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– Se cargó a su marido. Con la ayuda del bello Tariq.

– ¿Le has visto? -Fattush se excita, y no por la lencería-. ¿Tienes pruebas?

– Tengo pruebas de que le he visto -replica Diana, con dulzura, al tiempo que aprieta los muslos y siente que se agudiza su sonrisa vertical.

– Pero los Asmar no pueden ser inocentes. He hablado con mi amigo Tadeus. Es miembro de la ejecutiva del Partido de la Patria, y muy remiso a cotillear, pero siempre se anima cuando le prometo un par de whiskies y dejar que me lea los posos del café. Aunque no pienso hacerlo. La última vez…

– ¿Qué piensa Tadeus? No me refiero a tu porvenir, sino a lo de Tony Asmar.

– Esto te va a encantar… -Fattush inspecciona unos picardías de encaje en colores fluorescentes-. La mañana de su muerte, Tony Asmar tenía una cita con el Anciano.

– ¿Con Kamal Ayub?

– ¡El mismo! -Se hace, triunfador, con un camisoncito liviano y malva-. Según Tadeus, llevaba consigo la única copia de los documentos que probaban la complicidad de su hermano Samir en la operación israelí para instalar una estación de telecomunicaciones en territorio de Hizbolá.

Diana Dial procesa la información rápidamente.

– O sea, que iba a denunciar a la familia…

– No, amiga mía. -El inspector suelta una risa sardónica-. Iba a exigir prebendas por no hacerlo. Quería un sillón ministerial en el próximo gobierno y quedarse con el banco de su hermano. A cambio, se comprometía a guardar silencio. Pobre hombre, lo guardó. Eternamente. No le dejaron ni salir de casa.

Fattush alza el perchero соn el pequeño camisón y lo contempla al trasluz.

– ¿Tú te lo pondrías? -inquiere.

– No, y tú tampoco. Pero tu mujer, sí.

Pensativos, se dirigen a la caja y pagan sus respectivas compras. Cuando sale, él la toma por el codo.

– ¿Has comido? -pregunta.

– No tengo hambre.

– Tampoco yo. Tomemos un capuccino.

– Y pongamos esto en limpio. No tiene pies ni cabeza.

En el café, entre jóvenes que trabajan con su ordenador y mujeres con rostro de esfinge que cotillean mientras las niñeras cuidan de sus hijos, Diana le cuenta al inspector su conversación con Tariq.

– Ese chico tiene acceso a todo tipo de armas, a través de sus amigos, que por lo que ha insinuado son carne de cañón de los salafistas. Pudo conseguir el explosivo.

La periodista extrae su cuaderno del bolso y lo coloca encima de la mesa. Le da unos golpecitos.

– Mirándolo objetivamente -empieza, al tiempo que abre la libreta y la ojea-, la familia Asmar es la única interesada en eliminar a su oveja negra, para continuar manteniendo su liderazgo en el Partido de la Patria, sus prebendas y los favores del Anciano. ¿Estás de acuerdo?

– Completamente -asiente el inspector.

– Por otra parte, tenemos a Cora Asmar. Después del atentado me cita en su apartamento. Necesita de mis servicios como detective para que busque la forma de poner nervioso a su cuñado. Está segura de que es el asesino. Se muestra herida, furiosa, quiere vengarse, proteger al hijo que espera… ¡Un momento!

– ¿Qué pasa?

– Que soy idiota. Cora me dijo que el fin de semana del atentado permaneció ingresada en la clínica del doctor… Espera, sí, aquí lo tengo. Marwan Haddad.

– Es cierto -replica Fattush-. Ese dato lo investigamos.

– Ya lo sé. Pero ella me aseguró que fue allí en donde le confirmaron el embarazo, aprovechando que la clínica también tiene ginecólogos.

Un niño de la mesa cercana se pone a berrear y su madre ordena a la niñera filipina que pida un Red Bull para el niño.

– ¿Está loca? -le pregunta Diana al inspector.

– Conmigo no te sulfures -responde el hombre-. Si les inflan a coca-colas, ¿por qué no elevar un poco los niveles de excitación de nuestros futuros ciudadanos?

Dial se encoge de hombros.

– A ver, que no me pierda… ¿Qué quería yo hacer? -Se da una palmada en la frente-. ¡Ah, sí! Por favor, habla con Haddad.

Toma su teléfono mientras Fattush coge el suyo. Le escucha ponerse en contacto con la clínica mientras ella busca el número de Yumana Asmar. La vieja contesta directamente.

– ¡Mi querida amiga! -Su voz cavernosa le lanza la frase como si pretendiera hacer blanco en el interior de su cerebro-. ¡Cuánto tiempo sin saber de ti! ¿Veinticuatro horas? ¿O menos? Sabía que me llamarías…

– Me estaba preguntando… -Ve al niño del Red Bull beberlo con ansia, ayudado por la criada filipina-. Sí, me preguntaba qué clase de retorcido final es el que le ha augurado a su nuera para que ésta haya querido impedirme seguir investigando.

– ¡Asquerosa! -La comunicación por teléfono no hace que Yumana seleccione con más finura su vocabulario-. Lo digo por ti. Creí que ibas a disculparte por las molestias que nos has causado… Es lo mínimo, ¿no, estúpida?

Boquiabierta, Diana contempla al niño, que se ha puesto a bracear y patalear al terminar el mejunje, y a la madre, que ordena que le traigan otro.

– Un momento, por favor. -Aparta el aparato y se dirige a Fattush, señalando a la mujer-. ¿Es que no piensas detenerla?

El otro se encoge de hombros y atiende su propia conversación telefónica:

– Eso es todo, sí -está diciendo-. Se lo agradezco mucho, doctor. Diana, no es cosa mía. Si tuviera que interferir en el sistema educativo libanés preferiría modificar los libros de texto.

– ¿Estás ahí, pequeña cerda? -pregunta Yumana, atentamente.

– Eh… Sí, sí, perdone. Desde luego. -De nuevo le surge a Diana el Pavlov materno.

– Déjame adivinar. Cora te ha despedido sin explicaciones. Y ahora recurres a mí. ¿Qué quieres? ¿Dinero, también?

El estómago de Diana se eriza a causa del adverbio. Mira a Fattush, que está observando al niño con atención. Luego se vuelve hacia ella y le dice:

– El doctor Haddad asegura que Cora Asmar ingresó el último fin de semana en su clínica para someterse a un tratamiento de belleza, unas infiltraciones de oro y una pequeña liposucción de vientre. Aprovechó para hacerla dormir, ya que al parecer padece de insomnio.

– Un momento, Yumana, por favor -ruega a su interlocutora y tapa el micro con la mano-. ¿Y el ginecólogo?

– En absoluto se le practicó un examen ginecológico. Es más, las enfermeras que la atendieron recuerdan muy bien que se puso a menstruar mientras dormía y tuvieron que… En fin, tuvieron que tomar las medidas pertinentes. Me pregunto…

Diana hace un gesto con la mano para acallar a Fattush.

– Yumana, dígame una cosa. ¿De cuánto dinero estamos hablando?

– Dímelo tú. ¿Cuánto pides para dejarnos en paz?

– Me refiero al dinero que le ha pagado a Cora para que haga lo propio. Para que entregue las pruebas que obran en su poder.

Cuando escucha la respuesta, suelta un silbido y desconecta el teléfono, sin despedirse.

– Veinte millones de dólares -pronuncia la cantidad lentamente-. Tomaré un sándwich club.

Diana se limpia los restos de mayonesa con una servilleta de papel y avisa al camarero para que se lleve platos y tazas. Cuando la mesa está limpia, abre el cuaderno por el final, lo pone al revés y alisa la primera página en blanco.

– Recomencemos. ¿Te parece?

Fattush asiente.

– Tenemos a los Asmar. -Escribe el nombre con letras capitales-. Contra lo que inicialmente creímos, no son los asesinos. Sí están metidos hasta las cejas en el tema del espionaje de Israel, pero a la luz de los últimos datos son, en realidad, víctimas de un chantaje. Aunque no sean inocentes. Ningún chantajeado suele serlo.

Subraya la definición en el papel. Víctimas.

– Del mismo modo, Cora Asmar, a quien yo infravaloré desde el principio, considerándola una guapa con pocas luces y, en el fondo, buenaza, es en realidad muy astuta. Utiliza esa impresión que produce, de mucha teta y poco seso, para conseguir sus fines. Cora sabe que su marido carece de fortuna, sólo atesora deudas. ¿Por qué matarle? ¿Para heredarlas? Pero conoce los planes de Tony, sabe que está en posesión de pruebas que incriminan a Samir, en lo de El-Bekara. Se deshace del infeliz y decide realizar el chantaje por su cuenta.