Había estado enfadada con Doreen durante más de una década y media por esto. Doreen debió decir al principio que no iba a venir, pero acabó apareciendo en el último minuto. Heather había recordado la primera parte, pero se había olvidado por completo de la segunda.
Pero allí estaba la fotografía: Doreen agachada junto a Becky.
Las fotos no mienten.
Heather suspiró.
La memoria era un proceso imperfecto. Naturalmente, las fotos la ayudaban a recordar cosas. Pero también le decían cosas que nunca había sabido, o había olvidado por completo.
Y sin embargo, ¿cuántos carretes de película había disparado en su vida? Tal vez unos doscientos… lo que significaba que repartidas en álbumes de fotos y cajas de zapatos había unos cuantos miles de instantáneas de su vida. Naturalmente habría algunos videos caseros también, y las fotos electrónicas que había guardado en disquette.
Y había diarios, y copias de antigua correspondencia.
Y pequeños recuerdos y souvenirs que traían a la memoria acontecimientos pasados.
Pero eso era todo. El resto estaba almacenado en ninguna parte más que en su cerebro falible.
Cerró el álbum. La palabra “Recuerdos” estaba estampada en oro sobre su cubierta de vinilo beige, pero el oro se estaba gastando.
Contempló la habitación, pasillo abajo.
Su ordenador estaba allí; cuando todavía vivía aquí, el de Kyle estaba en el sótano.
Practicaban informática segura. Todas las mañanas, cuando ella iba al trabajo, llevaba en el bolso un disco de memoria que contenía una copia de la unidad óptica de Kyle de la noche anterior. La unidad era en sí misma casi a prueba de choques, pero almacenar las cosas en otro lugar era la única seguridad real contra la pérdida por incendio o robo. Kyle, igualmente, siempre se llevaba un disco de memoria con las copias de seguridad del trabajo de Heather a su laboratorio.
¿Pero qué había de valor real en sus ordenadores caseros? Registros financieros, que podían reconstruirse enteros con un poco de esfuerzo. Correspondencia, en su mayoría completamente efímera. Calificaciones de estudiantes y otras cosas relacionadas con el trabajo, que podían ser rehechas si hacía falta.
Pero de los acontecimientos más importantes de sus vidas no había ninguna copia de seguridad, ningún archivo.
Su mirada se posó en la columna musical. Encima había varias fotos enmarcadas: ella, Kyle, Becky, y, sí, Mary.
¿Qué había sucedido realmente?
Si tan sólo hubiera un archivo de nuestras memorias, un archivo infalible de todo lo que había sucedido.
Pruebas irrefutables, de un modo u otro.
Cerró los ojos.
Si lo hubiera.
Capítulo 9
Kyle tenía delante una enorme demostración: era vitalmente importante para continuar disponiendo de fondos para su proyecto de investigación. Tendría que haber estado trabajando en eso… pero no lo hacía. En cambio, como siempre estos últimos días, estaba preocupado por la acusación de Becky.
Hasta ahora, además de Heather y Zack, no había hablado del tema con nadie, excepto con Chita. La única persona en la que confiaba no era una persona: lo mismo daba que se hubiera quitado un peso de encima con la máquina de café.
Kyle necesitaba hablar de eso con alguien que fuera realmente humano. Pensó durante mucho tiempo en quién podía confiar. Nadie del Departamento de Ciencias Informáticas valdría; quería dejarlo al margen, a excepción de sus charlas codificadas con Chita. En los meses futuros, su laboratorio podría ser el único refugio que conociera.
Mullin Hall estaba justo al lado del Centro Newman, que albergaba la capilla católica de la Universidad de Toronto. Kyle pensó en hablar con el capellán, pero eso tampoco valdría. La pauta era completamente distinta, pero las sotanas eran blancas y negras. Como la piel de las cebras.
Y entonces se le ocurrió.
La persona perfecta.
Kyle no lo conocía bien, pero habían formado parte de tres o cuatro comités juntos a lo largo de los años, y de vez en cuando habían almorzado juntos, al menos como parte del mismo grupo, en el Club de la Facultad.
Kyle cogió el teléfono de su despacho y pronunció el nombre que quería.
—Directorio interno: Bentley, Stone.
El teléfono trinó, y entonces una voz suave dijo:
—¿Sí?
—¿Stone? Soy Kyle Graves.
—¿Quién? Oh… Kyle, sí. Hola.
—Stone, me pregunto si estarías libre para tomar un par de copas esta noche.
—Uh, claro, desde luego. ¿El Club de la Facultad?
—No, no. En algún lugar fuera del campus.
—¿Qué tal El Abrevadero, en College Street? —dijo Stone—. ¿Lo conoces?
—He pasado alguna vez por delante.
—¿Vendrás desde Mullin?
—Eso es.
—Pásate por mi despacho a las cinco. Persaud Hall, habitación doscientos veintidós… como el viejo programa de televisión. Está de camino.
—Allí estaré.
Kyle colgó, preguntándose qué le diría exactamente a Stone.
Heather entró en su despacho de la Universidad de Toronto. No era muy grande, pero al menos las universidades nunca habían llegado a adoptar los cubículos para sus despachos. Normalmente, compartía el despacho con Omar Amir, otro profesor asociado de psicología, pero él se pasaba los meses de julio y agosto en la casita que su familia tenía en las Kawarthas. Así que, durante el verano al menos, tenía intimidad total pera pensar y trabajar. De hecho, aunque algunos de los despachos más recientes tenían cristales esmerilados del suelo al techo y puertas frágiles, el de Heather y Omar era un viejo santuario, con una sólida puerta de madera que gemía sobre sus goznes, y una ventana que daba al este, sobre un patio de asfalto entre Sid Smith y St. George Street. También tenía cortinas; antes probablemente de un vivo color corinto, ahora de un marrón pálido. Por la mañana, tenían que echarlas para protegerse del sol.
El mensaje de radio alienígena de ayer aparecía aún en su monitor. Como el intervalo entre los comienzos de los mensajes sucesivos era de treinta horas y cincuenta y un minutos, cada mensaje empezaba casi ocho horas más tarde en el día que el anterior. El más reciente se había recibido a las 4:54 de la madrugada del miércoles, horario oriental; se esperaba que el de hoy empezara a las 11:45 de la mañana. Los mensajes eran recogidos por radiotelescopios de diferentes naciones, dependiendo de qué parte de la Tierra estuviera apuntando a Alfa Centauri en el momento adecuado, pero todos eran enviados a la Red en cuanto se recibían. Un receptor orbital adicional apuntaba siempre a Alfa Centauri.
Heather seguía esperando que llegara el día en que observara el último mensaje y todo tuviera sentido. Echaba de menos la simpleza de los primeros once mensajes: claras representaciones del teorema de Pitágoras y fórmulas químicas y sistemas planetarios. Aunque tenía que admitir que incluso eso planteaba algún enigma: los productos químicos especificados en las fórmulas habían sido sintetizados en la Tierra, pero no, nadie había averiguado para qué eran.
Heather se sirvió un tazón de café y se sentó a mirar el mensaje de ayer.
Como siempre, el mensaje aparecía como dos matrices rectangulares. Cada mensaje era enviado como una cadena de cienmil dígitos binarios, a lo largo de un periodo de dos o tres horas. El número total de dígitos de cada mensaje era siempre el producto de dos números primos, lo que significaba que los dígitos podían ordenarse de dos maneras posibles. Según el encabezamiento del Centro de Señales Alienígenas de Karachi, Pakistán, este mensaje tenía una extensión de 108.197 dígitos. Ese número era el producto de los números primos 257 y 421, lo que significaba que los dígitos podían colocarse como 257 filas de 421 columnas o como 421 filas de 257 columnas. A veces una imagen parecía más intuitivamente correcta que otra: en una aparecían círculos o cuadrados, mientras que las decodificaciones alternativas eran simplemente un desbarajuste. Pero como nadie había determinado todavía qué era o que representaban los mensajes, nadie podía estar seguro de cuál era la interpretación correcta.