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Cuando entran en Beirut y recorren la introducción a la ciudad formada por talleres de reparación de neumáticos, Diana se da de frente con la irrealidad del gran complejo portuario construido después de la guerra. El coche atraviesa una explanada, Georges realiza las maniobras de rigor para acceder a la ruta adecuada y, de pronto, ahí está la ciudad de las postales. Cosmopolitas hoteles, zorras de lujo y farmacias en donde mujeres con el pelo cubierto venden condones y Viagra sin hacer preguntas.

El hotel Sun Beach es un establecimiento de lujo, aunque no el más espléndido de la zona. Esa insignia sigue luciéndola el Phoenicia, de restringido acceso. Sin embargo, el Sun posee la mejor piscina al aire libre de la ciudad, construida de tal forma en la azotea que uno puede chapotear en sus aguas, fijar los ojos en el horizonte y sentirse como un pez en el Mediterráneo.

En cuclillas al borde de la piscina, luciendo un ajustado bañador tipo bóxer azul oscuro, se encuentra el hombre al que Cora Asmar se tira cuando le viene en gana. Es el monitor de natación más esplendoroso que a Diana Dial le ha sido dado contemplar en los últimos años. Es moreno como el pan recién tostado, e igualmente apetecible. Crujiente. Ni siquiera el fino y anticuado bigotillo y la recortada perilla menguan su encanto. Se le ve a gusto, jovial, con los ojos brillantes y los dientes blancos y afilados, feliz como un lobezno juguetón mientras ayuda a media docena de niños de entre seis y cuatro años a realizar ejercicios agarrados al reborde. Cuando Diana llega hasta él, no sin temer pegar un resbalón y caerse en la piscina con su traje pantalón de hilo y sus mocasines crema; es decir, no sin temer -como una hembra madura- hacer el ridículo ante el joven macho, Tariq levanta los ojos y le dirige el tipo de mirada que un hombre que desea agradar tiene siempre a mano. O a ojos.

– ¿No deberían estar en el colegio? -pregunta ella, señalando a los niños.

– Son hijos de los clientes del hotel.

Diana se queda mirándole, de arriba abajo, sin cortarse. Con el tipo de mirada que una hembra madura puede dirigir a un joven macho.

Ha venido a por información y se encuentra con esta propina. Una buena vista, y no se refiere al paisaje que se divisa desde la terraza del Sun.

– Termino en diez minutos -le notifica él, después de consultar un reloj de pulsera sumergible cuya esfera es casi más grande que su muñeca-. Puede esperarme ahí.

La facilidad del contacto hace que Diana suponga que el gimnasta está habituado al trato con alumnas potenciales. De natación o de lo que sea.

Le señala una tumbona pero la periodista prefiere no perder la dignidad -y, al levantarse, el equilibrio- dejándose caer en el mullido fondo de una diabólica hamaca en forma de medio huevo. Manos en los bolsillos, deliberadamente da la espalda a Tariq y se acerca a la baranda de grueso metacrilato. A sus pies, la profunda curva que comunica la Corniche con el tradicional territorio cristiano de la ciudad. En torno, más hoteles. A la derecha, las estribaciones del Monte Líbano. Delante, el mar.

El tiempo transcurre rápido mientras, con la cabeza gacha, contempla una de las escenificaciones de la historia libanesa de los últimos cinco años. A izquierda y derecha de la amplia vía perfectamente asfaltada y ribeteada de hoteles de lujo que se encuentra a sus pies, dos monumentos erigidos a la memoria de Hariri, el estadista asesinado en febrero de 2005: una descomunal antorcha que arde puntualmente todos los días a la hora del atentado, y un jardincillo con una escultura realista del hombrón en actitud de dirigirse a resolver los problemas del país. La custodian dos guardianes de seguridad vestidos de Armani que, en verano, se cobijan bajo un toldo de diseño italiano. Entre medias, ese pavimento perfecto, insólito en la ciudad de accidentadas superficies que es Beirut, y que no es sino una metáfora de la rapidez con que se cubrieron en su momento las huellas dejadas por la explosión. Crimen y ocultación.

También la bomba que se llevó por delante a Tony Asmar, a Iennku y a Setota ha servido para cubrir un delito anterior, el del espionaje en favor de Israel por parte de Samir. A lo largo de esta semana, en que la ciudadanía ha permanecido temerosa y -a su manera indecente- expectante, excitada por su propio temor, haciendo planes, desde el desánimo, sobre sus numerosas e imaginativas fórmulas para superarlo… A lo largo de esta semana transcurrida para Diana con la velocidad de una montaña rusa, la periodista metida a detective ha recibido un cursillo intensivo de duplicidades.

Se gira, ve a los niños salir de la piscina y dejarse envolver en toallas por sus niñeras menudas y oscuras, probablemente de Sri Lanka, a quienes los críos tratan con despotismo.

En un momento, Tariq está a su lado. Diana intenta mirarle únicamente a los ojos.

– ¿Está interesada en clases particulares o prefiere unirse a un grupo? -inquiere el chico, tras ofrecerle una diestra ligeramente húmeda.

Dial permite que el equívoco de la natación se establezca entre ellos.

– Me han hablado muy bien de sus métodos -deja caer-. Estoy un poco desentrenada.

La piel bronceada del hombre -no tendrá más de treinta años-, la pueril satisfacción que asoma a su semblante, el ramalazo de vanidad que le hace ponerse en jarras, apretando el abdomen. Desentrenada, sí.

Carne fresca. Diana se sorprende albergando pensamientos que ni siquiera respecto a Salva -ante quien se siente en inferioridad de condiciones- se ha formulado con claridad. «Es un chulo -se dice-. Nunca has probado un chulo.»

Lo contempla con la voraz curiosidad con que suele examinar los aguacates en el supermercado. ¿Lo compro o no lo compro? Durante una fracción de segundo atraviesa su mente la repugnante imagen de los viejos occidentales que conoce y que, en Beirut, se aprovechan de la facilidad con que se les ofrece mercancía lozana y barata. Desecha el pensamiento. El verdadero amor. Eso sí que resulta obsceno, a su edad. Verdadero amor es lo que ella siente por Matas, y ni siquiera sabe si le quiere ayudar o destruir. Verdadero amor era, quizá, lo que impulsó al pobre embajador a aplastarla contra la camilla.

Déjate seducir por los estímulos del mercado, Diana Dial. Aparca por un rato tu maldita cabeza, tu jodida conciencia.

Lo que sigue es un corto paseillo hasta los vestuarios, una rápida mirada exploratoria por parte de Tariq antes de abrir una puerta y empujarla hacia adentro, y un arrugamiento excesivo de las dos piezas de hilo que componen el traje de la dama que, al sentir en la palma de su mano el calor de las credenciales del entrenador, se pierde en la ensoñación de un masaje completo.

– My queen… -empieza el otro.

– Calla -le corta, en castellano-. Cállate y enhebra.

Diana extiende un cheque y se lo alarga a Tariq. El muchacho lo guarda sin mirar en el bolsillo pectoral de su elegante camisa, mientras sorbe con deleite un té a la menta y la contempla con la dulzura de un cachorro al que su amo acaba de acariciar la tripa. Se encuentran en la cafetería del hotel.

– Esto, por la primera clase -dice Diana-. Ahora me gustaría hacerte unas preguntas.

– Si decide venir con regularidad puedo ofrecerle una tarifa especial. Precio de amiga, tratamiento VIP. Un abono.

Le da una tarjeta con su teléfono y dirección de correo electrónico.

– ¿Tienes muchas clientas?