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El remolino ya no era un fondo infinitamente lejano. Ahora se acercaba cada vez más, su superficie rodando y…

… y allí, directamente delante, había una abertura. Un agujero perfectamente pentagonal.

Sí, un pentágono en vez de un hexágono. La única forma poligonal que había visto hasta ahora en todo este reino había sido de seis lados, pero esta abertura sólo tenía cinco.

Mientras se acercaba aún más, vio que no era sólo un agujero. Más bien, se trataba de un túnel, pentagonal de diámetro, que retrocedía, con sus paredes internas resbaladizas y húmedas y azules… un color que hasta ahora no había visto cuando contemplaba el psicoespacio.

Heather supo, de algún modo, que el pentágono era parte de la otra supermente, la extensión que se extendía tentativamente, tratando de contactar con el colectivo humano.

Y de repente se dio cuenta de cuál era su papel, y por qué los centauros se habían tomado tantos problemas para enseñarle a los humanos a construir un aparato para acceder al tetraespacio.

La supermente humano no podía ver dentro de sí misma más de lo que Heather podía hacerlo dentro de su propio cuerpo. Pero ahora que una de sus extensiones triespaciales estaba navegando dentro de ella, podía usar las percepciones de Heather para calibrar exactamente lo que sucedía. Ella era un laparoscopio dentro del inconsciente colectivo, ojos y oídos para toda la humanidad mientras trataba de encontrar sentido a lo que estaba experimentando.

Los centauros se habían equivocado al calibrar la inteligencia humana. Sin duda habían esperado que millones de humanos estuvieran ya explorando el psicoespacio para cuando su supermente tocara por primera vez la nuestra, en vez de sólo a un frágil individuo.

Pero el propósito era claro: necesitaban a la supermente humana para aceptar al recién llegado como un amigo en vez de como una amenaza, para dar la bienvenida a la humanidad en vez de desafiarla. Quizás la supermente de la Tierra no era la primera con la que habían contactado los centauros; quizás un contacto anterior había salido mal, y el sorprendente contacto exterior llenó de pánico a alguna otra supermente alienígena, o la volvió loca.

Heather estaba haciendo algo más que ver simplemente por la supermente. Estaba meditando sus pensamientos; la cola, por un breve instante, agitaba al perro. Observó la presencia alienígena con maravilla y asombro y nerviosismo, y pudo sentir, de una forma extraña, como el equivalente psíquico de la visión periférica, a aquellas mismas emociones propagándose de vuelta a la supermente humana.

Era agradable recibir la bienvenida, era excitante, estimulante, fascinante, y…

… y algo más también.

La ola psíquica cambió, y los pensamientos de la supermente humana cubrieron ahora a Heather, inundándola, sumergiéndola. Era una sensación completamente nueva para la supermente, algo que nunca había experimentado antes. Y sin embargo Heather había tenido una pequeña experiencia personal con este fenómeno, como tenían la mayoría de las extensiones triespaciales. Se encontró meditando de nuevo los pensamientos de la supermente, ayudando a darles forma, ayudando a interpretar.

Y entonces…

Entonces oleadas de nueva sensación, gigantescas y maravillosas olas que chocaban…

Olas abrumadoras.

Toda la supermente humana resonaba con una sola nota, cristalina, una transformación, una trascendencia…

Heather cerró los ojos con fuerza, y el aparato se reformó a su alrededor justo a tiempo, antes de que el tsunami de esta gloriosa sensación nueva pudiera barrerla por completo.

Fogarty desconectó el datapad y se lo metió en el bolsillo de su chaqueta vulgar. Emitió un tañido a plástico contra el aturdidor militar que llevaba allí.

Habían pasado treinta minutos desde que la última persona recorrió el pasillo: el edificio estaba tan muerto como jamás podría estarlo. Cuando Graves entró, Fogarty lo siguió: había advertido que entraba en su despacho, no en el laboratorio.

Fogarty se levantó y deslizó el aturdidor en su gruesa palma. Todo lo que tenía que hacer era tocar el cuerpo de Graves y una descarga bastaría para que el corazón del hombre se detuviese. Con el historial médico de Graves, nadie sospecharía de un atentado. Y aunque lo hicieran, ¿qué? Nadie podría relacionarlo con Fogarty (ni con Cash, para el caso): las descargas de los aturdidores no podían ser rastreadas. Y naturalmente Fogarty tenía todas las manos cubiertas de plastipiel, moldeada con las propias huellas dactilares de Graves; eso no sólo le permitiría engañar a la cerradura de Graves, también le aseguraría que ninguna de sus propias huellas quedaran en la escena.

Fogarty echó una última ojeada al pasillo para asegurarse de que no había nadie, y entonces se encaminó hacia la puerta del despacho de Kyle.

Le importaba un carajo la amenaza a la banca, naturalmente: eso no era asunto suyo. Cash había mencionado que ya habían comprado a un investigador israelí, pero si este tal Graves era tan estúpido como para correr riesgos, bueno, a él no le importaba.

Dio un paso, y…

… y se sintió mareado por un instante, levemente desorientado, aturdido.

Pasó, pero…

Kyle, pensó. Cuarenta y cinco años, según el dossier que Cash le había enviado por correo electrónico.

Padre, marido… Cash había dicho que Graves se había reconciliado hacía poco con su esposa.

Brian Kyle Graves… otro ser humano.

Fogarty acarició el aturdidor.

Sabes, según el dossier, el tipo parecía bastante decente, y…

Y, bueno, desde luego Fogarty no querría que alguien le hiciera algo como esto a él mismo.

Otro paso. Pudo oír el sonido apagado de Graves dictando a su procesador de textos.

Fogarty se detuvo. Cristo, había eliminado a más de dos docenas de problemas el año pasado tan solo, pero…

Pero…

Pero…

No puedo hacer esto, pensó. No puedo.

Se dio la vuelta y se perdió pasillo abajo.

Kyle terminó de dictar su informe y se dirigió a El Abrevadero; había quedado con verse con Stone Bentley allí, cuando éste saliera de una reunión que tenía en el Royal Ontario Museum.

—Pareces de buen humor —dijo Stone cuando Kyle se sentó frente a él.

Kyle sonrió.

—Me siento mejor que en años. Mi hija se ha dado cuenta de que estaba equivocada.

Stone alzó las cejas.

—¡Eso es maravilloso!

—Lo es, ¿verdad? Dentro de unas pocas semanas será mi cumpleaños… no podría pedir un regalo mejor.

Llegó una camarera.

—Un vaso de tinto —dijo Kyle. Stone ya tenía una jarra de cerveza delante.

La camarera se marchó.

—Quiero darte las gracias, Stone. No sé si podría haber superado esto sin ti.

Stone no dijo nada, así que Kyle continuó:

—A veces no es fácil ser hombre. La gente tiende a asumir que somos culpables, supongo. De todas formas, tu apoyo significó mucho para mí. Saber que habías sobrevivido a algo similar me dio… no sé, supongo que «esperanza» es la palabra adecuada.

La camarera llegó y depositó sobre la mesa el vaso de vino de Kyle. Kyle le dio las gracias, y entonces alzó su bebida.

—Por nosotros… un par de supervivientes.

Después de un momento, Stone alzó su cerveza y permitió que Kyle hiciera entrechocar su vaso contra la jarra. Pero Stone no bebió. Depositó de nuevo la jarra en la mesa y su mirada se perdió en la distancia.

—Lo hice —dijo en voz baja.

Kyle no lo entendió.

—¿Perdona?

Stone lo miró.

—Lo hice… esa chica, hace cinco años. La acosé.

Sostuvo la mirada de Kyle durante unos segundos, al parecer buscando una reacción, y entonces miró de nuevo al mantel.