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– Oye -dije-, no vale la pena que por estos libre-jos os pongáis a discutir.

– Muy bien -dijo una de ellas-, ya sabemos que te crees demasiado bueno para este trabajo.

– ¿Demasiado bueno?

– Sí, esa actitud tuya. ¿Te crees que no nos hemos dado cuenta?

Fue entonces cuando aprendí que no es suficiente con hacer tu trabajo, sino que además tienes que mostrar un interés por él, una pasión incluso.

Trabajé allí tres o cuatro días, el viernes nos pagaron rigurosamente por horas. Nos dieron unos sobres amarillos con billetes verdes y el cambio exacto. Dinero a tocateja, nada de cheques.

Cercana ya la hora de cierre, el chófer del camión volvió del reparto un poco más temprano que de costumbre. Se sentó en una pila de revistas y encendió un cigarrillo.

– Sí, Harry -le dijo a uno de los empleados-, hoy he conseguido un aumento de sueldo. Un aumento de dos dólares.

Al salir del trabajo hice una parada para comprar una botella de vino, subí luego a mi habitación, tomé un trago, entonces bajé al vestíbulo y telefoneé a mi compañía. El teléfono sonó largo rato. Finalmente lo cogió el señor Heathercliff. Estaba todavía allí.

– ¿Señor Heathercliff?

– ¿Sí?

– Soy Chinaski.

– ¿Sí, Chinaski?

– Quiero un aumento de sueldo de dos dólares.

– ¿Qué?

– Ya lo ha oído. Al conductor del camión se lo han aumentado.

– Pero él lleva dos años con nosotros.

– Necesito un aumento.

– ¿Le estamos dando diecisiete dólares por semana y ya quiere pedir diecinueve?

– En efecto. ¿Me los da o no?

– No podemos hacer eso.

– Entonces dejo el trabajo -colgué el teléfono.

6

El lunes estaba con resaca. Me afeité la barba y escogí una oferta de trabajo. Me senté frente al director, un tío en mangas de camisa con unas profundas ojeras. Tenía pinta de no haber dormido en toda una semana. Hacía frío y el sitio estaba a oscuras. Era la sala de composición de uno de los dos periódicos locales, el más humilde. Los hombres se sentaban en los escritorios bajo las lámparas de flexo componiendo las páginas para la imprenta.

– Doce dólares a la semana -dijo.

– Está bien -dije-, lo cojo.

Me puse a trabajar con un hombrecito gordo con una barriga de apariencia insana. Tenía un reloj de bolsillo pasado de moda con una cadenita de oro y llevaba chaleco, una visera, tenía labios de gorrino y un oscuro aire carnoso en la cara. Las líneas de su rostro no tenían interés ni mostraban carácter; su cara parecía como si hubiese sido doblada muchas veces y luego desplegada, como un pedazo de cartón. Llevaba zapatos anticuados y mascaba tabaco, echando el jugo en una escupidera a sus pies.

– El señor Belger -dijo del hombre que necesitaba dormir-, ha trabajado muy duro para levantar este periódico. Es un buen hombre. Estábamos en bancarrota antes de que él llegara.

Me miró.

– Normalmente le dan este trabajo a algún estudiante.

Es un sapo, pensé, eso es lo que es.

– Quiero decir -continuó-, que este trabajo normalmente le viene bien a un estudiante. Puede estudiar sus libros mientras espera algún recado. ¿Eres estudiante?

– No.

– Este trabajo suele cogerlo algún estudiante.

Me fui a mi despachito y me senté. La habitación estaba repleta de pilas y pilas de planchas metálicas, y en estas planchas había pequeños moldes de zinc grabado que habían sido usados para anuncios. Muchos de estos moldes eran utilizados una y otra vez. También había montones de hojas mecanografiadas -nombres de los clientes, artículos y logotipos. El gordo gritaba ¡Chinas-ki! y yo iba a ver qué anuncio o noticia quería. A menudo me mandaban al periódico rival a coger prestada alguna noticia. Ellos también cogían prestadas algunas nuestras. Era un paseíto agradable, y encontré un sitio en un callejón trasero donde podía tomarme una caña de cerveza por un níquel. No había muchas llamadas del gordo y el sitio de la cerveza de a níquel vino a convertirse en mi lugar habitual de estancia. El gordo empezó a echarme de menos. Al principio, sólo me lanzaba miradas torvas. Al final, un día me preguntó:

– ¿Dónde estabas?

– Afuera, tomándome una cerveza.

– Este es trabajo para un estudiante.

– Yo no soy estudiante.

– Voy a pedir que te echen. Necesito a alguien que esté aquí todo el tiempo disponible.

El gordo me llevó hasta Belger, que parecía más agotado que nunca.

– Este es un trabajo para un estudiante, señor Belger. Me temo que este hombre no encaja. Necesitamos un estudiante.

– Está bien -dijo Belger. El gordo se retiró.

– ¿Qué te debemos? -me preguntó Belger.

– Cinco días.

– De acuerdo, vete con esto a la ventanilla de pagos.

– Escuche, Belger, ese viejo cabrón es repugnante.

Belger suspiró.

– Por Dios, chico. ¿Qué me vas a contar a mí?

Bajé a la oficina de pagos.

7

Estábamos todavía en Louisiana. Embarcados en un largo viaje en tren a través de Texas. Nos dieron latas con comida y se olvidaron de darnos abridores. Dejé mis latas en el suelo, me estiré y me puse cómodo en el asiento de madera. Los otros tipos estaban reunidos en un extremo del vagón, sentados juntos, charlando y riendo. Cerré los ojos.

Pasados unos diez minutos sentí alzarse una nube de polvo entre las rendijas del banco en el que estaba tumbado. Era polvo muy antiguo, polvo de ataúd, apestaba a muerte, a algo que había estado muerto desde hacía siglos. Penetraba por mi nariz, se depositaba en mis cejas, trataba de entrar por mi boca. Entonces escuché el sonido de una fuerte respiración. A través de las rendijas, pude ver a un tío metido bajo el asiento, soplándome el polvo a la cara. Me puse de pie. El tío salió arrastrándose despavorido de debajo del asiento y corrió hasta el extremo del coche. Me limpié la cara y le miré. Era algo difícil de creer.

– Si viene hasta aquí, tíos, quiero que me ayudéis -le oí decir-. Prometedme que me vais a ayudar…

Toda la pandilla me devolvió la mirada. Me volví a tumbar en el asiento. Pude escuchar su conversación.

– ¿Qué coño le pasa a ése?

– ¿Quién se cree que es?

– No habla con nadie.

– Sólo se queda ahí detrás, aislado.

– Cuando le tengamos ahí fuera trabajando con las vías nos ocuparemos de él. El hijo de puta.

– ¿Crees que podrás con él, Paul? A mí me parece un loco peligroso.

– Si yo no puedo con él, alguien podrá. Tragará mucha mierda antes de que acabemos el trabajo.

Algo más tarde atravesé el vagón para ir a beber agua. Cuando pasé por su lado, dejaron de hablar. Me miraron en silencio mientras bebía de la taza. Cuando me di la vuelta y regresé a mi asiento, empezaron a hablar otra vez.

El tren hacía muchas paradas, noche y día. En cada parada en la que hubiera un poco de vegetación y un pueblo cercano, dos o tres hombres saltaban fuera.

– ¿Eh, qué demonios pasó con Collins y Martínez? El capataz cogía su carpeta y los tachaba de la lista. Entonces se acercaba hasta mí. -¿Tú quién eres? -Chinaski.

– ¿Te vas a quedar con nosotros? -Necesito el trabajo. -Bueno -dijo, y se alejó.