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Lo hace. Está aquí para hablar. Y no porque sea superior a ti, ni porque te desprecie a ti especialmente, Diana. Tú eres su auditorio, se dice. Aguanta, escucha. Entretanto, piensa. Está aquí porque tiene veinte millones de dólares y a una joven y bella mujer. Para que sepas que ya no es un funcionario, con un precario porvenir, que da clases de español mientras su existencia se deshilacha, desaguándose en el tapiz de las vidas de los otros.

Está aquí para contarte que ha triunfado.

Resultaría pueril, si no fuera un asesino. Iennku y Setota, ¿muertas por la ambición de este nadie, de este ninguno? Ni siquiera dos tontos como Tony Asmar y Ramiro de la Vara merecían un final tan falto de principios.

– Aquella visita a un coronel de Inteligencia Militar no fue por los cursos de español en el sur, ¿verdad? -pregunta Diana-. Querías averiguar si seguían la línea de investigación que os interesaba, la del atentado.

– Y lo comprobé. Qué aguda, Diana. Qué aguda y qué tardía.

– Fuiste tú -pregunta Dial-. Viste la ocasión que el descubrimiento de Tony Asmar os proporcionaba. Lo organizaste, planificaste hasta los menores detalles. Usaste a Cora, a Tariq… A mí.

– A Cora, no. A Cora no la uso. A Cora la quiero. Te duele, ¿verdad?

– Sí -admite, ante la complacencia de Matas-. Pero no te envanezcas. Duele porque yo te he querido creyéndote otro. Y no duele tanto porque, ¿quién, en su sano juicio, puede desear ser amado por este que eres? A propósito de amor, ¿qué clase de sentimiento puede existir entre dos narcisistas como tú y Cora? Dos infelices con veinte millones. Nada más. Enhorabuena.

Un breve relámpago en los ojos masculinos. En su caso, no es dolor. Él no puede sentirlo. Recuerda lo que te dijo, Diana, su convicción de que en este país resulta fácil matar. Lo que ahora muestra su mirada no es sino vanidad herida. Sólo ha dado un buen golpe. Y lo sabe. No es un genio. Tampoco ignora eso. Cora es una ignorante, le hace sentir por encima. Y eso es cuanto puede tener.

– Porque, vamos, hombre, admítelo. -Hurga en la pústula-. ¿Qué sería de vosotros sin esos millones, sin vuestra remuneración por cuatro asesinatos y un chantaje? ¿Qué clase de sentimiento os uniría si no pudierais ir de compras, vivir como ricos, creer que lo sois? El dinero se acabará, Salva, y Cora y tú os seguiréis teniendo el uno a la otra. Ni yo sería capaz de desearos un destino peor.

Suena el teléfono de Diana. Es Fattush:

– Tariq ha desaparecido. Ni rastro. No se ha presentado a la clase que tenía hoy con una huésped del Sun Palace. Hemos registrado su apartamento, parece que lo abandonó precipitadamente. Y no hay modo de rastrear su teléfono. O se ha deshecho de él o ese tipo sabe más de tecnologías que nosotros. ¿Y tú? ¿En dónde estás?

– En casa, con un viejo amigo -responde Diana.

Desconecta, antes de que el inspector plantee más preguntas. Se concentra en Matas, pasando por alto la mirada de curiosidad que ha mantenido durante su corto intercambio telefónico.

– Tariq se acostaba con Cora. -Se encara con él-. Medio Beirut se acostó con Cora antes de que se casara con Asmar. ¿No te importaba?

El otro la contempla, divertido.

– Tan comedida y puritana como siempre. Te dije en cierta ocasión que el amor escribe con renglones torcidos, y que tú eras la primera que debería saberlo. Mirándome siempre con devoción perruna. Sentía tu calor. En tus ojos, en tus palabras, en tus manos. Por suerte para mí, nunca te permitiste una transgresión. Te pasabas horas venerándome, como si fuera el copón bendito, pero jamás te permitiste un centímetro de piel de más, un beso fuera de sitio. Mejor, no soporto que me toquen. Ni siquiera Cora lo hace… Sin embargo, ¿nunca sentiste la tentación? ¿La mano al paquete? Reconozco que, en alguna ocasión, llegué a pensar que también estaba sexualmente dotado para la arqueología.

Hay algo tan grosero en su risa de ahora, en el gesto que acompaña la frase…

– Tú les miras. -Diana casi salta de su silla, ante el descubrimiento-. Les miras y te satisfaces por tu cuenta. No es que no te moleste que tenga amantes. La aplaudes por ello. ¡Una exhibicionista y un voyeur! ¿Cómo no se me ocurrió antes? ¡Cora es la mujer perfecta para ti!

– La conozco desde que era casi una niña y yo, el profesor más joven de la Universidad Autónoma de Madrid. En El Cairo empezamos a convertirnos en uno. Sí, Diana. Ella y yo, con nuestros excesos y nuestras carencias, formamos un todo. Cora no tiene secretos para mí, ni yo para ella. En eso consiste nuestra asociación. Yo la hice y ella me hizo. Y sólo tienes una limitada idea de lo que, juntos, somos capaces de combinar. Es la mujer más hermosa que he conocido, más aún que los hermosos jóvenes que ella misma me presentaba, al principio de nuestra relación, antes de que decidiera serle fiel.

– Espero que os metan en la cárcel y que os podáis ver de celda a celda -sugiere Diana-. Será el colmo de la práctica del sexo seguro.

– No tenéis pruebas, lo sabes -sonríe él-. Nadie va a abrir la boca en este asunto.

Se mira el reloj.

– Tengo que dejarte. Salimos de casa mañana a mediodía. Nos vamos a Damasco, por carretera. Y luego, ¿quién sabe? Estrenamos coche, un Mercedes Cupé rojo. Cora se ha encaprichado, la pobre perdió el suyo en el lamentable atentado que la dejó viuda.

El hombre se levanta y ella también, siempre con la cuna entre ambos. La diferencia de estatura es avasalladora.

– Comprenderás que no te acompañe a la puerta -se despide Dial.

– Nunca me acompañaste en nada. Nunca aceptaste lo que tantas veces te repetí. Este es el país de las oportunidades. Aquí todo resulta mucho más sencillo para quien sepa adaptarse.

El cerebro de Diana funciona a toda velocidad. Escucha los pasos del hombre, alejándose, como tantas otras veces hizo, tantas otras noches después de tantas otras conversaciones cuyo recuerdo creyó destinado a perdurar.

Se va. Se van los dos. Sin castigo.

¿Sin castigo? Ir de compras no fue el único error. Contarle cómo y cuándo piensan largarse también lo ha sido. No ante la ley, sino ante la justicia.

Algo que hacer. Buscar algo que hacer. ¿Qué le sirve en los tiempos duros, durante las crisis? Algo mecánico, usar las manos. Cocinar solía ser una salida. Tanto cocinó para él que ya nunca podrá ponerse ante un fogón con la sencilla y optimista predisposición de antes.

Su teléfono se está quedando sin batería. Buscar el cable. Enchufarlo. Se lleva la cuna al estudio, la mantiene cerca de ella, como si fuera una estufa. Conecta el ordenador, abre el correo electrónico. ¿nBlazer@gmail.com?

El abogado de Neguezt le envía una fotografía y un escueto mensaje: «Mi cliente quiere que usted tenga esto.» Es la imagen de tres jóvenes sonrientes, la blancura de sus dientes resplandece como los colores de sus túnicas. Al fondo, un paisaje reseco en el que una solitaria acacia tiende sus ramas hacia el infinito vacío.

Reconoce a Neguezt y no tiene que preguntarse quiénes son las otras. Gran asunto, la era digital, la facilidad con que nos llega el pasado.

Toma su móvil sin desenchufarlo, manipula el teclado. Ahí está otra parte del pasado: más reciente. Un pasado que no habría podido cumplirse si a Iennku y Setota no les hubieran segado la esperanza.

Diana Dial marca el número del celular de Tariq. Funcionará, está segura. Le manda la fotografía de Cora Asmar y Salvador Matas a través del teléfono.