– Culpable de asesinato. -Fattush lanza un silbido-. Es ella quien lo planea todo, y Tariq quien coloca el explosivo…
– De asesinatos. Hubo dos víctimas más, no las olvides. Iennku y Setota, sus verdaderos nombres etíopes. ¡Lo teníamos delante de nuestras narices! Esposa y amante se cargan al marido que sobra. ¡Si hasta se llama Cora!
– ¿Y eso qué tiene que ver? -pregunta el inspector.
– Ya te ilustraré otro día sobre cine y novela negras. Volvamos a lo nuestro. Tony Asmar. Que es, a su vez, culpable y víctima. Culpable porque se disponía a denunciar a su familia, no por el bien de su país, sino para salir de la ruina y obtener prebendas políticas y económicas. También lo hacía, supongo, para vengarse de quienes le consideraban un inútil. Que era prácticamente todo el país, empezando por los propios Asmar.
El inspector se rasca la frente, golpea el cuaderno de Diana con su índice, como dándole instrucciones:
– Que otras dos personas fallecieran en la explosión reforzó la idea de que se trataba de un atentado político.
– Exacto -asiente Diana, anotando-. Eso les resultó muy conveniente a los asesinos. De ahí tanta carga explosiva, para que lo espectacular de la voladura creara una cortina de humo, tanto literal como figurada. Ningún pensamiento para las posibles víctimas colaterales. ¿A quién le importan aquí los criados, de la nacionalidad que sean?
– Mujer, supongo que ocurre en todos los países.
– No por falta de interés, pero en mi tierra ya no se puede actuar como antes. -Dial vacila un segundo-. O eso creo… Aquí se les retiene el pasaporte. Para conseguir permiso de residencia necesitan el aval de un libanés, cualquier libanés, que cobra sólo por una firma. Mi Joy no encuentra el modo de que le den visado para pasar un mes en Egipto con su marido. Hay un negocio montado gracias a las criadas con la complicidad de todos: sus propias embajadas, las autoridades de inmigración y los beneficiarios de esa mano de obra medio esclavizada. Tú lo sabes mejor que nadie.
– Pero no las mataron por eso. -Fattush intenta calmarla-. Estaban allí, simplemente.
– Exacto. Como comparsas de la historia que dirigen los otros. Sea la historia que se escribe a tiros entre facciones, la que precipita Israel a bombazos o la que pergeñan cada día esas arpías egoístas, esas vagas de uñas pintadas y tetas postizas, y sus niños chillones y malcriados.
– ¿Te has desahogado ya? -requiere el policía.
Diana responde a su pregunta con una sonrisa, tan amarga como irónica. Piensa en la extraña pareja que forman Fattush, un inspector que sólo podrá intervenir en el caso si consigue pruebas -los poderosos Asmar serán los primeros en impedírselo-, y ella, una antigua periodista, actualmente detective aficionada que, a menudo, no puede aportar las evidencias imprescindibles para que se haga justicia por la vía ortodoxa.
De todas formas, ¿qué es o no es ortodoxo y justo en Líbano?
– Desde luego, a Cora Asmar no le importaban las sirvientas -prosigue Dial-. Dos etíopes muertas, como si hubieran sido cuatro. Su marido se había convertido en un obstáculo. La había defraudado. Posiblemente creyó, al casarse, que hacía el gran negocio. Salva me contó que estaba muy enamorada, pero yo no me lo tragué. Sólo cuando la vi en su casa, tan necia y tan… ¿ingenua?
– Es una buena actriz, no cabe duda -acota Fattush-. Porque engañarte a ti… Con el carácter que gastas.
– Y lo único que sacó de su aparatosa unión -la mujer pasa por alto el comentario- fue aparecer en los ecos de sociedad. Descubrió que Tony era una nulidad para los negocios. Su familia tenía que sufragar el tren de vida de la joven esposa, que no era precisamente un prodigio de austeridad. Por lo que entrevi ayer en mi charla con Yumana, a la bella Cora debía de resultarle muy humillante tener que someterse a las exigencias y caprichos de la matriarca. La familia nunca aprobó que Tony abandonara la norma sagrada del clan, casarse con hembras Ghorayeb, para emparentarles con una española que ni siquiera tiene propiedades en Marbella. Una muerta de hambre, vaya.
– Él tampoco era un Adonis -añade el policía-. Ni creo que funcionara bien en la cama.
– ¿Ahora entiendes de hombres?
– No es eso. A mí, Tony Asmar siempre me recordó a un chico de mi clase que tenía forma de pera y que se pasaba el tiempo lloriqueando y balbuceando excusas. La culpa de todo lo que le ocurría la teníamos los demás. Coincidí con él y con su mujer hace unos meses. La esposa también tiene forma de pera, y él ya es claramente obeso. Siempre que pienso en eunucos recuerdo a ese pobre chico. Y Tony Asmar se le parecía mucho.
– La frustración sexual habría sido más llevadera con una fortuna real respaldándola. Pero lo único que había debajo de la cama fría era un sótano repleto de deudas.
Piensa Diana en el Camaro nuevecito que voló por los aires. A Cora eso debió de dolerle en el alma. Puede que Tony ni siquiera hubiera abonado la entrada.
– Era la única forma -dice en voz alta.
– ¿De qué?
– Pusieron la bomba en el coche que Tony acababa de regalarle. Cuando me contrató, tuvo una frase de condolencia para su Camaro que me pareció muy poco apropiada para el momento. Sin duda habría preferido no tener que destruirlo, disfrutarlo con su amante, su chico guapo, cariñoso y bien dotado sexualmente…
– ¿Eso cómo lo sabes? -pregunta el inspector, suspicaz.
– Yo sí entiendo de hombres -corta, seca, con impaciencia. Está demasiado ocupada atando cabos-. Convenció a Tariq. Jugó la carta del embarazo. Ese chico es un crío, en cierto modo es un inocente. No creo que le guste matar por matar. El truco del bebé inexistente le sirvió también para enternecerme. ¡A mí!
– Y desde luego que te convenció para que le hicieras de mensajera ante la Cobra -recalca el policía-. ¿Qué fue lo que le dijiste? Aquella pregunta…
Dial da la vuelta al cuaderno y consulta sus notas anteriores, que ahora le parecen tan caducas.
– Veamos… Aquí está: «¿Qué tal quedaría el prestigio de su familia si alguien difundiera que usted trabaja para los mismos que bombardearon su país hace sólo tres años?»
– Son las palabras de un chantajista. Ya te lo advertí.
– Y yo te contesté que un periodista y un extorsionador con frecuencia usan términos parecidos.
– Hiciste un buen trabajo en nombre de Cora. Debería pagarte comisión -bromea Fattush.
– ¿Dónde pudo obtener Tariq el explosivo?
– ¿Estás tonta? En el norte o en el sur, en el este o en el oeste. Tiene buenas conexiones. Amigos turbios.
– Cora y su amante colocaron la bomba en el Camaro antes de que el marido partiera hacia Faraya. Ella debió de asegurarse de que Tony no iba a llevar consigo más que el maletín con los documentos. Puede que se las ingeniaran para bloquear la cerradura del maletero. ¿Es factible?
– Lo verificaré -se apresura a asentir Fattush-. Siempre he sido un inútil con los coches.
Diana se rasca el entrecejo.
– Cora se encierra en la clínica de Haddad, y espera mientras le arreglan lo que sea. Su amante se va a Faraya con el detonador telefónico. Se instala en un lugar desde el que pueda observar el chalet de Asmar, esperar a verle ponerse en marcha… ¡Y boooom! Al mejor estilo libanés.
Fattush le agarra la muñeca de la mano con la que escribe y la aprieta:
– ¡El hotel Grand Liban!
– Tenías a Tariq en tus narices, fingiendo hablar por el teléfono con el que accionó la bomba.
La revelación los deja mudos durante un rato.
– Deberás apretarle las clavijas al gimnasta… -retoma Diana-. Pero aunque confiese, y te ruego que seas muy duro, piensa en Iennku y en Setota, es un don nadie. Ni a los Asmar ni al Anciano ni al Partido de la Patria les interesa que esto salga a la luz, ni que sea para incriminar a la odiada nuera.