Diana cree hallarse a solas y, cual es su costumbre, se dispone a apreciar el mobiliario. Nunca hay que desdeñar las posibilidades que una mentalidad libanesa puede ofrecer en materia de decoración. Clava los ojos en la monumental mesa baja, formada por una loncha oval de cedro de Líbano, del tamaño de una pista de baile y barnizada como tal, y asentada sobre dos pezuñas de elefante que parecen auténticas. Se arrodilla para comprobarlo, y está a punto de tirar de un pelo del desdichado mamífero cuando un carraspeo la fuerza a reincorporarse, sofocada. Sigue un comentario en francés pronunciado por una voz correosa sobre la que parece chirriar la aguja de un fonógrafo.
– ¡Aquí estás! ¡Ah, mírala! ¡Tan tranquila, la muy cerda! ¡La muy vaca!
Dial comprende de inmediato que Yumana Ghorayeb de Asmar domina todos los términos insultantes que la lengua de Moliere pone a su disposición. También asume que la fetidez a L'Air du Temps que ahora mismo embalsama su pituitaria no procede de su pasado reciente en el Rolls sino del majestuoso sillón de estilo barroco que preside el salón, en el extremo opuesto de la tajada de árbol nacional libanes que obra como mesa de café.
– ¡Acércate! -ordena la vieja, desde las profundidades de la tapicería granate-. ¡He perdido las gafas! ¿Dónde las habré puesto? ¡Es la tercera vez esta semana!
Debería obedecer a regañadientes, o quizá ni siquiera eso, y quedarse plantada en donde se encuentra. Por el contrario, Diana se sorprende reaccionando con docilidad, ansiosa por acceder a la petición de la figurita nerviosa que se retuerce en el sillón.
Cuando llega a su altura, se reafirma en que Yumana Asmar constituye un espectáculo digno de ser tenido en cuenta. Rubia de frasco desde tiempos inmemoriales, y de una melena sospechosamente profusa para sus setenta y muchos, la vejez y numerosas visitas al cirujano plástico han otorgado al cutis de la dama un seco tono de oro ajado -similar al de las molduras de su trono-, en el que refulgen unos ojos de color esmeralda tan singulares como los de su hijo Samir pero mucho más bellos en su frialdad mineral, nada opacos. Los agujeros de una nariz casi inexistente y respingona parecen sostener, como arracadas, dos surcos inmovilizados por el bótox que enmarcan su inflada boca y descienden hasta la leve papada, proporcionándole una plácida maldad de batracio en espera. Su cuerpo, escarpado y menudo, envuelto en seda amarilla, se repliega en el sillón, como si viviera protocolariamente un paso atrás de la cabeza reinante.
– ¡Más cerca, más cerca, pedazo de guarra!
Vâche, salope, connasse. Mon Dieu: Diana se pregunta si su propio francés, tan comedido, estará a la altura. Ahora la otra comenta, con desconcertante ingenuidad y sin insultos, aunque sigue tuteándola:
– ¿Crees que debería tener un par de gafas en cada una de mis viviendas? Eso solucionaría el asunto… Aunque no estoy segura de querer arreglarlo. Tiene tan pocas cosas que hacer una mujer a mi edad, aparte de buscar las gafas… Anda, siéntate aquí, a mi lado.
Lo dice señalando con el índice manicurado la punta del sofá. Convertida súbitamente en una remilgada anciana, acerca a su rostro el Rolex de oro que lleva en la muñeca, enrollado con varias pulseras, y se agita:
– ¡Hora de mi Blue Label! ¡Casi se me pasa! ¿Quieres uno? -Sacude una campanilla.
Entra la criada y Yumana le ordena:
– Té azul para dos. -Se vuelve hacia Diana. Sin hielo y en taza, hazme caso. No es por disimular, pero en algo tengo que sentirme clandestina sin necesidad de pisar zona controlada por Alá. ¡América debió de ser muy entretenida durante la Ley Seca! Me gusta mucho América. ¡Miami! No sé qué gracia le ven a Nueva York, pero incluso aquello sería mejor que Líbano hoy en día. ¡Disfruto de tan pocas distracciones! No hay acción, y si la hay siempre es cosa de esa gentuza musulmana, nosotros figuramos menos y menos. Hay fiestas, claro, pero eso es para los jóvenes. Para mis nueras, que se conforman con mandar en el servicio, pasar tres días por semana ingresadas en el salón de belleza, hacer gimnasia e ir de compras. Yo compro por teletienda y salgo lo menos posible, sólo me paseo por mis dominios, de casa en casa, ya ves. A este país se le han acabado los redaños. ¡Yo tengo la sangre caliente! Hice la guerra con mi marido. Me cargué a un montón de gente. ¡Qué tiempos aquellos!
Sonríe con dulzura. Su testa brillante se adelanta como si el cuello funcionara por un resorte mecánico. Diana no se atreve a preguntarle si perder a su hijo pequeño por la explosión de una bomba en su coche hace menos de una semana no ha resultado una buena distracción para ella. Eso, sin contar con la probabilidad de que el mayor sea el asesino, y Diana se muerde los labios para reprimir el consabido «¡Su propia sangre!».
Interpretando su expresión, la mujer dice:
– El luto se lleva por dentro. Los hijos, el Señor te los da y el Señor te los quita. Por desgracia, te deja a las nueras.
Suena despiadada y, sin duda, lo es. Sin embargo, Yumana Asmar le gusta a Diana más de lo que quiere confesarse. Más que la viuda de Tony.
– Déjame verte. -La otra frunce el ceño-. Hija mía, qué discretamente vistes. Y ese pelo tan corto, pareces un chico. En fin, si esto es todo lo que Cora ha podido encontrar para asustarnos… La pobre necia. Nunca perteneció a esta familia.
Desplomándose en el sofá, Diana asiente con fervor.
– Completamente de acuerdo -resopla. Y en su escuálido francés, ayudándose por señas, concluye-: Cora es tonta del culo.
Yumana vuelve a exhibir su risa cavernosa:
– En realidad es un grano en el culo, pero reventarse un grano, por molesto que resulte, no requiere más que un pequeño tajo.
Cuando Neguezt aparece con el servicio de té que camufla el whisky, la vieja contempla con satisfacción la ceremonia del vertido de Blue Label desde la tetera.
– Nunca he comprendido por qué los ingleses toman tanto té, teniendo Irlanda tan cerca -gruñe, levantando la taza con delicadeza y llevándosela al colágeno, que parece revivir ante la proximidad del líquido.
Vacía su contenido de golpe y, viendo que Diana duda, la increpa:
– ¿Qué pasa, idiota? ¿No te gusta la porcelana?
– No es eso. Suelo empezar más tarde. -Por alguna razón, se siente inclinada a darle explicaciones a esta mujer que le resulta inconfesablemente maternal-. No le hago ascos al buen beber.
– Mucho mejor. -Yumana se revuelve en el sillón hasta encontrar la postura adecuada-. Así que española. Yo estudié en París, tuve un profesor de historia de origen español, me parece que era, de Biarritz o por allí. Me gustaba mucho aquel hombre, me hablaba siempre de Jacques…
– ¿Jacques? ¿Qué Jacques?
– Sí, vuestro santo patrono, Jacques, ¡el que mataba moros!
– Ah, Santiago. -Diana cae.
– Te he recibido por él.
– ¿Por el apóstol o por el profesor?
– Por ambos. Comprenderás que no mereces este honor. Es más, ya no tienes por qué estar aquí, no tengo nada que decirte, ni tú puedes ya intimidarnos. Pero soy buena. Y siento curiosidad. ¿Por qué ayudas a Cora en esto? ¿Por solidaridad de compatriota o para sacar provecho?
La teoría del chantaje -según Fattush- parece cierta. Diana se repantiga en el sofá, intentando desprenderse del cosquilleo de grato masoquismo que experimenta desde que la otra ha impuesto su presencia. Si su reacción se debe a una añoranza de madre mal entendida, ha elegido un pésimo momento para manifestarse.
– Por las dos cosas. -Sonríe y se echa otro sorbo de whisky al coleto-. No son contradictorias, igual que tu santo y tu profesor.
Yumana añade:
– Sé también que te gusta hacer de detective.
Su incipiente bienestar se desvanece. ¿Conoce la vieja esa otra parte, su búsqueda del o los asesinos de Tony? ¿Hasta qué punto? ¿Y qué importancia tiene?, piensa Diana, con un sentido común que le ayuda muy poco en ocasiones como ésta. Si los Asmar han decidido hacerle daño, dará igual el motivo. Pueden. Fattush tiene razón.