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– Tienes un rostro muy extraño -me dijo-. No eres realmente feo.

– Empleado de almacén número cuatro, abriéndose camino.

– ¿Has estado alguna vez enamorado?

– El amor es para la gente real.

– Tú pareces real.

– No me gusta la gente real.

– ¿No te gusta?

– La odio.

Bebimos algo más, sin hablar mucho. Seguía nevando.

Gertrude volvió su cabeza y miró a la gente del bar. Luego me miró a mí.

– ¿Verdad que es guapo?

– ¿Quién?

– Aquel soldado de allí. Está sentado solo. Se sienta tan derecho. Y lleva puestas todas sus medallas.

– Venga, vámonos de aquí.

– Pero si es temprano aún.

– Te puedes quedar si quieres.

– No, quiero ir contigo.

– No me importa un pijo lo que hagas.

– ¿Es el soldado? ¿Te has cabreado por culpa de ese soldado?

– ¡Oh, mierda!

– ¡Es por ese soldado!

– Me voy.

Me levanté de la mesa, dejé un billete y me fui hacia la puerta. Oí como Gertrude me seguía. Bajé por la calle en mitad de la nieve. Al poco rato ella estaba caminando a mi lado.

– No puedes ni siquiera coger un taxi. ¡No puedo andar por la nieve con estos tacones altos!

Yo no contesté. Caminamos las cuatro o cinco manzanas que nos separaban de la pensión. Subí los escalones de la puerta con ella a mi lado. Subí a mi habitación, abrí la puerta, la cerré, me quité la ropa y me metí en la cama. La oí arrojar algo contra la pared de su habitación.

28

Seguí caligrafiando mis relatos. La mayoría de ellos los mandaba a Clay Gladmore, cuya revista neoyorquina Frontfire yo admiraba. Sólo pagaban 25 dólares por historia, pero Gladmore había descubierto a William Saroyan y a muchos otros, y había sido amigo íntimo de Sher-wood Anderson. Gladmore me devolvía muchas cosas con notas de rechazo escritas por él mismo. La verdad es que la mayoría de estas notas no eran muy extensas, pero eran amables y me daban ánimos. Las grandes revistas usaban notas de rechazo ya impresas. Incluso las notas de rechazo impresas de Gladmore parecían tener algún calor amigable: «Lamentamos que, vaya, esta sea una nota de rechazo, pero…»

Así que mantuve a Gladmore ocupado con cuatro o cinco relatos por semana. Mientras tanto trabajaba en modas para señora, en las profundidades del sótano amarillo. Klein todavía no había podido echar de su puesto a Larabee. A Cox, el otro empleado, no le importaba quién echase a quién mientras pudiese fumarse su pitillito en las escaleras cada veinticinco minutos.

Las horas extraordinarias se hicieron automáticas. Yo bebía cada vez más y más en mis horas libres. La jornada de ocho horas había desaparecido para siempre. Cuando entrabas allí por la mañana podías estar seguro de que ibas a tener un mínimo de once horas de trabajo. Esto incluía también los sábados, que en teoría eran media jornada, pero que se habían transformado en jornada completa. La guerra seguía su curso, pero las señoras compraban trajes como endemoniadas…

Fue después de una jornada de doce horas intensivas. Me había puesto mi abrigo, subido las escaleras del sótano, encendido un cigarrillo e iba caminando por el pasillo hacia la salida cuando oí la voz del jefe:

– ¡Chinaski!

– ¿Sí?

– Venga aquí.

El jefe estaba fumándose un largo y costoso cigarro. Parecía feliz y descansado.

– Este es mi amigo Carson Gentry.

Carson Gentry también estaba fumándose un costoso cigarro.

– El señor Gentry también es escritor. Está muy interesado en la literatura. Le he dicho que usted era escritor y ha querido conocerle. ¿No le importa, no?

– No, no me importa.

Los dos se quedaron allí sentados mirándome y fumándose sus puros. Pasaron unos cuantos minutos. Inhalaban, expulsaban el humo, me miraban.

– ¿Les importa que me vaya?

– Está bien -dijo mi jefe.

29

Siempre me iba andando hasta la pensión, estaba a seis o siete bloques de distancia. Los árboles a lo largo de las calles eran todos iguales: pequeños, retorcidos, medio congelados, sin hojas. Me gustaban. Caminaba junto a ellos bajo la fría luz de la luna.

Aquella escena en la tienda se me había quedado grabada. Aquellos puros, los trajes lujosos. Pensé en buenos solomillos, largos paseos en magníficos automóviles metiéndose por carreteras privadas que llevaban a hermosas mansiones fastuosas. Relajo. Viajes a Europa. Mujeres de primera. ¿Eran ellos mucho más inteligentes que yo? La única diferencia era el dinero, y su deseo de acumularlo.

¡Yo también tenía tal deseo! Ahorraba mis perras chicas. Pero tenía una idea. Pediría un crédito. Yo contrataría y despediría a la gente. Tendría un escritorio de caoba lleno de botellas de whisky. Tendría una mujer con pechos de la talla 40 y un culo que haría que el chico de los periódicos de la esquina se corriese en los pantalones cuando lo viera contonearse. Yo la engañaría con otras y ella lo sabría y no diría nada para poder seguir viviendo en mi casa gozando de mi fortuna. Despediría a hombres sólo por advertir una leve sombra de disgusto en sus caras. Despediría a mujeres que no se esperaban que yo las fuese a despedir.

Eso era todo lo que un hombre necesitaba: esperanza. Era la falta de esperanza lo que hundía a un hombre. Recordaba mis días en Nueva Orleans, viviendo de dos barritas de caramelo de 5 centavos al día durante semanas con tal de no trabajar y tener tiempo para escribir. Pero el morirse de hambre, desgraciadamente, no ayuda a mejorar el arte. Sólo era un impedimento. El alma de un hombre estaba radicada en su estómago. Un hombre podía escribir mucho mejor después de haberse zampado un buen solomillo de ternera y bebido medio litro de whisky de lo que jamás podría hacerlo después de haber comido una barrita de caramelo de a níquel. El mito del artista hambriento era una falacia. Una vez que te dabas cuenta de que todo era una falacia, conseguías la sabiduría y empezabas a sangrar y a arder en llamas y a romper tu ser en explosiones. Yo construiría un imperio con los cuerpos fracturados y las vidas de los hombres sin esperanza, mujeres y niños… Les impulsaría a todos ellos a lo largo de todo el camino. ¡Les enseñaría!

Estaba en mi pensión. Subí las escaleras hasta la puerta de mi cuarto. Abrí la puerta y encendí la luz. La señora Downing había dejado mi correo en el umbral. Había un gran sobre marrón de Gladmore. Lo recogí, era pesado, contenía manuscritos rechazados. Me senté y abrí el sobre.

Estimado Sr. Chinaski:

Le devolvemos estos cuatro relatos, pero nos quedamos con Mi alma borracha de cerveza es más triste que todos los árboles de Navidad muertos en todo el mundo. Hemos estado observando su trabajo desde hace tiempo y nos alegramos mucho de aceptar este relato.

Un abrazo:

Clay Gladmore

Me levanté de la silla sosteniendo todavía la nota entre mis manos, mi PRIMER texto aceptado. De la revista literaria número uno de América. Nunca me había parecido el mundo tan hermoso, tan lleno de promesas. Caminé encima de la cama, me senté, me tumbé en el suelo, la leí otra vez, estudié cada curvatura de la firma de Gladmore. Me levanté, llevé la nota hasta la cómoda, la apoyé allí. Entonces me desnudé, apagué las luces y me metí en la cama. No me podía dormir. Me levanté, encendí la luz, me acerqué a la cómoda y la leí de nuevo: