– Pocas, pero buenas.
– ¿Cora Asmar es una de ellas?
Tariq se pone en guardia.
– ¿La señora viuda de Tony Asmar? -pregunta el otro, ganando tiempo.
– No disimules. Soy amiga suya -sonríe Diana y se dispone a arriesgar una mentira, mezclándola con una verdad-. Me lo contó todo. Me pidió ayuda contra la familia del difunto.
– ¡Ah, la detective! -El rostro del entrenador físico regresa a su cordialidad natural-. Algo me dijo. La va a librar de esos miserables ¿verdad?
– ¿Lo ves? Estamos en confianza.
Tariq deposita el té en la mesa, se inclina hacia ella.
– Cora es la persona que más me ha ayudado en este mundo. Mi familia emigró a Canadá durante la guerra, teníamos un negocio de yates en Montreal, no era un asunto a lo grande pero nos iba bastante bien. A los veinticinco años decidí volver.
– ¿Qué edad tienes ahora?
– Veintinueve. Yo nací en Canadá.
– Déjamelo adivinar. Líbano te ha decepcionado.
Tariq asiente.
– ¡Tantas posibilidades, y siempre desaprovechándolas, por culpa de la política! -Sacude la cabeza-. No fue fácil para mí. Acabé volviendo al norte, a la tierra de mi familia. Allí hice amigos, tengo contactos. Muchos contactos, aunque no se trata de gente a la que me gustaría presentar a usted o a Cora.
– ¿Mercenarios? -pregunta Diana, sacudiéndose una inexistente mota de polvo de la chaqueta, para quitar importancia a la pregunta.
El otro parece entrar en confianza.
– Hay mucho paro, y la gente se mete en lo que puede. Siempre rondan por allí personas que reparten dinero para formar grupos armados con los jóvenes que carecen de esperanzas. A mí también me lo propusieron, pero eso no es para mí.
Le dirige una sonrisa más acentuada, mira alrededor, fija su mirada en ella. Es un ingenuo.
– Esto, esto es lo mío. Beirut. El lujo. La buena educación. La libertad sexual. Yo bebo alcohol, ¿sabe? Cuando conocí a Cora fue como si el cielo se abriera para mí. ¡Qué mujer! ¿Todas las españolas son así? Porque usted también tiene mucha clase… Las chicas libanesas son muy guapas, pero no se puede hablar con ellas. Cuanto más guapas, menos se puede hablar.
– ¿La quieres mucho? -le pregunta Diana con afable comprensión.
– Más que a nadie y a nada. Pero usted ya lo sabe… Lo que hago, lo que hemos hecho esta tarde…
A la mujer le conmueve esa doble moral, a su manera tan inocente, que el muchacho exhibe. Ha conocido a otros como él. Salir del agujero. Es todo lo que quieren, a cambio de hacer lo que sea.
– No es nada personal -termina ella.
– Exacto. Forma parte de mi trabajo. Tengo que seguir haciéndolo hasta que Cora se emancipe de los Asmar y disponga de dinero propio… Tenemos que cuidarnos entre nosotros, y del niño.
– ¿El niño? -Diana Dial abre la boca-. ¿Qué niño?
Súbitamente transformado en un árabe tan tradicional como el narguilero Abu Hassan, el que sólo tiene hijas y cree que la culpa es de sus mujeres, Tariq abandona sus aires mundanos y se vanagloria:
– ¡Un varón! ¡Cora y yo vamos a tener un hijo!
Este tío es memo… ¿Y Cora? Conclusión rápida, como consecuencia de lo anterior: Cora se cree muy lista. Aunque no tanto como ella, Diana Dial, perseguidora de la verdad, paladina de la justicia. Iennka y Setota, no os defraudaré. Neguetz, amiga mía. ¿Por qué miente Cora a Tariq? ¿Qué espera conseguir de él?
El servilletero vuelve a estar demasiado lleno.
– Dime una cosa, Tariq. -Se mira las uñas mientras habla-. ¿Esos amigos tuyos podrían proporcionarme un arma? Vivo sola y…
– ¿Qué clase de arma? -pregunta el joven, sin inmutarse por la demanda.
– Bueno, cuanto más grande y más potente mejor. ¿Tú crees que podrías…?
– Puedo conseguir de todo -alardea el otro, tan ufano como Georges cuando presume de guardar una pistola en su guantera-. También tengo… Ya sabe, cositas para vivir mejor.
– ¿Drogas? Qué bien. Una última cosa. ¿Está Cora protegida? ¿En tu casa?
– No, en mi casa, no. Y no ha querido decirme dónde, para que no caigamos en la tentación de vernos. No podremos hacerlo durante un tiempo. Tenemos que evitar las murmuraciones. Es lo que ella dijo que hay que hacer siempre en estos casos. ¿Por qué? ¿Usted tampoco sabe dónde se encuentra?
Estos casos. ¿Tantas precauciones por un simple adulterio? Súbitamente, Diana los imagina en la gran cama circular, en el sedoso dormitorio de Cora, abrazados, revisando en el televisor una y otra vez la última versión de El cartero siempre llama dos veces. Buscando los fallos que la pareja asesina protagonista comete y que ellos no deben repetir.
Abandona el hotel con el pelo alborotado y el cuerpo distendido, por primera vez en mucho tiempo. Bien por la frivolidad libanesa. Va siendo hora de que le aproveche también de cintura para abajo.
Se sobrepone al acercarse al coche. Se arrellana en el asiento y telefonea a Fattush:
– Te espero en la entrada principal del ABC. En la primera tienda de lencería, según accedes, a la derecha.
– ¿Y eso? -pregunta el inspector, que suena risueño.
– Te ofrezco la oportunidad de resolver el caso al tiempo que le compras una negligée a tu mujer. Hay rebajas. Es uno de los efectos secundarios del atentado. La gente no gasta, las tiendas bajan los precios.
– Es que el tráfico…
– Ya lo sé. Tráfico de lunes. ¿Desde cuándo eso ha sido un obstáculo para ti? Tengo la solución de nuestro caso.
– ¡Qué dices! Haré que uno de mis hombres me lleve en moto.
Cuando deja de hablar, Georges, que ya ha arrancado y conduce en dirección a Ashrafiyeh, pregunta:
– ¿De compras?
Hay cierto asombro en sus palabras. Para baremos libaneses, Diana no es muy consumista y suele aburrirse comprando. Raramente visita el concurrido centro comercial cercano a la plaza Sassine. Georges y Joy se encargan de conseguirle lo que necesita.
– En efecto -asiente ella-. De compras hasta fundir las tarjetas. Además, tengo que buscarle un buen regalo a mi amiga de Egipto.
– Entonces, definitivamente, ¿te vas? ¿Ya lo has decidido? -Ve la mirada de Georges, súbitamente codiciosa, reflejada en el retrovisor.
El hombre se pregunta si recibirá una indemnización, y de qué cuantía, así como cuántos objetos de su piso le tocarán en el reparto de despedida.
Cuando entra en el ABC, después de que un empleado de seguridad le haya palpado concienzudamente el bolso, Diana ve a Fattush, ya apostado a la puerta de la tienda Nymphet's Dream. Lleva la coleta torcida y algunos mechones sueltos nimbándole el semblante.
– Jaled no usa casco. No había uno solo en toda la comisaría -explica, cachazudo.
– Ningún libanés lo utiliza. ¡Con lo machotes y osados que sois! No has ido a la embajada a despedir al procer -le reprocha Dial, alegremente-. Te has perdido la hagiografía del patriarca.
– Trabajo endiablado -se justifica el otro, siguiéndola al interior del comercio-. Un padre ha pretendido arrojar al mar a su hija, embarazada de su novio, desde lo alto del acantilado, en Rouche. La deshonrada se ha aferrado a él con uñas y dientes. Han caído los dos al mar. Ahogados como tu embajador.
– Qué racha -observa Diana mientras examina unas bragas de encaje que están de rebajas.
Introduce las bragas en una cesta. Duda sobre si adquirir el sujetador a juego. Es demasiado tacaña para hacerse de una sola tacada con dos piezas, sin darle vueltas al magín un rato.
– ¿Cuáles son tus noticias? -pregunta el inspector, que observa sus maniobras con curiosidad pero con el envaramiento típico de los hombres de su edad cuando van de compras con una mujer.
– Tengo al culpable. A los culpables. -Es verdad, los sostenes están a muy buen precio, piensa; a la cesta-. Olvídate de los Asmar. Es decir, de todos menos de la viuda. Y no me refiero a la superviuda, Yumana.
– ¿Hablas de Cora?