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Agarré un pepino, me lo guardé en el bolsillo y me alejé de allí. Estaba a unos cuantos metros de distancia cuando oí que me gritaban:

– ¡Eh, señor! ¡SEÑOR! ¡Deje ese PEPINO donde estaba o llamo a la POLICÍA! ¡Si no quiere ir a la CARCEL, traiga aquí ESE PEPINO!

Me di la vuelta y recorrí el largo camino de regreso. Había tres o cuatro personas observando. Saqué el pepino de mi bolsillo y lo volví a poner en la cima de la pirámide. Luego me fui caminando hacia el oeste. Subí por Union Street hacia el lado oeste de la colina. Entré por el portal y me subí los cuatro pisos de escaleras. Abrí la puerta. Jan me miró desde detrás de su bebida.

– Soy un desastre -dije-, ni siquiera puedo robar un pepino.

– No pasa nada.

– Haz unas tortitas.

Me acerqué a la garrafa y me serví otro trago.

…Estaba montado en un camello cruzando el Sahara. Tenía una gran nariz, que se asemejaba en cierto modo al pico de un águila, pero aun así era muy hermoso, sí, con blancas vestiduras ajustadas con cordones verdes. Y tenía valor, había matado a más de uno. Llevaba una gran cimitarra sujeta a mi cinturón. Iba camino de la tienda donde una niña de catorce años bendecida con una gran sabiduría y un himen inmaculado me esperaba con ansiedad, tendida en un inmenso camastro oriental, recargado de ornatos…

La bebida bajó por mi esófago; el veneno sacudió mi cuerpo; pude oler la harina quemándose. Serví un trago para Jan y me serví otro trago para mí.

En algún momento de aquellas noches infernales, acabó la segunda guerra mundial. La guerra nunca había sido para mí más que una vaga realidad, pero ahora había terminado. Y los trabajos que siempre habían sido difíciles de obtener, ahora lo iban a ser aún más. Me levantaba todas las mañanas y recorría todas las agencias públicas de empleo, empezando por el mercado de trabajo en granjas. Me levantaba a duras penas a las 4:30 de la madrugada, con resaca, y estaba normalmente de vuelta antes del mediodía. Caminaba de una agencia a otra, en un peregrinaje sin fin. A veces conseguía algún trabajo ocasional por un día descargando camiones, pero esto era sólo después de recurrir a una agencia privada que se llevaba un tercio de tus ganancias. En consecuencia, había muy poco dinero y nos íbamos retrasando más y más en el pago del alquiler. Pero manteníamos las botellas de vino en brava formación, hacíamos el amor, nos peleábamos y esperábamos.

Cuando teníamos un poco de dinero nos íbamos al gran Mercado Central y comprábamos carne barata para estofado, zanahorias, patatas, cebollas y apio. Lo poníamos todo en una cazuela y nos sentábamos a conversar, sabiendo que íbamos a comer, oliéndolo todo -las cebollas, las verduras, la carne- escuchando cómo se cocía. Liábamos cigarrillos y nos íbamos juntos a la cama y nos levantábamos y cantábamos canciones. A veces subía el casero y nos decía que no armásemos escándalo, recordándonos, de paso, que estábamos retrasados en el pago del alquiler. Los vecinos nunca se quejaban de nuestras peleas, pero no les gustaban nuestras canciones:

Tengo mucho de nada; Old man river; Botones y ballestas; A volteretas con las zarzas voltereteras; Dios bendiga América; Deutschland über alies; El retrato de Bo-naparte; Me pongo triste cuando Hueve; Mantén alto tu lado soleado; No queda dinero en el banco; Quién teme al lobo feroz; Cuando cae el púrpura profundo; Una tara una tarea; Me casé con un ángel; Los pobres corderitos se han perdido; Quiero una chica igual que la chica que se casó con mi papá; Cómo demonios los vas a guardar en la granja; Si hubiera sabido que venías hubiera cocinado un pastel…

43

Una mañana estaba demasiado enfermo como para levantarme a las 4:30 de la madrugada -o de acuerdo con nuestro reloj, a las 7:27 y treinta segundos. Apagué la alarma y me volví a dormir. Un par de horas más tarde se oyó un fuerte ruido en el vestíbulo.

– ¿Qué coño ha sido eso? -le pregunté a Jan.

Salí de la cama. Dormía en calzoncillos. Los calzoncillos estaban muy manchados -los limpiaba con periódicos que mojábamos y reblandecíamos con las manos-, pero generalmente no podía quitar las manchas. También estaban hechos jirones, y tenían quemaduras de cigarrillos.

Fui hasta la puerta y la abrí. Había una humareda muy espesa en el vestíbulo. Y bomberos con grandes cascos de metal con números pintados delante. Bomberos arrastrando largas mangueras de gruesa lona. Bomberos vestidos de amianto. Bomberos con hachas. El ruido y la confusión eran increíbles. Cerré la puerta.

– ¿Qué pasa? -me preguntó Jan adormilada.

– Son los bomberos.

– Ah -dijo ella. Volvió a taparse con las mantas y se dio la vuelta. Yo me metí a su lado en la cama y me dormí.

44

Me contrataron finalmente en un almacén de recambios de automóviles. Estaba en Flower Street, bajando por la Onceava calle. Vendían al detall en la parte delantera y también se encargaban de ventas al por mayor a otros distribuidores y tiendas. Tuve que hacer el nume-rito para conseguir el empleo -les dije que me gustaba pensar en mi trabajo como un segundo hogar. Eso les gustó.

Era el empleado de recibos. También solía recorrerme media docena de sitios en la vecindad apuntando pedidos. Me ayudaba a olvidarme del gran edificio.

Un día, durante el descanso del almuerzo, me fijé en un muchacho chicano con un aire intenso e inteligente que estaba leyendo las carreras del día en el periódico.

– ¿Juegas a los caballos? -le pregunté.

– Sí.

– ¿Me dejas ver el periódico?

Eché un vistazo a las carreras. Le devolví luego el periódico.

– My Boy Bobby tiene que ganar en la octava.

– Ya lo sé. Y no sale favorito.

– Lo tiene chupado, es el mejor de todos.

– ¿Cuánto crees que pagarán?

– Alrededor de 9 a 2.

– Hostia, me gustaría poder apostarle.

– También a mí.

– ¿A qué hora se corre la última en Hollywood Park? -me preguntó.

– A las cinco y media.

– Nosotros salimos de aquí a las cinco.

– Nunca conseguiremos llegar.

– Podemos intentarlo. My Boy Bobby va a ganar.

– Estamos de suerte.

– ¿Vienes conmigo?

– Claro.

– Estáte atento al reloj. A las cinco en punto nos largamos.

A las cinco menos diez los dos estábamos trabajando lo más cerca posible de la salida. Mi compañero, Manny, miró su reloj.

– Robaremos dos minutos. Cuando yo empiece a correr, sígueme.

Manny estuvo colocando cajas de repuestos en una repisa trasera. De repente, salió como un rayo. Yo salí a toda leche detrás suyo y en un instante estábamos fuera del almacén, bajando descosidos por el callejón. El tío era un buen corredor. Supe más tarde que había sido campeón de los cuatrocientos metros en la universidad. Yo le seguí a dos metros de distancia a lo largo de todo el callejón. Su coche estaba aparcado junto a la esquina; abrió las puertas, montamos y salimos despendolados.

– Manny, nunca lo conseguiremos.

– Lo conseguiremos. Sé manejar este cacharro.

– Debemos estar a unos quince kilómetros de distancia. Tenemos que llegar allí, aparcar, luego ir desde el parking a la entrada y de allí a la ventanilla de apuestas.

– Sé cómo manejar este cacharro. Lo conseguiremos.

– No podemos pararnos ni siquiera en un disco en rojo.

Manny tenía un bonito coche nuevo y sabía como colarse entre los huecos del tráfico.

– Yo he jugado en todos los hipódromos de este país -dijo.