Выбрать главу

Nos quedamos todos sentados en el bar tratando de pensar en nuestro próximo paso.

– Me pregunto -dijo Jerry-, si no lo mataría yo.

– ¿Matarle cómo? -pregunté.

– Por mezclar agua con vodka. El siempre lo bebía a palo seco. Podría haber sido el agua lo que lo mató.

– Podría ser -dije.

Entonces me volví hacia el camarero.

– Tony -dije-. ¿Podrías por favor servirle a la señorita un vodka con agua?

Grace no encontró la broma divertida.

Yo no vi como ocurrió, pero más tarde me lo contaron. Grace salió y se fue a casa de Wilbur y empezó a dar golpes en la puerta, a dar golpes y a gritar y a dar golpes, y el hermano, el doctor, abrió la puerta, pero no la dejó entrar, estaba de luto y drogado y no la quiso dejar pasar, pero Grace no se dio por vencida. El doctor no conocía a Grace muy bien (puede que todo lo que supiese de ella es que era una buena jodedora) y el tío cogió el teléfono y llamó a la policía, que vino, pero ella estaba demasiado enloquecida y rabiosa e hicieron falta dos de ellos para ponerle las esposas. Cometieron el error de esposarla por delante y ella subió los brazos y luego los bajó y le rasgó a uno de los polis la mejilla, se la abrió de tal modo que podías asomarte por un lado de su cara y verle los dientes. Vinieron más polis y se llevaron a Grace, dando alaridos y pegando patadas, y después de eso ninguno de nosotros nos volvimos nunca a ver.

36

Filas y filas de silenciosas bicicletas. Estanterías repletas de repuestos de bicicletas. Filas y filas de bicicletas colgando del techo: bicicletas verdes, bicicletas rojas, bicicletas amarillas, bicicletas púrpura, bicicletas azules, bicicletas para niñas, bicicletas para niños, todas colgando allí arriba; los radios relucientes, las ruedas, los neumáticos de goma, la pintura, los sillines de cuero, luces traseras, luces delanteras, los frenos de mano; cientos de bicicletas, fila tras fila.

Teníamos una hora libre para almorzar. Yo comía rápidamente. Como me pasaba levantado casi toda la noche y me despertaba muy temprano, estaba siempre cansado, con todo el cuerpo dolorido. Había logrado encontrar un rincón retirado bajo las bicicletas. Me arrastraba hasta allí, bajo las nutridas hileras de bicicletas inmaculadamente ordenadas. Me tumbaba allí de espaldas, y suspendidas sobre mí, alineadas con precisión, colgaban filas de relucientes radios de plata, llantas, cubiertas de caucho negro, brillante pintura nueva, pedales. Todo en perfecto orden. Era inmenso, correcto, ordenado… 500 ó 600 bicicletas en formación encima mío, cubriéndome, por todas partes. De algún modo aquello estaba lleno de significado. Sólo tenía que mirarlas para saber que únicamente tenía cuarenta y cinco minutos de reposo bajo aquella selva cíclica.

También sabía por otra parte de mi conciencia que si alguna vez me dejaba llevar y caía en el torbellino mecánico de aquellas bicicletas nuevas y relucientes, estaba listo, acabado para siempre, y nunca podría salvarme. Así que sólo me tumbaba de espaldas y dejaba que las ruedas y los radios y los colores me calmaran de algún modo.

Me tapaban. Y es que un hombre con resaca nunca debe tumbarse de espaldas y ponerse a contemplar el techo de un almacén. Las vigas de madera al final se apoderan de ti; y los cielorrasos de cristal -puedes ver la jaula para gallinas en los cielorrasos de cristal- esos barrotes a un hombre le recuerdan de algún modo una jaula. Entonces viene la pesadumbre en los ojos, el morirse por un trago; y luego el sonido de la gente moviéndose, los puedes oír, sabes que tu hora ha llegado, y no se sabe cómo te ves levantándote y moviéndote y rellenando y facturando pedidos…

37

Ella era la secretaria del encargado. Se llamaba Carmen -mas a pesar del nombre español era rubia y llevaba siempre vestidos ajustados con escote, zapatos de tacón, medias de nylon y liguero, y su boca estaba empo-rrotada de lápiz de labios, pero, ay, podía vibrar, podía menearse, se cimbreaba mientras llevada las órdenes a facturar, se cimbreaba de vuelta a la oficina, con todos los muchachos pendientes de cada movimiento, cada sacudida de sus nalgas; meciéndose, balanceándose, bamboleándose. No soy un hombre de damas. Nunca lo he sido. Para ser un hombre de damas te lo tienes que hacer con una conversación cortés. Nunca he sido muy bueno conversando así, pero, finalmente, con Carmen presionándome, la llevé a uno de los camiones que estábamos descargando en la parte trasera del almacén y allí me la tiré, de pie en el fondo de la caja del camión. Fue algo bueno, algo cálido, pensé en el cielo azul y en anchas playas vacías, aunque también fue un poco triste -había una ausencia definitiva de sentimiento humano que yo no podía comprender ni superar. Tenía su vestido subido por encima de las caderas y allí estaba yo, bombeándole mi polla en la vagina, abrazándola, presionando finalmente mi boca contra la suya, espesa de carmín, y corriéndome entre dos cajas de cartón sin abrir, con el aire lleno de cenizas y su espalda apoyada contra la pared mugrienta y astillada del camión en medio de la misericordiosa oscuridad.

38

Todos nos desdoblábamos a la vez en mozos de carga y en chupatintas de almacén. Cada uno rellenaba y facturaba sus propias órdenes. El encargado sólo se ocupaba de descubrir errores. Y como cada uno era responsable de sus encargos de principio a fin, no había manera de escurrir el bulto. Tres o cuatro meteduras de pata en los repartos y estabas despedido.

Vagabundos e indolentes, todos los que allí trabajábamos sabíamos que teníamos los días contados. Así que andábamos relajados y aguardábamos a que descubriesen lo ineptos que éramos. Mientras tanto, vivíamos integrados en tal sistema, les dábamos unas pocas horas de honestidad y bebíamos juntos por las noches.

Eramos tres. Uno, yo. Y un tío que se llamaba Héctor Gonzalves, alto, con los hombros caídos, plácido. Tenía una adorable esposa mejicana que vivía con él en una gran cama doble por arriba de Hill Street. Yo lo sabía porque una noche había estado allí con él bebiendo cerveza y luego había acojonado a su mujer. Héctor y yo habíamos llegado después de una noche de borrachera en diversos bares y yo la saqué de un tirón de la cama y la besé delante de Héctor. Me figuré que llegado el caso podría noquearle. Todo lo que tenía que hacer era mantener un ojo alerta por si sacaba la navaja. Finalmente, me disculpé por ser tan gilipollas. No pude culparla por no mostrarse muy amigable conmigo. Nunca volví allí.

El tercero era Alabam, un ladronzuelo de poca monta. Robaba espejos retrovisores, tornillos y tuercas, destornilladores, bombillas, reflectores, bocinas, baterías. Robaba bragas de mujer y sábanas de los tenderos, alfombras de los recibidores, felpudos de los portales. Se iba a los supermercados y compraba un saco de patatas, pero en el fondo del saco iban filetes, jamón, latas de anchoas, etc. Se hacía llamar George Fellows. George tenía una desagradable costumbre: bebía conmigo, y cuando yo estaba completamente pasado y ya casi indefenso, me atacaba. Quería a toda costa azotarme en el culo, pero era un tío enclenque y cobarde como una hiena. Yo siempre me las arreglaba para levantarme lo suficiente para pegarle una en el vientre y otra en la sien, que le mandaban tropezando y cayéndose hasta el final de las escaleras, dejando normalmente por el camino objetos robados que se le caían del bolsillo -mi bayeta, un abrelatas, un despertador, mi pluma, un frasco de pimienta, o quizás un par de tijeras.

El encargado del almacén de bicicletas, el señor Han-sen, era un hombre de cara colorada, sombrío, con la lengua verde de chupar caramelos de menta para quitarse el aliento a whisky. Un día me llamó a su oficina.