Sacudió la cabeza.
—No sé cuántas conferencias he oído en cursos sobre IA sugiriendo que las formas de vida basadas en los ordenadores nos cuidarán, trabajarán al alimón con nosotros, nos elevarán. ¿Pero por qué iban a hacerlo? Una vez que nos hayan superado, ¿para qué nos necesitarán? —hizo una pausa—. La gente de Epsilon Eridani lo descubrió por la tremenda, supongo.
—¿Entonces qué hacemos? —preguntó Becky.
—No lo sé. Conozco a un tipo… un banquero llamado Cash, que quería enterrar la investigación que yo estaba haciendo sobre informática cuántica. Tal vez tendría que permitírselo. Si es posible alcanzar la verdadera consciencia a través de un elemento mecánico-cuántico, entonces tal vez deberíamos renunciar a nuestros experimentos en informática cuántica.
—No se puede volver a meter al genio en la botella —dijo Becky.
—¿No? Ha pasado más de una década desde la última vez que se hizo estallar una bomba nuclear… y eso se debe en parte a los esfuerzos de la gente que continuó el trabajo de Josh en Greenpeace. Gente como esa cree que se puede volver a meter el genio en la botella.
Heather asintió.
—Para ser un científico informático, eres un psicólogo bastante bueno.
—Eh, no me he pasado un cuarto de siglo contigo para nada —dijo él; hizo una pausa—. Josh se suicidó en 1994. El segundo libro de Roger Penrose sobre la naturaleza cuántica de la consciencia ya existía, y Shor acababa de publicar su algoritmo para permitir que un hipotético ordenador cuántico descompusiera en factores números muy grandes. Dijiste que a Josh le encantaba hablar sobre el futuro: tal vez vio la relación entre la informática cuántica y la consciencia cuántica antes que nadie más. Pero apuesto a que también supo que la humanidad nunca oye las advertencias sobre cosas que no muestran sus consecuencias peligrosas durante años. Si lo hiciéramos, nunca habría habido una crisis ecológica para que Josh reaccionara a ella. No, estoy seguro de que Josh pensaba que se estaba asegurando de que el mensaje llegaría justo cuando más necesitáramos oírlo. De hecho, creo que fue lo bastante ingenuo para creer que el gobierno no silenciaría un mensaje decodificado. Probablemente sospechó que sería lo primero que un ordenador cuántico decodificaría, en una gran demostración pública. ¡Qué espectáculo sería! Justo en el momento en que la humanidad estaría a punto de dar un salto significativo que permitiera la verdadera inteligencia artificial, se descubriría el mensaje de las estrellas, claro como el agua, grande como la vida misma: No lo hagáis.
Heather frunció ligeramente el ceño.
Kyle continuó.
—Era el escenario perfecto para un fan de Alan Turing. La codificación del mensaje no sólo sería el tipo de gesto que al propio Turing le habría gustado hacer (él descifró la máquina Enigma de los nazis, ya sabéis), sino que el test de Turing refuerza lo que los seres de Epsilon Eridani intentaban conseguir. La definición que Turing hace de inteligencia artificial exige que los ordenadores pensantes tengan todos los mismos defectos y debilidades a los que son propensos las personas vivas de carne y hueso: de lo contrario, sus respuestas serían fáciles de distinguir de las de los humanos reales.
Heather pensó durante un momento.
—¿Qué vas a decirle a Chita?
Kyle reflexionó.
—La verdad. Creo que en el fondo, si puede decirse que alguna parte de Chita sea el fondo, ya lo sabía. «Intrusos es la palabra perfecta», dijo.
Kyle sacudió la cabeza.
—Los ordenadores tal vez puedan desarrollar la consciencia… pero nunca conciencia —pensó en los mendigos de Queen Street—. Al menos, no más que nosotros.
Capítulo 36
Después de almorzar, Heather regresó a la universidad para continuar su trabajo en su aparato. Mientras tanto, Kyle y Becky le dijeron a Chita lo que Heather había descubierto sobre el mensaje de Huneker. El SIMIO se mostró tan flemático como siempre.
Becky había estado empleando el aparato grande antes del almuerzo, así que ahora le tocó de nuevo el turno a Kyle. Dejó a Chita funcionando y, con ayuda de su hija, entró en el aparato para tratar con un último tema importante en el psicoespacio.
Kyle lo tenía todo planeado en su mente, hasta el último detalle. Esperaría en el callejón de Lawrence Avenue West: había pasado por delante del edificio suficientes veces para conocer bien su trazado externo. Sabía que Lydia Gurdjieff trabajaba aproximadamente hasta las nueve cada noche. Esperaría a que saliera del viejo edificio remodelado y recorriera el callejón. Y entonces saldría de las sombras.
—¿Señora Gurdjieff? —diría.
Gurdjieff alzaría la cabeza, sobresaltada.
—¿Sí?
—¿Lydia Gurdjieff? —repetiría Kyle, como si pudiera haber alguna duda.
—Soy yo.
—Me llamo Kyle Graves. Soy el padre de Mary y Becky.
Gurdjieff empezaría a retroceder.
—Déjeme en paz —diría—. Llamaré a la policía.
—Por favor, hágalo —replicaría Kyle—. Y aunque no tiene usted licencia, traigamos también a la Asociación de Psiquiatras de Ontario y al Consejo Médico.
Gurdjieff continuaría retrocediendo. Miraría por encima del hombro y vería a otra figura recortada al fondo del callejón.
Kyle mantendría los ojos fijos en ella.
—Esa es mi esposa, Heather —diría casualmente—. Creo que ya la conoce.
—¿Se-señora Davis? —tartamudearía Gurdjieff, si podía recordar el nombre y el rostro de la única vez que se habían visto antes—. Tengo una alarma anti-violadores.
Kyle asentiría, casi indiferente. Mantendría la voz completamente neutra.
—Y sin duda estará dispuesta a usarla aunque no se esté produciendo ninguna violación.
Heather intervendría en este punto:
—Igual que estuvo dispuesta a acusar a mi padre de haber abusado de mí, aunque murió antes de que yo naciera.
Gurdjieff vacilaría.
Heather acortaría distancias.
—No vamos a hacerle daño, señora Gurdjieff. Ni siquiera mi marido, aquí presente, va a ponerle un dedo encima. Pero va a tener que escucharnos. Va a escuchar lo que le ha hecho a Kyle y a nuestra familia —Heather alzaría la mano, para mostrar la cámara alojada en su palma—. Como puede ver, he traído una videocámara. Voy a grabar todo esto… para que no haya ninguna ambigüedad, ninguna posible malinterpretación, ninguna forma de darle un sesgo distinto una vez haya sucedido —haría una pausa, luego dejaría que su voz adquiriera un tono más brusco—. Nada de recuerdos falsos.
—No pueden hacer esto.
—Después de lo que nos ha hecho usted a mí y a mi familia —replicaría Kyle, la voz grave—, imagino que podemos hacer todo lo que queramos… incluyendo hacer pública esta cinta, junto con nuestras pruebas. Mi esposa se ha convertido en una celebridad últimamente: aparece mucho en televisión. Está en posición de alertar a todo el mundo sobre el tipo de fraude enfermizo que es usted. Puede que no necesite licencia, pero podemos apartarla de su negocio.
Gurdjieff miraría a derecha e izquierda, como un animal acorralado sopesando posibilidades de huida, y luego se volvería hacia Kyle.
—Le escucho —diría por fin, cruzando los brazos sobre su pecho.
—No tiene ni idea de cuánto amo a mis hijas —diría Kyle. Una pausa, para que aquello calara—. Cuando Mary nació, fui el hombre más feliz del planeta. Me pasaba las horas mirándola —apartaría la mirada, recordando—. Era tan pequeñita, tan pequeñita. Sus dedi-tos… no podía creer que pudiera haber nada tan pequeño y tan delicado. Supe en el momento en que la vi que estaría dispuesto a morir por ella. ¿Comprende eso, señora Gurdjieff? Aceptaría una bala en el corazón por ella, me metería en un edificio en llamas por ella. Lo significaba todo para mí. No soy una persona religiosa, pero por primera vez en la vida, me sentí bendecido.