Выбрать главу

—Bueno, está bien… vale. Podemos construir los cuadrados, sin problema. ¿De qué grosor?

—No lo sé. Lo más delgados posible, supongo.

—Puedo hacerlos del grosor de una molécula si eso es lo que quiere.

—Oh, no tan delgados. Tendrán que aguantar. Un milímetro o dos, tal vez.

—No hay problema. Tenemos una máquina que fabrica paneles de plástico para la Facultad de Arquitectura; podría modificarla fácilmente para que produzca los cuadrados que necesita usted. ¿Quiere que tengan bordes lisos o quiere que sean ásperos, para que puedan encajar entre sí?

—¿Quiere decir para que formen una gran pieza sólida?

Komensky asintió.

—Eso sería magnífico.

—¿Qué hay del dibujo del otro producto químico?

—Supongo que tendré que hacerlo a mano —dijo Heather.

—Bueno, podría hacerlo, pero tengo microrrociadores programables que pueden hacerlo por usted, suponiendo que la substancia tenga una viscosidad lo bastante baja. Usamos los rociadores para pintar en los paneles que hacemos para los estudiantes de arquitectura, ya sabe, pequeños contornos de ladrillos, o puntitos para representar remaches, cosas así.

—Eso sería perfecto. ¿Cuándo puede hacerlo?

—Bueno, durante el curso solemos ir bastante apurados. Pero en verano tenemos mucho tiempo libre. Podemos ponernos manos a la obra ahora mismo. Aún hay por ahí un par de estudiantes de postgraduado, haré que uno de ellos se ponga a manufacturar esos productos. Como digo, a primera vista parecen bastante simples, pero no lo sabremos con seguridad hasta que tratemos de sintetizarlos.

Una pausa.

—¿Quién va a pagar esto?

—¿Cuánto costará? —preguntó Heather.

—Oh, no mucho. Los robots son tan baratos hoy en día, que ya no amortizamos su coste con el precio de los encargos, como solíamos hacer. Tal vez quinientos dólares por el material.

Heather asintió. Encontraría algún modo de explicárselo más tarde a su jefe de departamento, cuando volviera de las vacaciones.

—Muy bien. Cóbreselo a Psicología. Yo firmaré los requisitos.

—Le enviaré el papeleo por correo electrónico.

—Magnífico. Gracias. Muchísimas gracias.

—No hay de qué.

Él sonrió y le sostuvo la mirada.

Capítulo 14

Sonó un silbido en la puerta del laboratorio de Kyle. Él pulsó el botón y ésta se descorrió. Una mujer asiática de mediana edad, vestida con un traje gris de aspecto caro se encontraba en el pasillo curvo. Tras ella era visible el atrio con sus cortinajes.

—¿Doctor Graves? —dijo.

—¿Sí?

—¿Brian Kyle Graves?

—Eso es.

—Querría hablar con usted, por favor.

Kyle se levantó y le indicó que pasara.

—Me llamo Chikamatsu. Me gustaría hablar con usted sobre su investigación.

Kyle indicó otra silla. Chimkamatsu se sentó, y Kyle la imitó.

—Tengo entendido que ha tenido cierto éxito con los ordenadores cuánticos.

—No tanto como quisiera. Acabé con un palmo de narices hace un par de semanas.

—Eso he oído —Kyle alzó las cejas—. Represento a un consorcio al que le gustaría contratar sus servicios —pronunció la palabra «consorsio».

—¿Sí?

—Sí. Creemos que está a punto de hacer un hallazgo.

—No a juzgar por mis resultados actuales.

—Un problema menos, estoy segura. Está usted intentando utilizar los campos de Dembinski para inhibir la decoherencia, ¿verdad? Son notablemente juguetones.

Kyle volvió a alzar las cejas.

—Sí que lo son.

—Hemos seguido con interés sus progresos. Sin duda está cerca de hallar una solución. Y si la encuentra, mi consorcio tal vez esté dispuesto a invertir en su procedimiento, suponiendo, naturalmente, que pueda convencerme de que su sistema funciona.

—Bueno, o funciona o no funciona.

Chikamatsu asintió.

—Sin duda, pero tendremos que estar seguros. Tendrá que descomponer en factores un número para nosotros. Y, por supuesto, yo tendría que proporcionar ese número… sólo para asegurarnos de que no sea un truco, ya entiende.

Kyle entornó los ojos.

—¿Cuál es exactamente la naturaleza de su consorcio?

—Somos un grupo internacional. Capitalistas arriesgados.

Ella tenía un pequeño bolso cilindrico de cuero, con abrazaderas de metal. Lo abrió, sacó una oblea de memoria, y se la ofreció a Kyle.

—El número que deseamos factorizar se halla en esta oblea.

Kyle cogió la oblea pero no la miró.

—¿Cuántos dígitos tiene el número?

—Quinientos doce.

—Aunque pueda despiojar mi sistema tal como está ahora, pasará algún tiempo antes de que pueda hacer eso.

—¿Por qué?

—Bueno, por dos motivos. El primero es práctico. Demócrito (ese es el nombre de nuestro prototipo), está constreñido por motivos de hardware a números que tienen exactamente trescientos dígitos de longitud, ni más, ni menos. Aunque pueda hacerlo funcionar bien, no puedo hacer números de otra longitud… los registradores cuánticos tienen que ser sintonizados cuidadosamente para el número total de dígitos precisos.

Chikamatsu pareció decepcionada.

—¿Y el otro motivo?

Kyle alzó las cejas.

—El otro motivo, señorita Chikamatsu, es que no soy ningún criminal.

—¿Cómo… cómo dice?

Kyle blandió la oblea de memoria en la mano mientras hablaba.

—Sólo hay una aplicación práctica para descomponer en factores números grandes, y es para irrumpir en sistemas codificados. No sé a qué datos intentan acceder, pero no soy ningún hacker. Búsquense a otro.

—Es sólo un número generado al azar —dijo Chikamatsu.

—Oh, venga ya. Si me pidiera que factorizara un número cuya longitud entrara dentro de una gama, entre quinientos y seiscientos dígitos, digamos, y si no hubiera aparecido con el número ya escogido de antemano, podría haberla creído. Pero está clarísimo que está intentando acceder al código de alguien.

Kyle iba a devolverle la oblea, pero ahora advirtió la otra cara. Al mirarla, vio la etiqueta, donde aparecía una sola palabra escrita a bolígrafo: Huneker.

—¡Huneker! —dijo Kyle—. ¡No será Joshua Huneker!

Chikamatsu extendió la mano para recuperar la oblea.

—¿Quién? —dijo, con tono inocente pero visiblemente molesta.

Kyle cerró el puño, cubriendo la oblea.

—¿A qué demonios están jugando? ¿Qué tiene esto que ver con Huneker?

Chikamatsu bajó los ojos.

—Creía que no conocía el nombre.

—Mi esposa estaba relacionada con él cuando nos conocimos.

Los ojos almendrados de Chikamatsu se abrieron de par en par.

—¿De veras?

—Sí, de veras. Ahora, dígame de qué demonios va todo esto.

La mujer reflexionó.

—Yo… ah, debo consultar primero con mis asociados.

—No se corte. ¿Necesita un teléfono?

Ella sacó uno de su curioso bolso.

—No.

Se puso en pie, cruzó la sala, y empezó a hablar entre susurros que alternaban entre el japonés y lo que parecía ser ruso, con sólo unas cuantas palabras reconocibles: «Toronto», «Graves», «Huneker», y «cuántico» entre ellas. Parpadeó varias veces: al parecer, le estaban dando una verdadera somanta.

Unos instantes después, plegó el teléfono y lo guardó de nuevo en el bolso.

—Mis colegas no están contentos —dijo—, pero necesitamos su ayuda, y nuestro propósito no es ilegal.

—Tendrá que convencerme de eso.

Ella apretó los labios y dejó escapar ruidosamente el aire por la nariz.

—¿Sabe cómo murió Josh Huneker?