– Oye, Henry, esos dos tipos son bastante imbéciles ¿no?
– A mí me caen bien.
– Pero, quiero decir que, Héctor especialmente… realmente es un imbécil. Oh, entiéndeme, está bien, pero quiero decir que, bueno, ¿crees que es capaz de hacer algo de provecho?
– Héctor está bien, señor.
– ¿Lo dices en serio?
– Por supuesto.
– Y ese Alabam, tiene ojos de comadreja. Probablemente nos roba seis docenas de pedales de bicicleta cada mes ¿no crees?
– Yo no lo creo así, señor. Yo nunca le he visto llevarse nada.
– Chinaski…
– ¿Sí, señor?
– Te voy a aumentar el sueldo diez dólares a la semana.
– Gracias, señor. -Nos dimos la mano. Fue entonces cuando me di cuenta de que él y Alabam estaban compinchados y birlaban material del almacén.
39
Jan tenía un polvo excelente. Había tenido dos niños, pero tenía un polvo de lo más acojonante. Nos habíamos conocido en una camioneta-bar -yo estaba gastando mis últimos cincuenta centavos en una grasienta hamburguesa- y hablamos empezado a hablar. Ella me invitó a una cerveza, me dio un número de teléfono, y tres días más tarde me mudaba a su apartamento.
Tenía un chochito prieto y recibía la polla como si fuese un cuchillo que fuera a matarla. Me recordaba a una pequeña cerdita, jamona y lujuriosa. Había en ella la suficiente rabia y hostilidad como para hacerme sentir que con cada embestida de mi cuchillo le pagaba de vuelta sus ataques de mala leche. Le habían extirpado un ovario y aseguraba que no podía quedarse preñada; pero, para tener un solo ovario, respondía generosamente.
Jan se parecía mucho a Laura -sólo que era más delgada y más bonita, con una larga cabellera rubia que le caía por los hombros y unos hermosos ojos azules. Era extraña; siempre estaba cachonda por las mañanas a pesar de la resaca. Yo por las mañanas y con resaca no podía andar muy caliente. Yo era un hombre nocturno. Pero, por la noche, ella siempre estaba chillándome y arrojándome cosas: teléfonos, guías telefónicas, botellas, vasos (llenos y vacíos), radios, bolsos, guitarras, ceniceros, diccionarios, relojes de pulsera rotos, despertadores… Era una mujer fuera de lo corriente. Pero había una cosa con la que siempre había que contar. Ella quería follar por las mañanas, con muchas ganas. Y yo tenía que ir al almacén de bicicletas.
Una mañana típica, mirando el reloj, la eché el primer polvo, gargajeando, con ganas de toser y con náuseas, tratando de disimularlo, luego me calenté, me corrí y me eché a un lado.
– Ya está -dije-, voy a llegar con quince minutos de retraso.
Ella salió trotando hacia el baño, feliz como un pájaro, se limpió, canturreó, se miró el vello de las axilas, se miró en el espejo, se preocupó un poco más por la edad que por la muerte, luego volvió trotando y se metió entre las sábanas mientras yo me embutía mis manchados calzoncillos dispuesto a salir e integrarme al alboroto del tráfico afuera en la Tercera Calle y tirar luego hacia el este para ir a mi trabajo.
– Vuelve a la cama, papi -dijo ella.
– iMra, acabo de conseguir un aumento de sueldo.
– No tienes por qué hacer nada. Sólo túmbate a mi lado un ratito.
– Oh, mierda, nena.
– ¡Por favor! Sólo cinco minutos.
– Oh, joder.
Volví a meterme. Ella apartó las sábanas y me agarró las pelotas. Luego me agarró el pene.
– ¡Oh, qué mono es!
Yo pensaba: ¿cuándo cojones podré salir de aquí?
– ¿Te puedo preguntar una cosa?
– Venga.
– ¿Te importa si lo beso?
– No.
Oía y sentía sus besos, luego noté pequeños lametones. Luego me olvidé de todo lo que se refiriese al almacén de bicicletas. Luego la oí romper un periódico. Sentí algo ajustándose a la punta de mi polla.
– Mira -me dijo.
Me senté. Jan había construido un pequeño sombrerito de papel y me lo había colocado en la punta de la polla. Alrededor del glande había enlazado una pequeña cinta amarilla. La cosa se mantenía graciosamente erguida.
– ¡Ay!, ¿a que está muy guapo? -me preguntó.
– ¿El? Eso soy yo.
– Oh, no, no eres tú, es él, tú no tienes nada que ver con él.
– ¿Que no?
– No. ¿Te importa que lo bese otra vez?
– Está bien, está bien, adelante.
Jan quitó el sombrerito y sosteniéndolo con una mano empezó a besar allí donde había estado puesto. Sus ojos me miraban profundamente. El glande entró en su boca. Me caí de espaldas, condenado para siempre.
40
Llegué al almacén de bicicletas a las 10:30 de la mañana. La hora de entrada era a las 8. Era la pausa de media mañana y el vagón del café estaba a la puerta. El personal del almacén estaba allí fuera. Me acerqué y pedí un café doble y una rosquilla con mermelada. Hablé con Carmen, la secretaria del encargado, acerca de las curiosidades de los camiones de carga. Como de costumbre, llevaba un vestido estrechamente ajustado que se amoldaba a su cuerpo como un globo hinchado se amolda al aire que contiene, quizás más aún. Tenía capas y capas de lápiz de labios rojo oscuro y mientras hablaba se mantenía a la mínima distancia posible, mirándome a los ojos y riéndose, frotando partes de su cuerpo contra mí. Carmen era tan agresiva que asustaba, te daban ganas de salir corriendo ante tal presión. Como la mayoría de las mujeres, quería aquello que no tenía, pero Jan me estaba absorbiendo todo el semen y alguna cosa más. Carmen pensó que yo me lo estaba montando de duro sofisticado. Yo me inclinaba hacia atrás comiéndome mi rosquilla y ella se echaba sobre mí. Acabó el descanso y todos entramos al almacén. De repente me imaginé sosteniendo las bragas de Carmen, ligeramente manchadas de caca con uno de mis dedos del pie mientras yacíamos juntos desnudos en la cama en su apartamento de Main Street. El señor Hansen, el encargado, estaba parado en la puerta de su oficina.
– ¡Chinaski! -bramó. Conocí el tono: todo había acabado para mí.
Me acerqué hasta él y me paré enfrente suyo. Estaba vestido con un traje marrón claro de verano recién planchado, corbata ancha (verde), camisa marrón claro y zapatos negro-marrón claro exquisitamente relucientes. De repente me apercibí de los clavos en las suelas de mis gastados zapatos pinchándome en las plantas de los pies. Me faltaban tres botones de la sucia camisa. La cremallera de mis pantalones se había atascado por la mitad. La hebilla de mi cinturón estaba rota.
– ¿Sí? -pregunté.
– Voy a tener que despedirle.
– Bueno.
– Es usted un empleado cojonudo, pero voy a tener que despedirle.
El tío estaba en una situación embarazosa, a mí me daba un poco de corte por él.
– Ha estado llegando al trabajo a las diez y media durante cinco o seis días. ¿Cómo se cree que les sienta esto a los otros empleados? Ellos trabajan una jornada de ocho horas.
– Estoy de acuerdo. Relájese.
– Mire, yo de joven también era un tío duro. Solía aparecer por el trabajo con un ojo morado tres o cuatro veces al mes. Pero todos los días estaba allí, trabajando y apechugando con mi deber. Puntual. Poco a poco me fui abriendo camino.
No contesté.
– ¿Qué es lo que le pasa? ¿Cómo es que de repente ya no puede venir puntual al trabajo?
Tuve una súbita intuición de que podía salvar mi trabajo si le daba una respuesta adecuada.
– Verá, es que me acabo de casar. Ya sabe lo que son estas cosas. Estoy en mi luna de miel. Por las mañanas, empiezo a ponerme mis vestidos, el sol brilla a través de las persianas y ella me arrastra de nuevo al lecho para una última ración de cuello de pavo.