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* Emisora de radio californiana especializada en música clásica. (N. del T.)

32

Se llamaba Laura. Eran las dos en punto de la tarde y anduve por el sendero que había detrás de la tienda de muebles en la calle Alvarado. Llevaba mi maleta conmigo. Había allí un gran caserón blanco, de madera, con dos pisos, viejo, con la pintura blanca cayéndose a pedazos.

– Ahora apártate de la puerta ç-dijo ella-. Hay un espejo en mitad de las escaleras que le permite ver quién está llamando.

Laura se quedó allí llamando al timbre mientras yo me escondía a la derecha de la puerta.

– Déjale que me vea, y cuando suene el zumbido, yo abro la puerta y tú me sigues.

Sonó el zumbido y Laura abrió la puerta empujándóla. La seguí adentro, dejando mi maleta al final de las escaleras. Wilbur Oxnard estaba en lo alto de las escaleras y Laura subió corriendo a saludarle. Wilbur era un tipo viejo, con el pelo gris y con un solo brazo.

– ¡Nena, qué alegría verte!

Wilbur rodeó a Laura con su único brazo y la besó. Cuando se separaron, me vio a mí.

– ¿Quién es ese tipo?

– Oh, Willie, quiero presentarte a un amigo mío.

– Hola -dije yo.

Wilbur no me contestó.

– Wilbur Oxnard, Henry Chinaski -nos presentó Laura.

– Es un placer conocerle, Wilbur -dije yo.

Wilbur siguió sin contestarme. Finalmente dijo:

– Bueno, subid arriba.

Seguí a Wilbur y Laura hasta el salón principal. Había monedas desparramadas por todo el suelo, de cinco, quince, veinticinco y cincuenta centavos. En pleno cen-tro de la habitación estaba plantado un órgano eléctrico. Les seguí hasta la cocina y nos sentamos en la mesa del desayuno. Laura me presentó a las dos mujeres que estaban allí sentadas.

– Henry, esta es Grace y esta otra Jerry. Chicas, este es Henry Chinasky.

– Hola, tío -dijo Grace.

– ¿Cómo estás? -dijo Jerry.

– Es un placer conocerlas, señoritas.

Estaban bebiendo whisky acompañado con jarras de cerveza. Había un cuenco en el centro de la mesa lleno de aceitunas verdes y negras, guindillas y corazones de apio. Me acerqué y cogí una guindillita chile.

– Arréglatelas tú solo -me dijo Wilbur, pasándome la botella de whisky. Ya me había puesto antes una cerveza delante. Me serví un trago.

– ¿Qué es lo que haces? -rae preguntó Wilbur.

– Es escritor -dijo Laura-. Ha publicado cosas en revistas.

– ¿Eres escritor? -me preguntó Wilbur.

– A veces.

– Necesito un escritor. ¿Eres bueno?

– Todo escritor se cree bueno.

– Necesito a alguien que me escriba el libreto para una ópera que he compuesto. Se titula «El emperador de San Francisco». ¿Sabes que hubo una vez un tío que quería ser emperador de San Francisco?

– No, no lo sabía.

– Es muy interesante, te dejaré un libro que lo cuenta todo.

– De acuerdo.

Nos quedamos allí tranquilamente sentados, bebiendo. Todas las chicas tenían treinta años largos, eran atractivas y muy sexys, y lo sabían.

– ¿Te gustan las cortinas? -me preguntó Wilbur-. Las chicas las hicieron para mí. Las chicas tienen mucho talento.

Eché un vistazo a las cortinas. Eran horrendas, con grandes fresones de color rojo por todas partes, sostenidos por tallos con rocío.

– Me gustan -le dije.

Wilbur sacó algo más de cerveza y todos nos servimos más tragos de la botella de whisky.

– No os preocupéis -dijo Wilbur-, cuando se acabe ésta, hay más botellas.

– Gracias, Wilbur.

Me miró.

– Se me está quedando el brazo paralizado.

Levantó el brazo y movió los dedos.

– Apenas puedo mover los dedos. Creo que me voy a morir. Los doctores no saben encontrarme nada. Las chicas se creen que bromeo, las chicas se ríen de mí.

– A mí no me parece que bromee -le dije-, yo le creo.

Tomamos un par de tragos más.

– Me gustas -dijo Wilbur-, se ve que has visto mundo, has adquirido clase.

– No sé nada de clase -dije-, pero sí que he visto mundo.

– Vamos a la otra habitación, quiero que oigas algunos coros de la ópera.

– Muy bien -dije.

Abrimos una nueva botella de whisky, sacamos más cerveza y fuimos a la otra habitación.

– ¿Quieres que te haga un poco de sopa, Wilbur? -preguntó Grace.

– ¿Cuándo se ha visto que alguien tome sopa tocando el órgano? -le contestó él.

Todos nos reímos. A todos nos agradaba Wilbur.

– Tira dinero por el suelo cada vez que se emborracha -me susurró Laura-. Nos dice cosas desagradables y nos arroja monedas. Dice que eso es lo que valemos. Se puede poner muy desagradable.

Wilbur se levantó, fue hasta su dormitorio, salió con una gorra de marino en la cabeza y volvió a sentarse. Comenzó a tocar el órgano con su único brazo y sus dedos paralizados. Tocaba el órgano con mucha fuerza. Nos quedamos allí sentados, bebiendo y escuchando la música. Cuando acabó, aplaudí.

Wilbur se dio la vuelta en el taburete.

– Las chicas estaban aquí la otra noche -dijo-, y entonces alguien gritó ¡A CORRER! Deberías haberlas visto correr, algunas de ellas desnudas, otras en bragas y sujetador, se pusieron todas a correr y a esconderse en el garaje. Fue endemoniadamente divertido. Yo me quedé aquí sentado y ellas volvieron empujándose, una tras otra desde el garaje. ¡Fue realmente divertido!

– ¿Quién fue el que gritó «¡A CORRER!»? -pregunté.

– Yo -dijo él.

Entonces se puso de pie, se fue hasta su dormitorio y comenzó a desnudarse. Le pude ver sentado al borde de su cama en ropa interior. Laura entró en la habitación, se sentó en la cama a su lado y le besó. Luego salió y Grace y Jerry entraron. Laura me señaló al final de las escaleras. Yo bajé, cogí mi maleta y subí con ella.

33

Cuando nos despertamos, Laura me habló de Wilbur. Eran las nueve y media de la mañana y no se oía un solo sonido en toda la casa.

– Es un millonario -dijo ella-, no te dejes engañar por este viejo caserón. Su abuelo compró tierras por todos los alrededores y su padre también. Grace es su chica, pero Grace le hace mucho la puñeta. Y él es un tacaño hijo de puta. Le gusta acoger en su casa a las chicas de los bares que no tienen sitio donde dormir. Pero todo lo que las da es cama y comida, nada de dinero. Y sólo se puede beber cundo él bebe. Pero una noche Jerry le jugó una buena pasada. El estaba cachondo persiguiéndola alrededor de la mesa, y ella dijo: «¡No, no, no, no hasta que me prometas cincuenta pavos al mes de por vida!» Y él finalmente firmó un trozo de papel. ¿Y sabes que esto llegó a juicio? Le condenaron a pagar a Jerry cincuenta pavos mensuales y está fijado que cuando muera, su familia tendrá que seguir pagándole.

– Eso está bien -dije yo.

– Grace es su favorita, sin embargo.

– ¿Y tú, qué?

– No por mucho tiempo.

– Me alegro, porque me gustas.

– ¿De verdad?

– Sí.

– Ahora, estáte atento. Si sale esta mañana con la gorra de marino puesta, la gorra de capitán, eso quiere decir que vamos a salir en el yate. El médico le dijo que se comprara un yate, por su salud.

– ¿Es grande?

– Ya lo creo. ¿Oye, cogiste todas esas monedas del suelo la pasada noche?

– Sí -contesté.

– Es mejor coger sólo unas pocas y dejar unas cuantas.

– Supongo que tienes razón. ¿Vuelvo a echar algunas?

– Si ves la oportunidad.

Me levanté y empecé a vestirme cuando Jerry entró corriendo en el dormitorio.

– Está parado enfrente del espejo ajustándose la gorra en el ángulo correcto. ¡Vamos a salir en el yate!

– Está bien, Jerry -dijo Laura.

Empezamos los dos a vestirnos. Salimos justo a tiempo. Wilbur no dijo nada. Estaba de resaca. Le seguimos escaleras abajo hasta el garaje y nos metimos en un coche increíblemente viejo. Era tan viejo que tenía detrás un asiento de esos «ahítepudras» que se abren como un maletero. Grace y Jerry subieron al asiento delantero con Wilbur y yo me subí al ahítepudras con Laura. Wilbur salió por el sendero, cogió la calle Alvarado en dirección sur y pusimos rumbo a San Pedro.