Diana Dial rebufa. Tanto como el desperdicio de vidas humanas detesta la vacua verborrea que sucede a cada siega sangrienta. Pero la locuacidad chillona, y el derroche de tinta agresiva son dos de las características principales del periodismo actual, se dice. Resultan más baratas que hacer un buen reportaje sobre lo que ocurre, y excitan más al público.
Ahora la tele vomita grabaciones de archivo que reconstruyen la vida del menor de los Asmar. De niño, vestido de explorador. De joven, luciendo un uniforme paramilitar. Más maduro, inaugurando su empresa de software. Tres años atrás, asistiendo al funeral de un ministro, correligionario y también promovido a mártir, ametrallamiento junto a un semáforo mediante.
Imágenes tétricas. Si Beirut es una ciudad que sonríe demasiado, lo hace para ocultar lo lúgubre que puede ser Líbano cuando lo representan sus hombres de bien.
Aparece en la pantalla una ráfaga de la boda de Tony Asmar con Cora Jimeno, celebrada en la catedral maronita de Saint-Georges, un año atrás. Cora, resplandeciente en su día más feliz, recita la locutora, apenas ha dispuesto de un año de dicha tras su prometedor matrimonio con el joven y dinámico empresario.
Una avalancha de pequeñas dentelladas martiriza el estómago de Diana Dial. Se trata de la sensación puntual, infalible, que experimenta cuando algo no encaja en la versión de la realidad que se le ofrece. En sus días de reportera le resultó muy útil.
Jubilada desde hace cuatro años, al cumplir el medio siglo, pero no ausente de los acontecimientos, la antigua periodista, que abandonó su profesión decepcionada por el giro mercantilista al que ésta se abocaba, se había concedido un retiro de privilegio. Su único marido, el empresario mediático Lluís Brunet -conocido en el ramo como Viceversa por sus espectaculares cambios de bando-, al que tuvo de jefe en sus comienzos en la prensa del corazón, le concedió una pensión vitalicia cuando se divorciaron décadas atrás. De su breve aventura matrimonial guarda Diana menor recuerdo que reconocimiento por la generosa renta que mensualmente le pasa su ex marido. Gracias a ese dinero puede regalarse el tipo de existencia que más le satisface, alejada de las tensiones que rigen hoy en día en el mercado de la comunicación. Remirando el ayer se pregunta si, dado el paupérrimo estado actual del periodismo, haberse casado con un millonario no fue la mejor decisión de su vida. El tipo resultó poseer, además, la mala conciencia necesaria para compensar económicamente a Diana por abandonarla a causa de una lozana azafata de congresos. Y está también el hecho de que Viceversa siempre le tiende una mano en los momentos difíciles.
Desde entonces, Diana Dial hace lo que le viene en gana, lo que siempre ha deseado, aquello para lo que ha nacido. Investigar. Cierto, ya no le encargan reportajes. Ahora se envía especialmente a sí misma, se paga los gastos, se queda cuanto tiempo precisa y hasta más. Resuelve crímenes, de sangre o del alma y, a su manera, procura venganza y consuelo.
Piensa en la araña que ha aplastado mientras dormía. Algunas personas merecen el mismo destino. Ayudar a que se cumpla es algo que apenas pudo poner en práctica durante sus años de reportera.
Ya al poco de despedirse del periódico en el que trabajó durante casi dos décadas, el muy prestigioso La Gaceta Universal, resolvió un crimen ejecutado en el propio diario y contribuyó a que se hiciera justicia. A su manera, se dice Diana con satisfacción algo cínica.
Resuelve casos o ayuda a solucionarlos. En Beirut, adonde su especial afecto por esta ciudad la ha ligado durante dos años, su alianza amistosa con el inspector Fattush le ha proporcionado algunos buenos momentos. Cree Diana, sin embargo, que nada nuevo puede depararle ya el país, y por eso se marcha. En Egipto, su próxima estación, esperan nuevas intrigas. Al invitarla, su amiga Lady Roxana se lo prometió. Pero ésa será otra historia.
Moviéndose con cautela entre las cajas que pronto alguien de una agencia recogerá para mandarlas por cargo aéreo a Barcelona, Diana Dial intenta localizar revistas atrasadas que se han vuelto inesperadamente valiosas. ¿Se las habrá llevado Joy? No, gracias al cielo.
Un coche-bomba y cambia la visión del futuro. Anoche se acostó sin otra preocupación que la perspectiva del traslado y el posible itinerario que una araña podría seguir entre sus sábanas. Hoy despierta con los sentidos en estado de alerta ante la incertidumbre. Una sensación tan conocida como el malestar en las entrañas que le produce el recuerdo de Cora Asmar.
La sirvienta, que llega con su hija en brazos, encuentra a la dueña de la casa sentada en el suelo, rodeada de ejemplares de Mondanité. Esa mañana Joy luce una expresión taimada, enigmática, en lugar de la sonrisa plena de vitalidad y optimismo que suele acompañar sus «Goodmooooooorning». Sujeta a la pequeña, apretándola, con el temor de un animal por su cría.
Yara tiene dos meses. Su madre insistió en reincorporarse al trabajo una semana después del parto, a cambio de traerla consigo, y Diana se ha acostumbrado a su carita morena, de ojos rasgados como los de Joy y labios abultados como los de su padre, un esbelto egipcio que inmigró a Beirut para trabajar en la construcción. Cuando Joy le confesó a Diana que estaba embarazada de Ahmed y que un muftí los casó al poco de quedarse encinta, la española quiso mostrarse animosa. «Los egipcios son muy buenos maridos», le dijo, y sabía que era así. «Sí, buenos maridos -asintió Joy con desánimo-, y muy, muy pobres.» Joy, Ahmed y Yara han formado parte de la familia que la vida le ha regalado a Diana en Beirut. Sus mundos son lejanos pero, por un tiempo, lo que ha durado esta nueva aventura de la periodista, se han comunicado de piel a piel.
Nada de «Buenos días», pues. En su lugar:
– Madam, madam! ¡Más guerra! -exclama Joy, apretando aún más a su hija-. Usted no va a irse de Líbano. Usted nunca abandonó Beirut con bombas.
Era eso. A pesar del pavor que le producen los atentados y del miedo, acrecentado desde el nacimiento de Yara, a otra etapa de inestabilidad política, Joy cree que, gracias a este atentado, la señora va a deshacer los bártulos.
Con una revista abierta sobre las piernas cruzadas, Diana reflexiona rápidamente. Joy, expectante, acuna a su bebé. Y la periodista entiende que la filipina va a salirse con la suya, al menos de momento. Pero no por las razones que la otra imagina.
– Me duele el estómago -anuncia, simplemente.
– ¿Le preparo un té de menta? ¿Nota aires? ¿Una infusión de anís?
Niega lentamente con la cabeza, sin dejar de mirar a Joy a los ojos. La sirvienta comprende, su rostro se ilumina.
– ¿Un caso? -pregunta.
Asiente con una sonrisa.
– Es posible.
– ¿Presentimiento en la barriga? -Joy parece sumamente feliz.
Desde que Diana Dial ayudó a Fattush a que metiera en la cárcel a un grupo de estafadores que operaban en la Western Union engañando a las filipinas que enviaban dinero a sus hogares desde sus oficinas de Hamra, Joy cree con ceguera en las capacidades de su patrona para resolver misterios policiales.
– ¿No es coche-bomba, entonces?
– Sí lo es -responde Diana-. Eso nadie puede dudarlo. Lo que no está claro es el motivo, ni la autoría.
– ¿Era hombre importante? La mujer, muy guapa.
– Ése es el asunto -dice Dial, zanjando la conversación y volviendo a su examen de las revistas.
Porque lo que Joy llama el presentimiento ha asaltado su estómago al aparecer la rutilante Cora en la pantalla del televisor, cuando los informativos han pasado los fragmentos de la boda con Asmar.