Conecta el televisor y se sienta en el sofá. Con paciencia no exenta de aburrimiento -el tedio desesperanzado que le produce la estupidez humana-, pasa de LBC a Al Yazira y Al Arabiya. Reproducen imágenes muy similares, así como las cadenas nacionales. Es una película conocida hasta la saciedad, hasta el vómito, que la transporta a tragedias anteriores.
Histeria de las fuerzas del orden que acordonan el recinto, planos del coche calcinado, de la casa medio en ruinas, de sirvientes llorosos. Banda sonora, la usual en estas ocasiones: sirenas de ambulancias, gritos, órdenes policiales ladradas secamente. Diferentes reporteros comentan lo que saben, no mucho más que el contenido de los recados que Diana ha recibido por teléfono, pero guarnecidos con variados jadeos -como si los periodistas hubieran practicado alpinismo para llegar al lugar de los hechos-, y el férreo maquillaje y los portentosos peinados que las reporteras lucen de buena mañana. Tony Asmar ha fallecido en el acto, especifica una de las ninfas parlantes, acompañado en su viaje al Paraíso por dos miembros del servicio doméstico, dos muchachas etíopes que habían llegado a Líbano sólo un mes atrás, «en busca de una vida mejor» -a la cotorra casi se le saltan las lágrimas- y que «han encontrado un trágico pero honroso final junto al nuevo mártir».
¿Honroso? Dial lanza una blasfemia, pero la última palabra de la locutora le impide completar sus opiniones acerca de la explotación del servicio doméstico en Líbano. La muñeca de la tele ha dicho mártir, y a Diana se le ha erizado el vello de la espalda. Durante muchos meses, Líbano ha disfrutado del silencio de los coches-bomba, esa nefasta lotería en la que el segundo premio son los daños colaterales. Cuando se producen combates -y en el mes de mayo del año anterior las facciones se enfrentaron en Beirut y en las montañas hasta causar casi un centenar de muertos-, uno recibe informaciones: no pases por ahí, no vayas hacia allá. O bien escuchas los disparos desde casa y te quedas quieta, con la luz apagada, rezándole a un buen whisky. El coche-bomba no avisa, y se lleva por delante los efectos secundarios.
Los Hechos de Mayo de 2008 obligaron a los partidos a reunirse en Qatar, bajo la férrea mano del Emir -Diana sospecha también que éste distribuyó sobornos a conciencia-, para ponerse de acuerdo en convocar elecciones. Se celebraron, hubo un vencedor, pero la oposición resultó lo bastante fortalecida como para que la formación del Gobierno se demorase desde entonces, en un insensato baile de pretensiones y negativas, un cochino cambalache entre unos y otros, adelgazando aún más el hilo de sensatez política que queda en el país.
¿Ha llegado el momento de que recomience la siniestra sinfonía de bombas, metralletas y armas pesadas? ¿Y ella va a largarse, precisamente ahora? Diana Dial nunca huye del peligro.
Termina el café, se cepilla los dientes y la lengua, se da una ducha y se viste y maquilla con parsimonia, contemplándose a fondo, ahora sí. Con afecto pero sin compasión. Las bolsas oscuras siguen bajo sus ojos, pero al menos ya no tiene cara de penitente con resaca, y el pelo corto, que le deja la frente despejada, tiene un punto grande dame lleno de estilo. Sus arrugas son simpáticas, excepto la que se curva hacia abajo en la comisura izquierda de sus labios, pero incluso este amargo sello de su tozudo escepticismo forma parte de la clase que el paso del tiempo le ha otorgado para sustituir su sensualidad de antaño.
Cuando regresa al salón comprueba que el televisor continúa ofreciendo imágenes repetidas, aliñadas con material de archivo sobre la vida y milagros del difunto. El teléfono vuelve a funcionar.
Georges contesta a su pregunta antes de que acabe de formularla, como si él mismo ya se la hubiera planteado. Cosa que, sin duda, ha hecho.
– ¡No! ¿Un asesinato político? Pero ¿qué dices? De ninguna manera -se escandaliza. Diana le oye chasquear la lengua, enfatizando la negativa-. Tony Asmar no era nadie. ¿Quién puede salir ganando con la muerte de un imbécil? Salvo que su familia haya querido quitárselo de encima. He oído decir que tenía muchos gastos y pocos ingresos. Deudas fuertes. Puede que haya sido un acreedor.
Diana suspira:
– Un acreedor no mata a quien le debe dinero. Le amenaza pero no le asesina -reflexiona-. La teoría del imbécil me parece más afinada.
– Quizá un ajuste de cuentas -apunta el otro-. No me extrañaría que tuviera relaciones mafiosas.
– Esa es una obviedad, Georges. Política, económica y estructuralmente, Líbano es una entidad mafiosa dividida en células que se separan o se agrupan, se alian o se traicionan, se matan o se alimentan de acuerdo con sus intereses.
– ¡Sí, sí! -exclama el chófer con repentino entusiasmo. Adora que Diana ponga a parir a su propio país-. ¡Esto es Líbano!
La mujer marca un silencio para dar por terminada la deriva hacia el tópico. Georges capta el mensaje. Dial continúa:
– Supongamos que tienes razón, que le han matado por memo. Un tonto audaz puede meter la pata, enredarse en algún asunto demasiado grande para él, poner en peligro un negocio de alguien importante…
– Le habrían descerrajado un tiro -objeta Georges-. Todo el mundo tiene pistola. ¿Para qué molestarse en subir a Faraya, burlar la vigilancia de los sirvientes y colocar el explosivo en el coche? Un tío en moto, un disparo en la nuca, y aire. Tony era fácil de matar.
– Como todos, aquí -susurra Diana-. Hemos terminado por acostumbrarnos.
El chófer tiene razón en cuanto a las armas. El mismo guarda un revólver en el coche, escondido en la bolsa de su portezuela, detrás de los mapas. Un detalle en el que Diana prefiere no pensar.
– ¡Con lo bien que nos iba en esta calma chicha! -comenta-. Un año sin gobierno, sin violencia y sin porvenir. Consultaré con Fattush, a ver qué sabe.
Desconecta sin despedirse y llama al inspector. Su voz le llega en medio de un considerable estruendo. Diana invierte varios segundos en reconocer que se trata del mismo sonido que emana del televisor. Saltando por encima de las cajas de la mudanza, se mete en el dormitorio para hablar sin efecto estéreo.
– ¿Qué haces ahí? Ese no es tu terreno -le suelta.
El inspector Fattush se encarga de delitos normales: amantes estranguladas, atracos a bancos, robos comunes, crímenes de honor… La sangre derramada por asuntos políticos no pertenece a su departamento.
– Vacaciones. -Fattush medio mastica una carcajada sardónica-. He venido a Faraya con mi familia, aprovechando una oferta para funcionarios. Ya sabes, la paz de las montañas. La explosión me ha pillado en el hotel Grand Liban, la he visto desde la terraza. He sido el primero en llegar al lugar de los hechos.
– ¿Algo que comentar a una periodista retirada que no ha perdido el afán investigador?
– Pusieron la bomba en el maletero del coche. Muy potente, supongo que te has dado cuenta. Tres muertos, Asmar y dos sirvientas. Por fortuna, la mujer de Asmar no se encontraba en el chalet. Esta gente posee tantas mansiones que lo raro es que un matrimonio coincida en la misma cama. Nosotros somos cinco y nos apañamos con cien metros cuadrados. Por si te interesa, las criadas eran hermanas, etíopes, dos crías casi según parece. Muchos destrozos, árboles quemados. ¿Tú no lloras por los árboles quemados?
– ¿Algún enemigo o rival en los negocios? -le corta Diana-. ¿Qué clase de explosivo han usado?
– No puedo seguir hablando. Tengo a los jefes encima y a mi familia esperándome en el hotel para que los lleve a casa. Nos vemos cuando regrese a Beirut.
En el salón, la pantalla sigue con el asunto. A falta de nuevas informaciones y recogidos los testimonios de la gente de los alrededores, la cadena LBC se dedica a glosar la figura de Asmar, intercalando declaraciones de líderes políticos de su partido. La cúpula del ultraderechisla Partido de la Patria se entrega a pomposas exhibiciones de dolor, mezcladas con no menos estridentes manifestaciones de amor al país y profesiones de fe. No pasarán, éste es un atentado contra las minorías cristianas de Líbano. Percibimos la mano del enemigo de siempre. Hay quien trabaja para que las fuerzas políticas no lleguen a un acuerdo para formar gobierno. Etcétera.