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Se cruza de brazos, esperando una respuesta.

– ¿Qué debo hacer? -Diana le observa.

– Largarte a Luxor. Era lo previsto, ¿no? Si no hubiera surgido este asunto ahora ya estarías con esa amiga tuya. Métete en el primer vuelo de Egypt Air. Márchate. Olvida este caso, olvida este país. Nuestras hienas no merecen tanta atención.

– ¿Y si no lo hago?

– No podré protegerte. En cualquier momento pueden abandonar la fase actual, en la que creen que eres una avispada chantajista, con datos sobre el acuerdo con los israelíes, a quien probablemente les convendría untar. En cuanto descubran que trabajas como detective para Cora Asmar por la muerte de su marido se arrojarán sobre ti.

– Cora no será tan idiota…

Fattush la contempla, ahora sí, con toda su sorna colgando de su sonrisa triste.

– Vamos, Diana. Tú sabes que sí. Si algo es esa chica, es idiota. Su matrimonio lo prueba. Sólo una imbécil se emparenta con semejante familia. ¡Una europea! Cora es una pobre mujer con lengua de trapo. No resistirá la tentación de pavonearse ante los Asmar de lo mucho que sabe. De hecho, también ella está en peligro. La diferencia -concluye el inspector- es que, a mí, la viuda no me importa.

Dial coge el retrato de las mujeres de Fattush y lo examina.

– Qué altas ya, las crías. ¿Qué edad tienen?

– La menor tres años y es más sensata que tú -replica Fattush con impaciencia-. ¿Por qué no lo dejas?

Usa el tono cansino de quien no ignora lo inútil de su intento.

Diana desvía su atención hacia el móvil, que suena en ese momento. Responde con un desganado monosílabo pero en seguida desorbita los ojos expresivamente y gesticula en dirección a Fattush.

– Buenos días, señora Asmar -dice, enarcando mucho las cejas-. Sí, sí, claro, es un placer. No, cuánto lo siento, mañana por la mañana, imposible. Tengo un compromiso previo, una cita de hace semanas… ¿Por la tarde? Mejor, sí, por la tarde. Ah, bien. De acuerdo. Entonces le esperaré a las cinco. ¿Tiene mi dirección? Bien.

Desconecta y le suelta:

– Era Yumana Asmar. La matriarca quiere verme mañana mismo. Enviará a su chófer a buscarme. Dice que estas cosas se solucionan mejor entre mujeres. Y sabe muy bien dónde vivo.

Diana no puede asegurar que el inspector Fattush se sienta más tranquilo ahora que cuando entró hace un rato en su despacho.

La embajada está en un palacete de piedra caliza, de dos plantas, que se alza, solitario, en la zona más recóndita de una colina, en las afueras de Beirut. Es una hermosa mansión, con un gran jardín delantero y otro interior. Césped bien cuidado, árboles de espeso follaje, parterres y setos muy elegantes, ajenos a la contaminación del exterior. Los salones alternan el encalado de los muros con retazos de piedra viva, tapices selectos y cuadros de pintores abstractos españoles. Chic oriental, más una pizca de solemne cordura castellana, bajo los techos abovedados que evocan un convento medieval.

– Espero que disculpes la confianza -recita en tono íntimo De la Vara, apartándose para invitarla a entrar en lo que, previamente, ha denominado «mis aposentos».

A Diana le parece chocante que, por segunda vez en los últimos días, alguien elija el dormitorio como escenario para sus confidencias. Quizá se trate de una moda libanesa de cuño reciente, reflexiona con resignación. Y con descanso: al menos, el embajador no la ha recibido en pijama.

La periodista no ha puesto nunca los pies en las habitaciones privadas de la residencia, y no puede negar que siente curiosidad.

El reducto particular del jefe de la legación ocupa un torreón de severidad fingida, operístico -la Tosca bien habría podido arrojarse desde allí, para en seguida levantarse y saludar-, al que anfitrión e invitada han llegado ascendiendo por peldaños insensibles al paso del tiempo y de embajadores.

– He dirigido personalmente la decoración -comenta el embajador, orgulloso, y se queda pendiente de su reacción.

– ¡Dios! -exclama ella muy apropiadamente.

Lo que ve la pilla por sorpresa. Esto es el Museo del Crucifijo, se dice. La cama, de tamaño triple y seguramente reforzada, no añade atractivo alguno a la amplia estancia, en cuyas paredes figuran -con la única excepción de una imagen de Cristo Rey que abre sus brazos desde la pared opuesta a la cabecera- más cruces de las que la periodista ha visto y verá en toda su vida, y tal afirmación incluye la amplia gama local de tales símbolos, en cuya exhibición el Líbano cristiano no resulta especialmente parco.

Lo del embajador es un enjambre. Las paredes del dormitorio y las del saloncito que se interpone entre esta habitación y la terraza aparecen forradas de cruces de todos los tamaños y materiales, apretujadas una junto a otra.

– ¡Jesús bendito! -redunda Diana, ante el placer de Ramiro, que toma su exclamación por un derrame admirativo.

– Una colección única en el mundo -se pavonea-. Vamos, no es oficial ni estoy en el libro Guinness de los Récords, pero me jugaría esta pieza a que no existen tesoros tan completos como el mío.

Toma en sus manos la cruz, de doble travesaño y cuajada de pedrería, a la que se ha referido al lanzar su presunción.

– Perteneció a Rasputín. Procede de los tesoros del Kremlin. La compré, ejem, en una especie de subasta por Internet. Clandestina. Muy peligroso. En mi posición, practicar el cristianismo puede resultar un auténtico reto, Diana. Incluso en el terreno decorativo. Pero soy de la opinión de que los creyentes tenemos que dar testimonio de nuestra fe por doquiera que vayamos.

Espera un elogio por su parte.

– Creí que allí sólo guardaban la momia de Lenin -comenta, en cambio, la mujer.

– No puedes imaginar hasta qué punto está arraigado el amor al crucifijo por esos mundos del Señor. -El sigue con su tema-. ¡La querida Madre Rusia no se rindió ante la feroz bota soviética! Y en los cinco continentes, no te creas, pasa lo mismo. Esta pieza única -ahora coge un crucifijo pequeño que parece de marfil- me la regaló un amigo embajador que estuvo destinado en el África profunda. Es una reliquia santa. Hueso de mártir. -Agita la crucecilla-. De mártir misionero. Los paganos, en su salvaje ignorancia, se comieron al gran evangelizador padre Benoît, quien, por cierto, era de origen libanés aunque fue ordenado en Roma. Espero que le canonicen pronto, yo mismo he enviado la petición al Santo Padre… ¿Por dónde iba?

– Los salvajes se lo comieron -le recuerda Dial.

– ¡Ah, sí! ¡Estás en todo! -Sonríe, contento, y le saca brillo a la cruz con el puño de su chaqueta-. Mientras hacían su digestión, Benoît obró el milagro de que comprendieran su pecado. Presos del más doloroso arrepentimiento, se convirtieron, y decidieron que con los huesos de su salvador tallarían reliquias. ¿No es lo más sublime? ¡Que los huesos del hombre que dio su vida por la fe devengan objeto sagrado!

– Necesito un trago -dice Diana.

– Ah, perdona, qué descortés soy. En la terraza tenemos un bufet frío. -Entorna los ojos, insinuante-. He dado fiesta al servicio hasta mañana por la noche. Estamos solos.

Deposita el pedazo de hueso humano en su sitio y -con la misma mano, Dios santo, piensa Dial- la toma del brazo y la conduce hasta el exterior.

– ¿Vino? -pregunta Ramiro, disponiéndose a abrir una de las botellas alineadas en una mesa rectangular, cubierta con un mantel de hilo que lleva bordada la bandera de España en las esquinas.