– ¿Qué te parece?
Al preguntar, Salva cubre la mano izquierda de Diana con su derecha, un gesto que hoy le resulta especialmente reconfortante, aunque advierte algo maquinal en él.
Se miran mutuamente durante unos instantes. Los ojos de Matas no reposan en los suyos. Hay algo detrás, algo que se le escapa. ¿Emoción ante el cambio de vida? Lo ve retroceder hacia sus pensamientos, al tiempo que rompe en un discurso acerca de la mudanza inminente, la persona que va a sustituirle…
– Ha sido muy rápido -afirma-. Voy a largarme antes que tú.
– ¿Y el libro?
La contempla, desconcertado, como si no se acordara.
– Ah, sí. El libro -suspira-. Los cristianos de Oriente. Tendrá que esperar. Te parecerá raro, pero estoy impaciente… Las perspectivas…
Sigue un monólogo cuya emoción no remite a las personas que deja, a la ciudad que abandona. Lo que Diana escucha con desolación creciente es la perorata que puede esperarse de alguien recién elegido para un cargo, de alguien que ya siente desapego hacia el pasado inmediato… ¿Es éste su amigo? ¿Quién fue su amigo?, se asombra la periodista, repentinamente fría como un carámbano. ¿Cómo es posible que no le pregunte por sus pesquisas, después de haber defendido con tanta insistencia la causa de su amiga Cora? Por lo que a Salva respecta, piensa Dial, ella podría haber pasado los últimos días adiestrando delfines. ¿De qué clase de material está hecho Salvador Matas?
Diana comprende que ya no desea contarle a su amigo -¿lo es?- lo que le ha ocurrido, ni su conversación con la vieja, a la que tanto partido le habrían sacado en otros tiempos, aunque fuera en su vertiente anecdótica.
Salvador Matas ha mantenido siempre sus puertas y ventanas clausuradas, y por eso ella se ha visto obligada a observarlo a hurtadillas, a aventurar, inventar, cavilar… Hasta la consunción. Así es como se siente: helada por agostamiento. Ya no le cree. Su brillantez no compensa su falta de chispa humana. Le ha pillado en mentiras estúpidas, como la noche en que cenaron en su piso y le dijo que no había visto a Cora. Le ha sorprendido babeando ante los encantos de Ali, el efebo de Carlos Cancio. Posee la versión de Salva según el embajador, la suya propia… Incompletas; ni siquiera eso: esbozos. Demasiado y demasiado poco.
Podría perdonárselo. Incluso eso, podría perdonárselo. Si no fuera porque él nunca le ha dado nada propio. Esa transacción mínima que los seres humanos debemos consumar para facilitarnos la convivencia, para él carece de sentido. Lo que da no es suyo, no es íntimo, no es hondo. Pertenece a su profesión, a su papel en la escena. Es mero mobiliario, coreografía. Da las horas como un reloj, porque eso es lo que se espera de un reloj. Pero no siente el tiempo de los otros.
Si el hombre que tiene delante le preguntara por sus indagaciones -lo que parece improbable, pues sigue enfrascado hilvanando planes-, ya no le contaría la verdad. Ya no cree en él. Y no es sólo por celos de Cora o de Ali, no hay nada sexual, por fin -el descubrimiento la abruma- en su desilusión. Comprende, y sabe que este conocimiento la marca para siempre. Lo que tiene sentado ante ella es un organismo humano indefinido, enfundado en una vida de funcionario. El honrado servidor público que aparenta ser -y que también es, concede Diana-, el profesor, alguien a quien le interesa mitigar la ignorancia ajena, estimular el conocimiento… Tal es su fachada, no su verdad. La vocación, revocada a cal y canto como disfraz. Como tarjeta de presentación que le sirve para ejecutar sus encantamientos en sociedad.
Una sombra en la vida de los otros, un visitante. Alguien que nunca se entrega. Suple esa carencia prestando atención, hasta el punto de que resulta casi imposible descubrir la diferencia. Sus análisis detallados, sus pormenorizadas alegorías ocultan a Salvador Matas, alguien que difícilmente muestra compasión.
Recuerda Dial la frase que le escuchó hace poco: «Que la gente resulte tan fácil de matar no deja de ser un aliciente más.» Si no pudieran achacarse a su cultivado sentido de la ironía, ¿no serían ésas las palabras de un sociópata?
La ternura que ha sentido al verle se ha estrellado contra él, contra su rígida corteza, y le ha sido devuelta, transformada en recelo. Como el oleaje de ese mar que estalla en las vidrieras.
Intenta sacudirse de encima el alud de nuevas sensaciones y retoma el asunto que la preocupa:
– ¿Sabes algo de Cora? No contesta al teléfono. Le he dejado varios mensajes, y nada.
Salvador se encoge de hombros.
– No nos hemos visto mucho últimamente. Creí que estabais en contacto.
– Fattush la busca para ponerla sobre aviso. Tengo serios motivos para pensar que los Asmar quieren hacerle daño.
– Eso no es nuevo -apunta Matas.
– Me refiero a daño de verdad, a suprimirla para que no cuente lo que sabe. Igual que se deshicieron de su marido. Ignoran que está embarazada, y eso puede ser incluso peor. Al menos, respetarían su vida para quedarse con el niño.
Matas hace una seña al camarero y le pide que traiga los postres. Luego la mira, sonriente:
– ¿No te lo dijo? -Sacude la cabeza, como si censurara cariñosamente el descuido de Cora al no tenerla al corriente-. Fue una falsa alarma. ¡No está embarazada! Se ha quitado un buen peso de encima.
Pero ya llega el mozo con un par de bandejas repletas de parafernalia golosa.
– Preñada o no -insiste Diana-, debe esconderse. Quizá ya lo ha hecho. Puede que esté con su amante. Pero necesita más protección.
– ¿Su amante? -El hombre se limita a enarcar las cejas, pero por primera vez Dial siente que hay calor al otro lado de la mesa, una emoción que brilla levemente detrás del muro-. ¿Qué amante?
¿Celos o curiosidad?
– Tariq, naturalmente -responde la mujer-. Supongo que le conoces. Resulta que es una celebridad entre las damas. Tariq el masajista, el entrenador físico, el profesor de natación, el chulo.
– ¿Eso es lo que le contó el embajador?
– No, Ramiro no fue tan claro, ya te lo dije. No pronunció su nombre, se guardó esa baza para un próximo encuentro. Lo de Tariq lo sé por otra fuente.
– ¿Otra fuente? -La sonrisa de Matas es burlona-. Te felicito.
Diana no responde. Piensa en Neguezt y en lo mucho que le habría gustado relacionarse más con la etíope. Mala suerte. Si se acercara a ella sólo conseguirá perjudicarla. Hay otras formas, aparte de morir en un atentado, de ser víctima colateral. Dial no desea contribuir a que Neguezt pague con su empleo el precio de su investigación. Trabajar para Yumana o para Cora, ¿qué diferencia puede haber? Que la expulsaran de el país, ése sería su castigo.
Lo cual le recuerda a su criada filipina. Se tragará su orgullo y le pedirá a Ramiro de la Vara que mueva sus influencias para conseguirle un visado. Será agradable tenerla en Egipto. Una temporada en Luxor. Olvidar Beirut y todo esto.
Suena su móvil. La realidad. Fattush.
– ¿Has encontrado a Cora? -le pregunta.
– No, pero el embajador ha aparecido muerto en su bañera. Ahogado. Estoy en camino hacia la legación, ¿quieres que te recoja?
– Voy por mi cuenta.
Penetran en la embajada por la puerta posterior, la del consulado, ahorrándose el alboroto que reina en la entrada principal y en el jardín. El edificio aparece iluminado como en las noches de fiesta, sólo que ahora los focos se le antojan a Diana tan ominosos como los de un campo de prisioneros.
El inspector les está esperando. Salva se ha empeñado en acompañarla, y Fattush ni le saluda. Expedita el paso hacia una oficina contigua a la ventanilla en donde se reciben las peticiones de visados, un pequeño espacio dotado de una insulsa mesa, cuatro sillas desparejas, alineadas en la pared bajo un retrato del rey Juan Carlos I, y varios archivadores arcaicos.