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– No creo que con eso te ganes la vida. Recibes regularmente unos nada desdeñables ingresos para alguien como tú, que gastas tan poco en peluquería. Te he investigado, no eres la única que mete sus narices en los asuntos de los demás. Pero un dinero extra nunca va mal, ¿verdad? Un dinero obtenido sin esfuerzo. ¿Qué te ha prometido esa sucia puta? Ni siquiera ha sido capaz de darme un nieto.

Al menos ignora que Cora espera un bebé. O quizá sólo está tanteándola.

Con un rápido movimiento, la matriarca saca de detrás de su espalda un bolso dorado cubierto de tintineantes abalorios y lo agita, mostrándoselo:

– Estas zorras del servicio no hacen más que robarme. Debo llevarlo siempre conmigo, esconderlo.

Le muestra un fajo de dólares, que devuelve al bolso con celeridad. Extrae a continuación un cigarrillo largo y delgado y lo enciende, apretando los dos cojines de colágeno que ocupan el lugar de sus labios. Un sapo que fuma y bebe whisky en taza a las cinco de la tarde. Debajo de las capas de maquillaje y de tiempo hubo un ser humano dotado de ilusiones y esperanzas, reflexiona Dial, voluntariosa, intentando convencerse de que el sapo puede volver a ser princesa. Aunque es muy probable que la princesa fuera peor que esta ruina que tiene delante.

– Quiero ser muy clara contigo. -Exhala una bocanada-. Tú me haces cagar. Cora me hace cagar. Los extranjeros que venís a Líbano para buscar aventuras que no podéis vivir en vuestra tierra me hacéis cagar. Os aprovecháis de nuestro cosmopolitismo, lleváis un tren de vida que no podríais permitiros en vuestro país de origen, corrompéis a nuestros jóvenes con vuestras costumbres licenciosas y, en general, dais mal ejemplo pagando mejor al servicio.

Se escancia más whisky en la taza. Diana tiene la suya vacía pero no se atreve a pedir que se la rellene, aunque bien que lo necesita.

– No deberías estar aquí -continúa Yumana-. No mereces acercarte a nosotros. Pero mi Samir es un débil, como todos los hombres, aunque muy tozudo cuando se trata de admitirlo. He tenido que obligarle a que deje este asunto en mis manos. Las Ghorayeb no solemos permitir que los extranjeros, y mucho menos las extranjeras, se inmiscuyan en nuestros asuntos.

– ¿Lo dices por Israel? -Oh, bien, Diana, por fin vuelves a ser tú, machaca a esa rana inmunda-. Este episodio de espionaje en el que está envuelto tu hijo no es más que el último eslabón de una cadena de traiciones que empezó antes de la guerra civil…

– Deja la taza en la bandeja, estúpida -escupe la mujer-. No has entendido nada. Si el tiempo mata todo lo que amamos, al menos deberías respetar la habilidad libanesa para adelantarnos a la obra del tiempo.

– Es codicia -le espeta secamente Dial-. Odio también pero, sobre todo, codicia. El resto, habilidades que cultiváis con esmero, incluido el asesinato, al servicio de vuestras ambiciones.

– Yo lo llamaría poda estacional -sonríe la otra- pero puedes pensar lo que quieras. En cualquier caso, nuestras traiciones también son cosa nuestra. ¿De verdad crees que a alguien le importa que Israel tenga aquí cien espías más o menos?

– ¿Una estación de telecomunicaciones pagada por los judíos y situada en tierras de Hizbolá? Hay alguien a quien sí le importaría que fuera asunto vuestro. Kamal Ayub, el Anciano. Es muy estricto. Hasta ahora, tú y los tuyos os habéis arreglado para echar tierra sobre el asunto. No así Tony. Quería airearlo. De haberlo hecho, vuestros propios enemigos dentro del partido os habrían desplazado de la cúpula. Ya no sois nadie pero seríais menos.

El batracio se llena de aire, sus carrillos macilentos muestran una súbita coloración carmesí.

– ¡Fuera de aquí! ¡Fuera! ¿Quería satisfacer mi curiosidad conociéndote? -Con furia se plantea la pregunta y con furia se responde-. ¡Pues ya lo he hecho! ¡Piérdete de vista, cretina! Y da gracias a que Yumana Asmar Ghorayeb siga siendo una de las mejores anfitrionas de Líbano, porque en este momento mi servicio de té vale más que tu vida. No lo olvides. Largo. Serge tiene instrucciones para dejarte en donde quieras.

Se levanta Diana, con la musculatura de la espalda rígida por la tensión. Antes de abandonar el salón escucha a Yumana mascullar:

– Putas gafas… ¿Dónde habré puesto las putas gafas?

Emerger al aire libre no mejora la oxigenación del cerebro de Diana Dial, sometido durante la entrevista con Yumana a sensaciones contradictorias que han anulado temporalmente su capacidad analítica. Sólo sabe que debe huir una vez más de una de las propiedades de la familia Asmar, aunque sólo sea para poner su integridad mental a salvo.

«Piensa, Diana, piensa», se exhorta mientras ocupa su sitio en el Rolls, dispuesta de buen grado a atravesar el bosque sin dejar garbancitos detrás, salir de ahí y nunca más volver se ha convertido en su necesidad primordial, ya ni siquiera nota el perfume de la vieja en el coche. Serge no habla, pero Dial no se lo agradece, su silencio no es una ventaja sino un factor amenazante más. Maldita sea, cómo echa en falta a Georges y una buena charla con él acerca del carácter libanes, los precios de los coches de segunda mano o el estado de las finanzas de su hermana, la que vive en Dubai.

En el exterior ha oscurecido y fogonazos de luz procedentes de coches que vienen a toda velocidad en dirección contraria desvelan fugazmente el inhóspito paisaje. Lo mejor que puede hacer es serenarse y no poner nervioso a Serge, porque lo único que ella necesita, lo único, se repite, es volver a las luces de Beirut, recuperar bajo sus pies el asfalto desigual de la ciudad, reconocerse en edificios inconfundibles por sus mellas o sus oropeles. En definitiva, dejar atrás al lobo.

Nada de histerismo. Nada de información, tampoco, para los oídos de Serge, que sin duda son finos y se esmeran en cuchichearle a Yumana cuanto recolecta en el exterior. Nada de llamadas telefónicas, por consiguiente. Ni siquiera usará su pulgar diestro para enviarle un mensaje a Fattush. No buscará la voz de Salva, su distanciamiento de forense, que es lo que más necesita en este momento de asquerosa deserción de fuerzas.

Cuando desembocan finalmente en la autopista y se zambullen en el denso tráfico que se arrastra hacia la ciudad, Diana suelta un gemido y comprende que ha permanecido todo el rato apretando los dientes. Le duele la mandíbula.

Se siente ridículamente agradecida hacia los ocupantes de los coches que se apretujan en torno al Rolls, proporcionándole una fantasía de seguridad. Saluda a los exhaustos niños que pegan su rostro a los cristales, a los padres hastiados, a los bebés dormidos. Saluda y sonríe.

A la escueta pregunta de Serge de si desea volver a casa, responde que tiene una cita para ir al cine y le pide que la deje en el centro Sofil. Una vez allí, y mientras el vehículo se aleja y Serge aún puede verla por el retrovisor, Diana se queda en la puerta contemplando su reloj, mirando alrededor como si buscara a alguien y sintiéndose cobarde y cretina. En cuanto el otro se pierde a lo lejos echa a andar, sintiendo el rostro acariciado por la brisa que huele divinamente a combustible adulterado. A cada paso se siente más ligera, porque se sabe más cerca del Café de los Espejos. Necesita un lugar en el que sentirse segura para telefonear, tomar apuntes y pensar. Pensar.

El cuaderno de notas, abierto sobre el mármol del velador. Sabe que la sesión de fuegos de artificio que le ha dedicado la vieja no le ha resultado totalmente improductiva, pero desconoce qué claves puede extraer de su frívolo parloteo. ¿Qué le ha dicho Yumana Asmar? ¿O qué no le ha dicho?

Recupera la serenidad en el local amigo, entre olores sedantes -a tabaco de narguile, a cartas usadas, a café recién hecho-, sin gente alrededor. Es domingo y esta zona de la ciudad languidece a partir de mediodía. Un par de camareros secundarios charlan en voz baja con la cajera. Diana siente el estómago revuelto por el whisky bebido en taza y, para compensar, ordena una infusión de granos de anís servida en vaso largo. El líquido caliente la reconforta.