No funcionó.
– Daré orden de que le extiendan su liquidación.
Hansen se volvió hacia su oficina. Entró y oí como le decía algo a Carmen. Tuve otra repentina inspiración y le llamé con unos golpecitos en uno de los paneles de cristal. Hansen levantó la mirada, se acercó y abrió el cristal.
– Oiga -le dije-, yo nunca me lo he hecho con Carmen, de verdad. Es muy bonita, pero no es mi tipo. Hágame el cheque por toda la semana.
Hansen se dio la vueta.
– Hazle el cheque por una semana.
Era sólo martes. Era algo que no me esperaba -pero él y Alabam estaban por aquel entonces sacando cerca de 20.000 pedales del almacén. Carmen se acercó y me entregó el cheque. Se quedó allí y me sonrió con indiferencia mientras Hansen se sentaba al teléfono y llamaba a la oficina de Desempleo del Estado.
41
Todavía conservaba mi coche de treinta y cinco dólares. Los caballos estaban calientes. Nosotros estábamos calientes. Jan y yo no sabíamos nada de caballos, pero confiábamos en la suerte. En aquellos días se corrían ocho carreras en vez de nueve. Nosotros teníamos una fórmula mágica -la llamábamos «Harmatz en la octava». Willie Harmatz era un jockey más que decente, pero tenía problemas de peso, igual que Howard Grant los tiene ahora. Examinando las estadísticas, nos habíamos dado cuenta de que Harmatz con frecuencia conseguía ganar en la última carrera, dando normalmente muy buenos dividendos.
No íbamos allí todos los días. Algunas mañanas estábamos demasiado enfermos por culpa de la bebida como para levantarnos de la cama. Entonces nos levantábamos ya entrada la tarde, bajábamos a la tienda de licores, nos quedábamos allí un rato, luego nos pasábamos una hora o dos en algún bar, escuchábamos la máquina tocadiscos, observábamos a los borrachos, fumábamos, escuchábamos la risa de los muertos… era una agradable forma de vivir.
Teníamos suerte. Parecía que sólo acabáramos en el hipódromo los días adecuados.
– Pero oye -le decía a Jan-, no puede hacerlo otra vez… es imposible.
Y allí llegaba Willie Harmatz, con la vieja carrera de estirón de siempre, remontando en el último momento, atravesando el tupido pelotón, superando la angustiosa distancia… Allí venía el viejo Willie a 16, a 8 a uno, a 9 a dos. Willie seguiría salvándonos cuando todo el resto del mundo se volviese indiferente y se diese por vencido.
El coche de treinta y cinco pavos casi siempre arrancaba, ese no era el problema; el problema era poner las luces. Después de la octava carrera siempre estaba ya muy oscuro. Jan normalmente insistía en llevar una botella de oporto en su bolso. En el hipódromo bebíamos cerveza y si las cosas iban bien, bebíamos en el bar del hipódromo, principalmente escocés con agua. Yo ya tenía una multa por conducir borracho y ahora me veía conduciendo una coche sin luces, sin saber apenas por dónde íbamos.
– No te preocupes, nena -decía yo-, el próximo bache que cojamos encenderá las luces.
Teníamos la ventaja de los amortiguadores rotos.
– ¡Ahí hay un socavón! ¡Sujétate el sombrero!
– ¡No tengo sombrero!
Yo pasaba por encima.
¡TUMP! ¡TUMP! ¡TUMP!
Jan rebotaba de arriba a abajo, tratando de sostener su botella de oporto. Yo me aferraba al volante y trataba de divisar un poco de luz carretera adelante. El atravesar baches siempre conseguía encender las luces. Unas veces antes, otras después, pero siempre acababan encendiéndose.
42
Vivíamos en el cuarto piso de una vieja casa de apartamentos; teníamos dos habitaciones en la parte trasera. La casa estaba construida al borde de un precipicio, de tal modo que cuando mirabas por la ventana parecía que estabas a una altura de doce pisos en vez de cuatro. Era muy semejante a vivir en el borde del mundo -un último lugar de descanso antes del salto al vacío.
Mientras tanto, nuestra racha de suerte en el hipódromo se había terminado, como se terminan todas las rachas de suerte. Nos quedaba muy poco dinero y bebíamos vino. Oporto y moscatel. Teníamos alineadas en el suelo de la cocina varias garrafas de vino, seis o siete; delante de ellas había cuatro o cinco botellas de litro, y delante tres o cuatro de medio litro.
– Algún día -le dije a Jan-, cuando se demuestre que el mundo tiene cuatro dimensiones en vez de sólo tres, un hombre podrá salir a dar un paseo y desaparecer porque sí. Sin funerales, sin lágrimas, sin ilusiones, sin cielo ni infierno. La gente estará por ahí sentada y se preguntará «¿Qué le ha pasado a George?». Y alguien dirá, «Bueno, no sé. Dijo que iba a por un paquete de cigarrillos».
– Oye -le pregunté-. ¿Qué hora es? Quiero saber la hora.
– Bueno, vamos a ver, pusimos en hora el reloj con la radio ayer a medianoche. Sabemos que se adelanta 35 minutos cada hora. Señala ahora las 7 y media de la tarde, pero sabemos que no es verdad porque todavía no está lo bastante oscuro. Muy bien. Esto son 7 horas y media. 7 veces 35 minutos son 245 minutos. La mitad de 35 son 17 y medio. Eso nos da 252 minutos y medio. De acuerdo, eso son 4 horas y 43 minutos y medio que le restamos y que nos lleva a las 3 menos 12 minutos y medio. Es la hora de almorzar y no tenemos nada que comer.
Nuestro reloj se había caído y se había averiado. Yo lo había arreglado. Le había quitado la tapa trasera y había descubierto una avería en el muelle principal y en la cuerda. La única manera de hacer que el reloj volviera a andar era acortar y tensar el muelle principal. Esto afectaba a la velocidad de las manecillas; casi podías ver cómo se movía el minutero.
– Vamos a abrir otra garrafa de vino -dijo Jan.
Realmente no teníamos nada más que hacer, sólo beber y hacer el amor.
Nos habíamos comido todo lo que se podía comer.
Por la noche salíamos de paseo y robábamos cigarrillos de las guanteras de los automóviles aparcados.
– ¿Quieres que haga unas tortitas? -preguntó Jan.
– No sé si podré con ninguna más.
No teníamos mantequilla ni manteca, y Jan freía las tortitas a palo seco. Tampoco había pasta de tortitas -era harina mezclada con agua. Salían totalmente encrespadas y duras.
– ¿Qué clase de hombre soy? -me pregunté en voz alta-. ¡Mi padre me advirtió que acabaría de este modo! ¿Es que no puedo salir a la calle y conseguir algo? Voy a salir a la calle a conseguir algo… Pero primero, un buen trago de vino.
Llené un vaso grande con oporto. Era de garrafa y tenía un sabor vil y nauseabundo, no podías pensar en ello mientras lo bebías a riesgo de vomitarlo al instante. Así que siempre proyectaba otra película en mi cinelandia mental cuando me pegaba un trago. Pensaba en un viejo castillo en Escocia cubierto de musgo -con puentes levadizos, aguas azules, árboles, cielo azul, nubes en cúmulos. O pensaba en una seductora dama quitándose un par de medias de seda muy muy lentamente. Esta vez escogí la película de las medias de seda.
Me tragué el vino.
– Me voy. Hasta luego, Jan.
– Hasta luego, Henry.
Bajé hasta el vestíbulo, pateándome los cuatro pisos de escaleras, con mucho cuidado al pasar por el apartamento del casero (estábamos atrasados con el alquiler) hasta llegar a la calle. Bajé por la colina. Estaba entre la sexta y Union Street. Crucé la sexta y me dirigí hacia el este. Allí había un pequeño mercado. Pasé junto al mercado, entonces me di media vuelta y me acerqué. La tienda de verduras estaba junto a la calle. Fuera había tomates, pepinos, naranjas, piñas y uvas. Me quedé mirándolo todo. Eché un vistazo al interior de la tienda; había un viejo con un delantal. Estaba hablando con una mujer.