Los parlamentos se suceden sin interés. Diana no se aburre. En su cámara quedan impresos una sucesión de rostros que revisitará en el futuro, cuando la nostalgia la acometa a traición y deba combatirla con un baño de realismo.
Finalizado el acto, la explanada de los Mártires se vacía con rapidez, como si cada uno descubriera públicamente, y a nadie le importara, que ha asistido al acto por compromiso. La eterna doble moral libanesa. La ambigüedad. El recinto se ha transformado en un vertedero. Los acólitos dejan atrás una alfombra de botellas de plástico vacías, latas de refrescos, bolsas de golosinas, mástiles de banderas rotos, retratos pisoteados. Y las vallas, abandonadas por los encargados de la seguridad, se cruzan en el camino de los viandantes, caídas o torcidas. Porquería. Porquería y desmemoria. Pese a las sentidas y muy anheladas conmemoraciones.
Georges acepta la invitación de Diana para tomar una cerveza en el cercano Grand Café. Charlan de política, para variar. Media hora después la deja para ir a almorzar con su familia en un merendero de Yunieh. A solas, mientras fuma un narguile, la detective aficionada se dispone a ordenar sus pensamientos, pero algo se lo impide.
Salvador Matas.
Se ha quitado la chaqueta y lleva la camisa, también negra, por fuera del pantalón. El cuello, desabrochado, muestra el escaso vello del inicio de su pecho y su inseparable talismán, una cuenta de jade en forma de lágrima invertida que pende de una fina cadena de plata. Las mangas, arremangadas, le recuerdan a Diana lo mucho que le gustan sus antebrazos.
– ¿Puedo acompañarte? -Señala la silla que ha ocupado Georges.
Con melancólica indefensión, Diana Dial asiente.
– No te he visto en la catedral -comenta Salva, después de pedir una Almaza de barril-. Aunque estaba convencido de que, de una forma u otra, habrías asistido al funeral y de que te encontraría aquí.
Salva lo sabe todo de ella, y eso la irrita a menudo. Sabe que, a partir de mediodía, es incapaz de resistir la llamada de un buen narguile, y los de Abu Hassan son los mejores de la ciudad. Conoce los cafés que frecuenta, su vida, sus andanzas, primero como periodista y, después, como detective. Está al corriente de sus experiencias amorosas y de sus desencuentros. Se lo ha contado todo ella, a cambio de la conversación ingeniosa del hombre, una charla en la que nunca se involucra personalmente, a cambio de su amistad, de su compañía. Ahora Diana se mantiene en silencio, enfurruñada por la idea de que Cora Asmar ocupe aún más la atención de Salva desde que porta su diadema de viuda lastimera, sustituyendo la dudosa tiara de personaje-estrella de Mondanité y, antes aún, el halo de luces artificiosas de las noches del Beirut que la coronó como reina.
Salva, el irónico Salva, ¿sensible a las coronas de espinas?
– Un funeral de primera -dice Matas.
– Cierto -acola Diana, sarcástica-. No ha faltado ni un solo hijo de puta de la cristiandad. Asesinos, mafiosos, malvados de los que ya no se fabrican. Si yo hubiera sido la viuda habría vomitado ante el altar.
El hombre cruza sus largas piernas a un lado de la mesa y casi se lleva por delante el narguile de Dial. Abu Hassan, que no tiene derecho a llamarse así -padre de Hassan- pues carece de heredero varón, su prole son las cinco hijas que le han dado sus tres esposas, se apresura a traer nuevas brasas. Les cuenta que se siente feliz porque la cuarta mujer, con la que se casa en pocos días, le va a dar el varón que, sin duda, él es capaz de engendrar.
La pareja se queda un momento en silencio.
– A mi entender -empieza Salva-, aunque sé que no coincides conmigo, ni el peor de los malos de aquí resistiría un encuentro en una calle de Nueva Jersey con el más insignificante de los Soprano.
Diana sonríe, acida:
– Eso tiene gracia como boutade, pero como opinión no se sostiene. En la tribuna había gente que ha ordenado asesinar a familias enteras mientras dormían. Niños incluidos.
– Como quieras. Reconoce, no obstante, que sin esos canallas este país resultaría mucho menos interesante para nosotros. Incluso ese pequeño detalle, que la gente resulte tan fácil de matar, no deja de ser un aliciente más para permanecer aquí, para sentirnos vivos.
– ¿No te importan los seres humanos? ¿Ni la política? -le sigue el juego con fingida incredulidad, consciente de que Salva es capaz de discutir de los asuntos de Líbano hasta el amanecer.
– No tanto como la posibilidad de disfrutar de las ventajas que ofrece la amoralidad del entorno. Por no hablar de lo barato que resulta vivir aquí a buen tren si se cobra en euros.
– Para eso deberías mudarte a Egipto. Está muy bien de precio para nosotros.
– ¿Acaso tú te vas allí para ahorrar? Hum, no cuadra con tu carácter. Aunque muy consumista no eres.
Diana Dial tuerce el gesto y cambia de tercio. No le apetece hablar de su aplazada partida. No quiere que el hombre deje en suspenso el futuro de su amistad. Porque eso es lo que hace en cada ocasión en que Diana habla de su marcha y, por alusiones, del futuro de esta especie de relación. Salva cierra aún más sus ventanas.
Lo cierto es que no va a irse sin investigar lo de Asmar. Carece de sentido hablar de ello con un Salvador Matas que la observa con sus grandes ojos oscuros y burlones y una media sonrisa en sus mullidos labios.
– ¿A qué has venido? -pregunta, todavía adusta. El hombre se incorpora. Coloca su mano derecha sobre la izquierda de Diana, un gesto que realiza cuando entre los dos se perfila un malentendido.
– A verte. A comentar.
– Eso es lo que hacemos siempre. Comentar. Discutir.
Súbitamente, Salva plantea un interrogante que es también un reproche y para el que Dial no está preparada:
– ¿Por qué no te gusta Cora?
Se siente pillada en falta y una delgada sensación de pánico -de miedo a perder el respeto del arabista- se instala bajo su piel. Como es normal en ella, reacciona con acidez.
– Cualquier mujer sale huyendo en cuanto la ve. Es demasiado…
– ¿Lujuriosa? -insinúa el otro.
No está dispuesta a aceptar un adjetivo que, más que desacreditar a la joven, la revela digna de deferencia.
– Lo siento, querido -vuelve a sonreír-, no voy por ahí. Demasiado invasora, demasiado agresiva, demasiado egoísta, demasiado competitiva, demasiado misógina, demasiado…
– Guapa.
– Uf, me rindo. -Ahora es ella quien coloca su mano sobre la de él-. Tiene mala suerte, Salva, ¿es que no lo ves?
– Es demasiado pronto para lanzar un juicio tan implacable. -El otro la mira con severidad-. Eso no se sabe hasta que ha pasado casi toda una vida. ¿O es que tú tenías suerte a su edad?
Herida, Diana reprime su respuesta: «Al menos, no llamaba a la mala fortuna.»
– ¿Te ha mandado ella? -se interesa.
– ¿Adónde? ¿Aquí? ¡Estás loca!
– No ha sido necesario, veo -corrige Diana-. Vienes, por tu propio impulso, a defender su causa.
– Tu inseguridad resultaría conmovedora si tuvieras veinte años. Aunque debo decirte que lo que más me choca de ti, conociendo tu inteligencia, es tu capacidad para ponerte burra.