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Arranca en dirección a la cancela, anticipando el disfrute de su último viaje en solitario hasta la capital. Se ve descendiendo por la montaña como si controlara el tiempo, ajustándose a las curvas con algo de imprudencia, la valentonada de un niño que se niega a renunciar a sus antojos. Avanzará, dominando el volante con firmeza, hasta que las más tenaces alforjas de niebla queden atrás. La exuberancia de los empinados bosques se trocará en alardes de progreso, pasará por entre las muestras del nuevo boom inmobiliario que bendice el país: hormigón y vigas sueltas, edificios de acero, ventanales infinitos, grúas que parecen tentar a los cielos. Desde ahí, Tony Asmar irrumpirá en su propio sueño.

El poder. El poder de quien conoce un secreto. Beirut se abrirá al fin para él. La ardiente ciudad, azote de timoratos, no volverá a serle hostil.

Sonríe ante la perspectiva. Pronto terminará la libertad ineficiente de que ahora disfruta, su privacidad. Coche blindado, chófer armado, guardaespaldas, radar en el capó: le esperan. ¿Un sacrificio? No para él. Tampoco para Cora, cuyos ojos brillan de deseo cuando le explica sus planes, y cuyas caricias resultan aún más ardientes en esas noches en que él se desahoga hablando mientras la monta una y otra vez, enajenado por su propio placer, seguro de sí mismo.

Maneja suavemente el Camaro, rozando apenas el volante con la mano izquierda. Con la derecha acaricia el maletín que ha depositado en el asiento contiguo. Las dos sirvientas que están junto a la verja dejan de parlotear en su lengua incomprensible y se apresuran a abrirle paso. Son etíopes, o angoleñas, o de cualquier otro país africano -pasa tanto personal de servicio por las propiedades de su familia-, cristianas, desde luego, eso no se pregunta. La agencia de colocación que trabaja para los suyos desde hace décadas recibe severas instrucciones al respecto. Tony tiene amigos musulmanes, cómo no. A partir de cierto nivel todos se conocen. Es abajo donde no hay que permitir que se mezclen. Mantener los odios vivos siempre es rentable.

Qué perfecta mañana para una jornada feliz. Intenta conectar la radio -quizá La Voz de Líbano dé algún flash relacionado con el caso- pero súbitamente decide que prefiere escuchar a Haifa. Algo un poco acariciador, sensual, para comenzar bien su último día como don nadie. Cora y él se fotografiaron con la cantante al final de una de sus actuaciones en el Casino de Líbano. Recuerda el fuerte olor a nardos que despedía su cuerpo. Atractiva, la artista, aunque no tanto como Cora. Presiona el mando a distancia y deja que la voz aniñada de Haifa, su voz de estar chupando un polo de fresa, invada el mullido interior del Camaro, contándole cómo le curaría a besos la pupita.

Sigue sonriendo, ahora a causa del pícaro sobreentendido, cuando la explosión le arrebata la canción y la vida. El eco del estruendo se expande por las montañas y ya no hay diferencia entre el cielo turquesa y la bruma. El Camaro, su conductor, las sirvientas africanas y parte de la casa saltan en pedazos. Luego, metal, pedruscos, llamas, brasas, cenizas, sangre.

A Tony Asmar ha dejado de dolerle el tobillo.

El pitido del móvil se introduce en la mañana y Diana Dial emerge del estupor de su descanso nocturno empastillado. Son las siete en la pantalla del teléfono. Ya hace calor. Un listado de rayos solares atraviesa las contraventanas que no encajan bien -nada en el apartamento lo hace: es su principal encanto- y tablea la sábana encimera como una falda de adolescente. Diana la retira y comprueba que la araña ha pasado a mejor vida. Anoche invadió cautelosamente su cama cuando ella, demasiado dopada para luchar por su territorio, se entregaba al sueño. La dejó quedarse y se dio la vuelta. Ha dormido con cosas peores. En el despertar, la araña es una mancha de sangre y restos oscuros. Diana se limpia con saliva la huella que el insecto ha dejado en su muslo al morir aplastado.

Salta de la cama -a sus cincuenta y cuatro años todavía salta, pero ya no brinca-, arranca las sábanas del lecho y las arroja al suelo para que Joy las cambie sin necesidad de advertírselo. Entre una diligente doméstica y una desordenada patrona suele establecerse un lenguaje de signos que evita explicaciones tediosas. Sábanas en el suelo, frascos vacíos en la repisa del descansillo, letreros robados en hoteles colgados en la puerta con un «No molesten» visible, un montón de ropa acumulado de cualquier manera en la tabla de planchar, otro sobre la lavadora… A Diana Dial, que ha trabajado siempre con las palabras, le molesta usarlas en exceso.

Pitido, de nuevo. Ya son dos los avisos de Liban-call, su servicio telefónico de mensajería, pero la antigua periodista no se decide a abrirlos. Puede ser cualquier cosa, cualquier hatillo de palabras vanas. El anuncio de una reunión de curas o de políticos o de asesinos, o de los tres a la vez; la anticipación de una visita ilustre que aquí les pone a todos las camisas de punta. O bien otro aumento del precio de los combustibles, aunque eso, como el parte del cambio de divisas, suele llegar después de mediodía, casi siempre cuando ella se encuentra haciendo gestiones con la ayuda de Georges, su chófer, para quien el tema, durante no menos de cinco minutos, se convierte en apasionado objeto de conversación.

Sale al balcón a respirar. En la casa de enfrente, la mujer que cada mañana habla con sus pájaros parece haber olvidado su costumbre. Apoyada en la barandilla de hierro, contempla con indiferencia el hueco desaseado que separa los dos edificios. Algo va mal, piensa Diana.

Se dirige al baño, tropezando con maletas abiertas, cajas de cartón a medio llenar, libros amontonados en el suelo y otras señas de mudanza inminente. Deja Beirut. Su alma itinerante la envía a otro lugar, a Luxor, en donde ignora cuánto tiempo permanecerá, por requerimiento y a expensas de su amiga, Lady Roxana. Sus tesoros beirutíes -como ha ido ocurriendo con destinos anteriores- irán a parar a su casa de Barcelona. A Egipto se llevará una pequeña maleta y, si decide quedarse por un tiempo, irá adaptándose. Como suele hacer.

Su dormitorio es, por ahora, el último refugio contra el caos de la mudanza. Sabe que, en cualquier momento, la furiosa aplicación de Joy lo invadirá también. La sirvienta filipina exterioriza a su manera, con irritante laboriosidad oriental, el dolor que le produce la defección de Diana.

Entra en el baño sin mirarse en el espejo -a esta hora, algo mucho más peligroso que dormir con una araña de dos centímetros de diámetro-, escupe y orina. Se seca la última gota, deposita como siempre el papel usado en una pequeña cubeta sanitaria y, con los ojos todavía medio cerrados, localiza la botella de Dettol y vierte el líquido en los desaguaderos. Beirut comparte con la franja meridional del litoral mediterráneo un pésimo sistema de alcantarilias que no la favorece por las mañanas. La ciudad y ella están igualadas.

Prepara una cafetera mediana y sólo cuando se sienta ante la mesa de la cocina, aliviada por su reencuentro con el aroma del café, se dispone a abrir los mensajes. Un tercer envío entra cuando ya tiene el pulgar en el teclado. Leídos en sentido descendente:

«Fuentes del Ejército libanes confirman que las otras dos víctimas del atentado que ha costado la vida a Tony Asmar eran dos mujeres etíopes pertenecientes a su servicio doméstico.»

«Un coche-bomba ha sido la causa de la muerte de Tony Asmar y de otras personas de su familia, en Faraya, según fuentes del Ejército libanes.»

«Fuentes del Ejército libanes indican que una fuerte explosión se ha producido en Faraya, cerca de la residencia de invierno del empresario Tony Asmar.»

Diana Dial se sirve una segunda taza y telefonea a Georges, a sabiendas de que es inútil. Las líneas se colapsan después de un atentado, no sólo por motivos de seguridad sino porque medio Líbano llama al otro medio para comentar el asunto.