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Yumana exhibe su maldad ante mí, satisfecha de su banalidad. ¿Por qué? Es evidente que quiere intimidarme, pero no puede evitar regocijarse con la representación, y su propósito inicial se diluye en naderías. Se aburre, ella misma lo confiesa. No le importa pasar por despiadada. Lo es, le gusta serlo. Y no tiene demasiadas ocasiones para vanagloriarse de ello ante una extranjera. Sólo al final de nuestro encuentro su animadversión suena más enérgica, pero no acaba de formular una bravata concreta.

Aunque eso no es del todo cierto. Para Yumana Asmar, considerar la vida de Diana menos valiosa que su servicio de té debe de constituir toda una declaración de principios, por no decir una sentencia.

Cavila y prosigue:

La amenaza queda diluida a causa de sus excesos verbales, pero existe. Vamos, Diana. Hay más. ¿Qué ha comentado acerca de Cora? Que es tonta del culo. No, eso lo he dicho yo. Que es como un grano en el culo.

Se detiene y repite en voz alta:

– Reventarse un grano del culo no requiere más que un pequeño tajo.

Marca el número de Cora. ¡Es ella quien está en peligro! Al menos, ella es la primera. Si los esbirros de los Asmar han investigado bien sabrán que es la viuda quien puede denunciarles. Quizá sospechan que guarda copia de los documentos comprometedores. La propia Diana sospecha que la joven le mintió en este aspecto. ¿Cómo no iba Tony a dejarle un juego de pruebas para salvaguardarse, en caso de que su entrevista saliera mal? Los Asmar no ignoran que Cora es el verdadero peligro. Sin ella, Diana Dial sólo tiene agua entre las manos. Sería la palabra de una extranjera contra la de una respetable familia maronita.

Vamos, vamos, coge el teléfono. Responde, necia e insensata Cora. Te has metido en un berenjenal y vas a pagarlo muy caro, muñeca.

Pero la otra no responde y Diana le deja un mensaje pidiendo que le devuelva la llamada con urgencia. «Vida o muerte», teclea.

Tampoco Salva contesta a sus llamadas. Un inmediato dolor de corazón -como si le quitaran los puntos de una herida todavía tierna-, y un pensamiento insidioso. ¿Están juntos ahora mismo el profesor y la viuda? ¿Existe entre ellos una complicidad mayor que la que une a Salva con Diana? ¿Intercambian confidencias, consejos, mientras ella se preocupa y espera, anhelante, la hora de la cena, la compañía benéfica de su amigo?

«Concéntrate en tu condenado cuaderno.»

«Ni tú puedes ya intimidarnos.» He aquí una frase de Yumana Asmar que debería analizar con especial cuidado. ¿Qué ha ocurrido entre la visita de Diana a Samir y la entrevista de esta tarde? Suena el teléfono y a Dial casi se le cae, en su precipitación por responder.

Es el inspector Fattush, interesándose por su conversación con la vieja. Diana se la refiere con pormenores, y eso la tranquiliza, en parte.

– No creo que yo corra peligro, ha sido una bravuconada -dice la periodista, más para convencerse que para convencerle-. Me detesta, pero creo que se ha limitado a meterme miedo a su modo, formaba parte de la ceremonia. Cora es la próxima víctima. Seguro que tiene copia de las pruebas, aunque nos lo haya ocultado.

– Intentaré encontrarla. Otra cosa -añade el inspector-. He localizado al tal Tariq. Trabaja con clientes particulares. Sobre todo clientas, tú me entiendes. Además, por las mañanas está de profesor de natación en el hotel Sun Beach. Tiene mucho éxito con las mujeres ricas. ¿Quieres su teléfono? Aunque no creo que ese tipo nos aporte nada.

Apunta Diana el número de móvil del masajista, pero Fattush tiene razón. Es un personaje irrelevante.

La periodista pregunta:

– Repítelo, amigo. Dime de nuevo por qué se mata en Líbano, dejando a un lado la política.

– Por lo mismo que en todo el mundo. Amor, dinero. Pasión, codicia. Celos, ambición.

– Hay otro móvil. Aquí como en el resto del planeta.

– ¿Encubrir otro crimen?

– Exactamente, inspector.

Se despiden, después de que Fattush insista en que se pone inmediatamente a buscar a la viuda. Diana vuelve a sus notas. «Las servilletas sobrantes caen por sí solas de su soporte», escribe, recordando la intuición que ha tenido esa misma mañana.

Suena el móvil y es Nessim Blazer, el abogado de Neguezt. Su voz suena ceremoniosa pero urgente.

– Tengo que rogarle que olvide a nuestra amiga. Ha tenido que abandonar sus planes. Ya no trabaja para la señora Asmar joven, sino para la señora Asmar vieja. Acaban de comunicárselo, ni siquiera puede regresar al apartamento para recoger el uniforme.

– ¿De quién partió la orden? ¿De Yumana?

– La joven viuda la llamó para comunicarle que no la necesitaba y que su suegra tendría la bondad de hacerse cargo de ella. Mi representada tiene mucho miedo a perder su empleo.

– Bueno, en realidad Neguezt no me dijo nada demasiado relevante -le tranquiliza Diana-. Que Cora Asmar fuera infiel o no es algo que, a la luz de mis nuevos descubrimientos, carece de la menor importancia.

– Entonces, mejor. ¿Sabe ya quién mató a Iennku y Setota?

– Tengo bien fundadas sospechas -replica-, pero ninguna prueba. Le llamaré en cuanto lo solucione.

Antes de cortar, escucha a Nessim pronunciar un fervoroso «Dios lo quiera», en árabe.

«El Señor te los da, el Señor te los quita.» Diana recuerda el comentario de Yumana Asnar al referirse al atentado en el que el pasado lunes perdió la vida su hijo. Dios va de boca en boca, como una mala reputación.

Matar es fácil para quienes creen contar con Dios en su bando. A las víctimas sólo les queda esperar que ese Dios les conceda, muy de tarde en tarde y con cuentagotas, un poco de justicia.

Son más de las nueve cuando Salva le envía un mensaje: «Nos vemos directamente en Le Pécheur, a las diez. Reunión inesperada con el director, luego te cuento. Nada de menú fusión.»

Tampoco el restaurante está muy animado y Diana ocupa una mesa junto a uno de los ventanales. Agitado, el mar rompe en oleaje contra los cristales. En otro momento le habría parecido un estimulante mensaje de la naturaleza, ahora se lo toma como una agresión personal. Pero es la mejor mesa y el maître no entendería que la despreciara y prefiriera refugiarse en un rincón. Además, Salva llegará pronto.

Salva, con sus chismes académicos, su sentido del humor, que tanto la hizo disfrutar en tiempos que ahora parecen remotos.

Se retrasa. Diana se entretiene hablando con el dueño, aspirando una pipa que el narguilero se ha apresurado a preparar al verla aparecer.

Todo parece igual y nada es lo mismo.

Sin embargo, su angustia se borra cuando ve entrar a Salva en el local. Irradia buen humor, seguridad. Se dobla, sonriente, y coloca un beso en su cuello, sin abrazarla pero presionando con la cabeza, como un crío. Diana siente una oleada de ternura que también podría sacudir los ventanales.

– Tengo un hambre de tigre -dice el hombre-. Vamos a escoger.

Se acercan al expositor.

– ¿Crees que ese mero está fresco? Nunca recuerdo si los ojos tienen que estar rojos o blancos.

Piden vino, brindan.

– Me han hecho una oferta para regresar a España -informa Salva.

Sorprendida, Diana inquiere:

– ¿Vas a enseñar español en España? ¿O árabe? Lo primero resulta improbable y lo segundo, ruinoso. Hoy en día todo el mundo quiere aprender chino mandarín.

El otro se echa a reír:

– No sería poco apropiado enseñar castellano a mis compatriotas, tal como usan la lengua… Podría empezar por los políticos, seguir por los periodistas… No, no es eso. Se acabó dar clases. La Morada Árabe. La directora actual se va de embajadora a Siria. He sido recomendado por las más altas instancias de la Fundación para sustituirla.

– ¡Eso sí que es un notición! -Diana hace cábalas rápidamente. Después de Egipto tiene previsto volver a Barcelona, al menos por una temporada. Hallándose los dos en España, podrán verse a menudo.