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– No.

– ¿En qué crees?

– En nada.

– Pues igual que nosotros.

Hablé con algún otro. Los hombres eran poco comunicativos, algunas mujeres se rieron con mis palabras.

– Soy un espía -dije, riéndome también-, soy un espía de la compañía. Os estoy vigilando a todos.

Me aticé otro trago. Luego canté mi canción favorita: Mi corazón es un vagabundo. Ellos siguieron trabajando. Nadie me miró. Cuando acabé, seguían trabajando. Hubo un rato de silencio. Luego se oyó una voz:

– Mira, blanquito, no vengas a machacarnos más los huevos.

Decidí irme a regar la acera de la entrada.

57

No sé cuantas semanas estuve trabajando ahí. Creo que unas seis. En un cierto momento fui trasladado a la sección de recibos, apuntando los cargamentos de pantalones que llegaban en las listas de factura. Estos eran envíos de sobrantes que las tiendas nos devolvían, normalmente desde otros estados. En las listas de recibos nunca había el menor error, probablemente porque el tío que había en el otro extremo estaba demasiado preocupado por su trabajo como para ser descuidado. Normalmente estos tíos suelen estar en la séptima de las treinta y seis letras del coche nuevo, sus mujeres van a clase de cerámica los lunes por la noche, los intereses de la hipoteca se los están comiendo vivos y cada uno de sus cinco hijos se bebe un litro de leche diaria.

Ya sabéis, yo no soy un hombre de vestidos. Los vestidos me aburren, son cosas terribles, agobiantes, como las vitaminas, la astrología, las pizzas, las pistas de patinaje, la música pop, los combates por el título de los pesos pesados, etc. Yo me sentaba allí pretendiendo contar los pantalones recibidos cuando de repente, al coger unos, me ocurrió algo especial. La fábrica estaba llena de electricidad, electricidad que se adhería a mis dedos repleta de fuerza y no desaparecía. Alguien había hecho por fin algo interesante. Examiné la fábrica. Parecía tan mágica como físicamente la sentía yo.

Me levanté y me llevé los pantalones conmigo al retrete. Entré y cerré la puerta. Antes nunca había robado nada.

Me quité los pantalones, tiré de la cadena. Entonces me puse los pantalones mágicos. Me subí las perneras mágicas enrollándolas hasta justo debajo de mis rodillas. Luego me puse mis pantalones encima.

Volví a tirar de la cadena.

Salí. En mi nerviosismo parecía como si todo el mundo me estuviese mirando. Caminé hacia la puerta. Faltaba una hora u hora y media para que saliéramos del trabajo. El jefe estaba junto a un mostrador cercano a la puerta. Me miró.

– Tengo un asunto urgente que solucionar, señor Sil-verstein. Me lo puede descontar de la paga…

58

Llegué a mi habitación y me quité los pantalones viejos. Me bajé las perneras de los pantalones mágicos, me puse una camisa nueva, di lustre a mis zapatos y salí a la calle luciendo mis pantalones nuevos. Eran de un suntuoso color marrón, con rayas de fantasía verticales.

Me paré en una esquina y encendí un cigarrillo. Un taxi se detuvo a mi lado. El conductor sacó la cabeza por la ventana:

– ¿Taxi, señor?

– No, gracias -dije, arrojando la cerilla y cruzando la calle.

Anduve por ahí unos quince o veinte minutos. Tres o cuatro taxistas me preguntaron si quería ir a alguna parte. Luego compré una botella de oporto y volví a mi habitación. Me quité la ropa, la dejé colgada, me fui a la cama, me bebí el vino y escribí un relato acerca de un empleado que trabajaba en una factoría de ropa en Mia-mi. Este pobre empleado conoció en la playa a una chica de la alta sociedad, un día durante la hora del almuerzo. El se aprovechaba de su dinero y ella hacía todo lo posible para demostrar que se aprovechaba de él.

Cuando llegué al trabajo la mañana siguiente, el señor Silverstein estaba plantado delante del mostrador junto a la puerta. Tenía un cheque en su mano. Me llamó con un movimiento de su mano. Me acerqué con paso tranquilo y cogí el cheque. Luego salí a la calle.

59

El autobús tardó cuatro días y cinco noches en llegar a Los Angeles. Como de costumbre, no dormí ni defequé a lo largo de todo el viaje. Hubo un poco de diversión cuando una rubiaza subió en algún lugar de Luisiana. Aquella noche empezó a venderlo por dos dólares, y todos los hombres y una mujer del autobús se aprovecharon de la ganga, excepto yo y el conductor. Los negocios se ultimaban en la parte trasera del autobús. Se llamaba Vera. Llevaba los labios pintados de púrpura y se reía mucho. Se me acercó durante una breve parada en un bar para tomar un café y un sandwich. Se paró detrás mío y preguntó:

– ¿Qué coño pasa contigo? ¿Te crees demasiao bueno pa mí?

Yo no contesté.

– Un maricón -la oí murmurar con disgusto, mientras se sentaba junto a uno de los chicos competentes.

En Los Angeles me recorrí los bares de nuestro viejo barrio en busca de Jan. No la hallé en ningún sitio hasta que me encontré con Whitey Jackson trabajando detrás de la barra en el Pink Mule. Me contó que Jan estaba empleada de camarera de habitaciones en el hotel Durham en Beverly y Vermont. Me fui hasta allí. Estaba buscando la oficina del gerente cuando ella salió de una habitación. Estaba espléndida, como si el haber estado apartada de mí durante algún tiempo le hubiese ayudado a mejorarse. Entonces me vio. Se quedó allí parada, sus ojos se agrandaron y se impregnaron de azul; siguió parada. Luego lo dijo:

– ¡Hank!

Se vino hacia mí y nos abrazamos. Me besó salvajemente, yo traté de devolverle los besos.

– Hostia -dijo-. ¡Creí que nunca te volvería a ver!

– He vuelto.

– ¿Has vuelto para quedarte?

– Esta es mi ciudad.

– Échate hacia atrás -me dijo-, déjame que te vea.

Me eché hacia atrás, sonriendo.

– Estás flaco. Has perdido peso.

– Tú tienes buen aspecto -dije yo-. ¿Estás sola?

– Sí.

– ¿No hay nadie?

– Nadie. Ya sabes que no aguanto a la gente.

– Me alegro de que estés trabajando.

– Ven a mi habitación -dijo.

La seguí. El cuarto era muy pequeño, pero era acogedor. Podías mirar por la ventana y ver el tráfico, observar los semáforos cambiando de color, contemplar al chico de los periódicos en la esquina. Me gustaba el sitio. Jan se tumbó en la cama.

– Vamos, échate conmigo.

– Me da un poco de corte.

– Te quiero, so idiota -dijo-, hemos follado más de 800 veces. ¿Te vas a cortar ahora?

Me quité los zapatos y me tumbé. Ella levantó una pierna.

– ¿Te gustan mis piernas todavía?

– Coño, sí. Oye, Jan, ¿has acabado tu trabajo?

– Todo menos la habitación del señor Clark. Y al señor Clark no le importa. Me da propinas.

– ¿Ah?

– No hago nada con él. Sólo que me da propinas.

– Jan…

– ¿Sí?

– Me gasté todo el dinero en el billete de autobús. Necesito un sitio donde quedarme hasta que encuentre un trabajo.

– Te puedo esconder aquí.

– ¿Puedes?

– Claro.

– Te quiero, nena -dije.

– Cabronazo -me dijo ella. Empezamos el meneo. Estuvo de puta madre. Estuvo de puta puta madre.

Más tarde Jan se levantó y abrió una botella de vino. Yo abrí mi último paquete de cigarrillos y nos sentamos en la cama a beber y a fumar.

– Tú lo tienes todo -me dijo.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que nunca conocí a un hombre como tú.