Los ojos oscuros del profesor se animan con sorna cuando ella, bien educada al fin y al cabo, abandona su puesto, copa en mano -hay trances que requieren alcohol- para seguir al embajador hasta la terraza.

La brisa de la noche, saturada de aromas portuarios, le inunda los pulmones. Quizá sea la última vez que contempla esta perspectiva. Ha frecuentado poco el piso de Matas, y siempre con otra gente.

Ramiro se acoda en la barandilla, pegado a Diana, pero ella se despega y lo afronta, poniendo aire y la copa por delante.

– ¿Qué ocurre?

– Eres difícil de ver. -Compungido, el embajador, frunce su gran rostro sonrosado-. Te he dejado miles de mensajes.

– Muy ocupada. Tengo entre manos una investigación.

– Lo sé. -De la Vara da un paso hacia ella, y ella dos hacia atrás-. De eso quería hablarte.

– ¿Ah, sí?

– Aquí donde me ves, sé cosas. Un embajador siempre sabe cosas. En esta ocasión, por mi especial amistad con los Asmar y, más concretamente, con el añorado Tony. ¡Ah, este martirizado país! ¡Cuánto dolor produce!

Parece al borde de las lágrimas. Rioja, deduce Diana, o quizá algo más fuerte, libado antes de salir de la embajada, para sentirse a tono.

– ¿Qué es lo que sabes?

– No. Aquí, no. ¿Cenas mañana conmigo en la residencia?

Dial va a negarse pero recuerda a tiempo que Joy necesita a alguien de arriba que avale su petición de visado en el consulado de Egipto. No puede plantearlo aquí. Sonríe.

– Será un placer -miente, pero añade, ya con sinceridad-: Sobre todo si me ofreces Jabugo.