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– Claro.

Entré y subí las escaleras detrás de ella. Tendría unos cuarenta y cinco años, pero su culo se movía graciosamente. He seguido a tantas mujeres de este modo por las escaleras, siempre pensando que si una agradable dama como ésta se ofreciera a cuidar de mí y alimentarme con guisos calientes y sabrosos y limpiarme los calcetines y los calzoncillos, aceptaría al instante.

Abrió la puerta y miré dentro.

– Muy bien -dije-, está muy bien.

– ¿Tiene usted algún trabajo?

– Trabajo propio.

– ¿Puedo preguntarle qué hace?

– Soy escritor.

– ¿Oh, ha escrito usted libros?

– Oh, todavía no estoy preparado para una novela. Sólo escribo artículos, colaboraciones para revistas. No muy buenas, pero me voy ganando la vida.

– Está bien. Le daré la llave y le haré la ficha.

La seguí escaleras abajo. El culo no se movía tan garbosamente bajando las escaleras como subiéndolas. Le miré la nuca y me imaginé besándola detrás de las orejas.

– Yo soy la señora Adams -dijo-. ¿Cómo se llama usted?

– Henry Chinaski.

Mientras me hacía la ficha, oí un sonido como si alguien estuviera aserrando madera proveniente de detrás de la puerta que estaba a nuestra izquierda -las serradas eran interrumpidas por fuertes bocanadas para coger aire. Cada respiración parecía ser la última, pero finalmente acababa por dar paso dolorosamente a otra nueva.

– Mi marido está enfermo -dijo la señora Adams mientras me entregaba el recibo y la llave sonriendo. Sus ojos eran de un adorable color avellana y brillaban. Me di la vuelta y subí las escaleras.

Cuando entré en mi habitación me acordé de que había dejado abajo la maleta. Bajé a recogerla. Cuando pasé junto a la puerta del señor Adams, los sonidos respiratorios eran mucho más fuertes. Subí la maleta, la tiré encima de la cama y volví a bajar las escaleras hasta la calle. Encontré un amplio bulevar yendo hacia el norte, entré en una tienda de comestibles y compré un tarro de mantequilla de cacahuete y una barra de pan. Tenía una navajita y con ella podría arreglármelas para extender la mantequilla sobre el pan y de este modo comer algo.

Cuando volví a la pensión me quedé un minuto en el vestíbulo y escuché al señor Adams y pensé, eso es la muerte. Luego subí a mi habitación y abrí la tarrina de mantequilla de cacahuete, y mientras escuchaba los sonidos moribundos del piso de abajo metí los dedos en ella. La comí directamente con los dedos. Estaba de puta madre. Luego abrí el pan. Estaba verde y correoso y tenía un agrio olor a moho. ¿Cómo podían vender pan así? ¿Qué clase de sitio era Florida? Tiré el pan al suelo, me desvestí, apagué la luz, me eché las mantas encima y me quedé allí tumbado en la oscuridad, escuchando.

54

Por la mañana todo estaba muy silencioso y pensé, qué bien, se lo han debido llevar al hospital o a la morgue. Ahora puede que sea capaz de cagar de una puta vez. Me vestí y bajé por las escaleras hasta el baño y cagué largo y tendido. Luego volví a subir a mi habitación, me metí en la cama y dormí un rato más.

Me despertó alguien llamando a la puerta. Me incorporé y dije: -¡Adelante! -antes de poder pensarlo. Era una mujer vestida enteramente de verde. La blusa era escotada, llevaba la falda muy ajustada. Parecía una estrella de cine. Simplemente se quedó allí quieta mirándome durante algún rato. Yo estaba sentado en la cama, en calzoncillos, sosteniendo la sábana delante mío. Chinaski, el gran amante. Si yo fuera un hombre de verdad, pensé, la violaría, le prendería fuego a sus bragas, la obligaría a seguirme por toda la superficie del planeta, haría que se le saltasen las lágrimas con mis cartas de amor escritas en fino papel de seda de color rojo. Sus rasgos eran indefinidos; no se podía decir lo mismo de su cuerpo. Tenía la cara redonda, sus ojos parecían estar examinando los míos, pero su pelo estaba algo suelto y despeinado.

Tendría unos treinta y tantos años. Algo había, sin embargo, que la tenía excitada.

– El marido de la señora Adams murió la pasada noche -dijo.

– Ah -dije yo, preguntándome si se alegraría tanto como yo de que hubiese cesado el ruido.

– Y estamos haciendo una colecta para comprar flores para el funeral del señor Adams.

– No creo que las flores tengan el menor significado para los muertos, no las necesitan para nada -dije un poco desconcertado.

Ella titubeó.

– Pensamos que sería algo bonito y me gustaría saber si usted quiere contribuir.

– Me gustaría, pero acabo de llegar a Miami y estoy en la ruina.

– ¿En la ruina?

– Buscando un trabajo. Estoy tras ello, como dicen. Me gasté mis últimos quince centavos en un tarro de mantequilla de cacahuete y una barra de pan. El pan estaba verde, más verde que su vestido. Lo tiré al suelo y ni siquiera las ratas se han atrevido a tocarlo.

– ¿Las ratas?

– No sé si las habrá en su cuarto.

– Pero cuando hablé con la señora Adams anoche le pregunté acerca del nuevo huésped, aquí somos todos como una familia, y ella me dijo que usted era escritor, que escribía para revistas como Esquire y Atlantic Mon-thly.

– Mierda, yo soy incapaz de escribir. Fue sólo por dar conversación. Le hace sentirse mejor a la casera. Lo que necesito es un trabajo, cualquier tipo de trabajo.

– ¿No puede contribuir con veinticinco centavos? Veinticinco centavos no le han de representar nada.

– Mira, mona, yo necesito los veinticinco centavos más de lo que los puede necesitar el fiambre del señor Adams.

– Respete a los muertos, joven.

– ¿Y por qué no respetar a los vivos? Yo estoy solo y desesperado y tú tienes una pinta magnífica con tu traje verde.

Ella se dio la vuelta, salió, bajó al vestíbulo, abrió la puerta de su habitación y nunca la volví a ver.

55

El Departamento de Empleo del Estado de Florida era un lugar agradable. No había tanta gente como en el de Los Angeles, que estaba siempre a tope. Ya era hora de que tuviese un poco de suerte, no mucha, un poquito bastaba. Cierto que yo no tenía muchas ambiciones, pero tenía que haber un lugar para la gente sin ambiciones, quiero decir un sitio mejor que el que se reserva habitual-mente para esta gente. ¿Cómo coño podía un hombre disfrutar si su sueño era interrumpido a las 6:30 de la mañana por el estrépito de un despertador, tenía que saltar fuera de la cama, vestirse, desayunar sin ganas, cagar, mear, cepillarse los dientes y el pelo y pelear con el tráfico hasta llegar a un lugar donde esencialmente ganaba cantidad de dinero para algún otro y aún así se le exigía mostrarse agradecido por tener la oportunidad de hacerlo?

Dijeron mi nombre en voz alta. El empleado tenía una ficha delante suyo, la que yo había rellenado al entrar. Había elaborado mi curriculum de trabajo de un modo creativo. Así lo hacen los verdaderos profesionales: dejas fuera los trabajos de poca monta y describes floridamente los mejores, pasando también de cualquier mención a esos períodos en blanco de cuando estuviste alcoholizado seis meses seguidos y liado con alguna mujer recién salida del manicomio o de un mal matrimonio. Por supuesto, como todos mis trabajos previos eran de poca monta, dejaba fuera sólo los más miserables.

El empleado recorrió con su dedo el pequeño fichero. Sacó una ficha afuera.

– Ah, aquí hay un trabajo para usted.

– ¿Sí?

Levantó la mirada:

– Empleado de sanidad -dijo.

– ¿Qué?

– Basurero.

– No lo quiero.

Me estremecí al pensar en toda la basura, las resacas de madrugada, los negrazos riéndose de mí, el peso imposible de los cubos y yo triturando mis tripas junto a las mondas de naranja, posos de café, cenizas mojadas de cigarrillos, cáscaras de plátano y tampax usados.