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– ¿También en Caliente?

– Sí, también allí. Los hijos de puta se llevan el veinticinco por ciento del dinero apostado.

– Ya lo sé.

– En Alemania es peor. En Alemania se llevan el cincuenta.

– ¿Y consiguen que la gente apueste?

– Aun así consiguen apuestas. Los mamones se creen que todo lo que tienen que hacer es acertar el ganador.

– Nosotros les damos el seis por ciento, eso ya es bastante.

– Mucho. Pero un buen jugador puede pasarse ese robo por el culo.

– Sí.

– ¡Mierda, un disco en rojo!

– Al carajo. Pásatelo.

– Voy a meterme a la derecha -Manny dio un volan-tazo, se coló entre dos coches y se pasó el semáforo-. Vigila por si viene algún coche patrulla.

– Vale.

Manny realmente sabía manejar el cacharro. Si apostaba a los caballos igual que conducía, Manny era un ganador seguro.

– ¿Estás casado, Manny?

– Qué va.

– ¿Mujeres?

– A veces, pero nunca dura.

– ¿Cuál es el problema?

– Una mujer es una ocupación para todo el día. Tienes que elegir entre ella o tu profesión.

– Yo creo que existe un desahogo emocional.

– Y físico también. Ellas quieren follar día y noche.

– Búscate una con la que te guste follar.

– Sí, pero si tú bebes o juegas, ellas se creen que estás despreciando su amor.

– Búscate una a la que le guste beber, jugar y follar.

– ¿Quién quiere una mujer así?

Llegamos a la entrada del parking. El aparcamiento era gratis después de la séptima carrera. La entrada al hipódromo también. No tener el programa ni una revista hípica era un jodido problema. Si había habido algún cambio, no podías estar seguro de qué número llevaba tu caballo.

Manny cerró su coche y empezamos a correr. Manny me sacaba cuatro cuerpos en la explanada del parking. Corrimos pasando la verja abierta y a través del túnel, que en Hollywood Park es bastante largo. Salimos del túnel al recinto del hipódromo, apuré el paso hasta quedar a sólo cinco cuerpos de Manny. Pude ver los caballos en la valla de salida. Hicimos un sprint desesperado hasta las ventanillas de apuestas.

– My Boy Bobby… ¿Qué número lleva? -le grité a un hombre con una sola pierna mientras íbamos corriendo. Antes de que pudiera contestarme, yo ya estaba demasiado lejos para oírle. Manny corrió hacia la ventanilla de cinco dólares. Cuando yo llegué ya tenía su boleto.

– ¿Cuál es su número?

– ¡El 8! ¡Es el caballo número 8!

Eché mis cinco dólares y recogí el boleto en el momento en que sonaba el timbre cerrando todas las máquinas de apuestas y salían los caballos de la valla.

Bobby tenía en el totalizador un 4 bajado de la línea de la mañana a 6 a uno. El caballo 3 era el favorito: 6 a 5. Era un premio de 8.000 dólares, mil ochocientos metros. Cuando pasaron por primera vez, el favorito iba conduciendo el pelotón con una cabeza de ventaja y Bobby galopaba a su lado como un ejecutor. Iba corriendo con potencia y relajado.

– Teníamos que haberle puesto diez dólares -dije-, lo tiene en el bote.

– Sí, hemos escogido al ganador. Está hecho, a no ser que algún petardazo mastuerzo salga de repente del pelotón.

Bobby se mantuvo al lado del favorito la mitad del recorrido hasta que llegaron a la última curva, entonces dio su repechón antes de lo que yo me esperaba. Era un truco que a veces utilizaban los jockeys. Bobby adelantó al favorito, se pegó a la valla e hizo su sprint en ese momento en vez de esperar a los metros finales. Les llevaba tres cuerpos y medio de ventaja en el punto culminante del estirón. Pero entonces salió del pelotón el caballo que nos podía hacer la puñeta, el número 4, estaba a 9 a uno y se estaba acercando. Pero Bobby volaba por la inercia. Ganó sin necesidad de fustigarle por dos cuerpos y medio de ventaja, y pagaron a 10,40 dólares.

45

Al día siguiente en el trabajo nos preguntaron el motivo de nuestra marcha repentina. Admitimos que habíamos ido a apostar en la última carrera y que teníamos intención de volver aquella tarde. Manny había elegido su caballo y yo también. Algunos de los chicos nos preguntaron si podíamos hacer algunas apuestas por ellos. Yo dije que no sabía. Al mediodía, Manny y yo nos fuimos a almorzar a un bar.

– Hank, vamos a cogerles sus apuestas.

– Esos tíos no tienen apenas dinero, todo lo que tienen es la calderilla para el café y el chicle que les dan sus esposas y no tenemos tiempo para andar haciendo el imbécil en las ventanillas de dos dólares.

– No vamos a apostar su dinero, nos lo guardaremos.

– Pero supón que ganan.

– No ganarán. Siempre escogen el caballo equivocado. De algún modo se las arreglan siempre para escoger el caballo equivocado.

– Supón que apuestan a nuestro caballo.

– Entonces sabremos que nos hemos equivocado de caballo.

– Manny, ¿qué haces trabajando con repuestos de automóviles?

– Descansando. Mis ambiciones sufren el handicap de la pereza.

Nos bebimos otra cerveza y volvimos al almacén.

46

Corrimos a través del túnel en el momento en que los estaban colocando en la valla de salida. Nos gustaba Hap-py Needles. Sólo estaba 9 a 5 y yo me figuraba que no podíamos ganar dos días seguidos, así que sólo le aposté 5 dólares. Manny le puso 10 dólares a ganador. Happy Needles ganó por una cabeza, rematando por el exterior en los últimos metros. Teníamos el ganador y también teníamos 32 dólares de apuestas equivocadas, cortesía de los chicos del almacén.

Se corrió la voz y los chicos de los otros almacenes donde yo iba a recoger los pedidos me entregaban sus apuestas. Manny tenía razón, muy raras veces acertaban. No sabían cómo apostar; apostaban al muy favorito o al caballo imposible, cuando el adecuado siempre andaba por la mitad de la escala. Me compré un buen par de zapatos, un cinturón nuevo y dos costosas camisas. El dueño del almacén dejó de parecerme tan poderoso. Manny y yo comenzamos a tomarnos más tiempo con nuestros almuerzos y a volver fumando habanos de primera. Pero seguía siendo una brutal galopada todas las tardes para llegar a la última carrera. La muchedumbre del hipódromo ya nos conocía de vernos aparecer siempre corriendo por aquel túnel, y todas las tardes nos aguardaban. Nos animaban aplaudiendo y agitando sus revistas hípicas, y los vítores parecían crecer cuando pasábamos a su lado en el sprint final hasta la ventanilla de apuestas.

47

La nueva vida no le sentó bien a Jan. Ella estaba acostumbrada a sus cuatro polvos diarios y a verme pobre y humilde. Después de la jornada en el almacén y luego de la carrera salvaje y el sprint final a través del parking y túnel abajo, no me quedaba mucho amor en el cuerpo. Cuando llegaba por la noche, ella siempre estaba sumergida en su vaso de vino.

– El señor juegacaballos -me decía al entrar. Estaba completamente vestida; con tacones altos, medias de ny-lon y las piernas cruzadas bien altas, balanceando el pie-. El gran señor juegacaballos. Sabes, cuando te conocí me gustaba el modo que tenías de cruzar una habitación, andabas como si fueses atravesando paredes, como si lo poseyeses todo, como si nada importase. Ahora consigues tener unos cuantos pavos en el bolsillo y dejas de ser el mismo. Actúas como un estudiante de dentista o un fontanero.

– No me empieces a largar ningún rollo de fontaneros, Jan.

– No me has hecho el amor en dos semanas.

– El amor toma muchas formas. El mío ha tomado una forma más sutil.