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– ¿Ah, sí?

– Los otros sólo tienen un diez por ciento o un veinte por ciento, pero tú lo tienes todo, todo lo tuyo es absoluto, es tan diferente.

– No sé nada de eso.

– Tienes gancho, eres capaz de enganchar a las mujeres.

Eso me hizo sentir bien. Después de acabar nuestros cigarrillos hicimos de nuevo el amor. Luego Jan me envió a por otra botella. Regresé. Era lo menos que podía hacer.

60

Me contrataron casi en seguida en una compañía que fabricaba tubos fluorescentes. Estaba en lo alto de la calle Alameda, hacia el norte, en un complejo de almacenes. Yo era el encargado de facturación. Era muy sencillo, cogía los pedidos de una cesta de alambre, rellenaba la ficha, empaquetaba los tubos en cajas de cartón y los ordenaba en pilas afuera en el patio de carga, cada caja etiquetada y numerada. Pesaba las cajas, hacía una factura de envío y telefoneaba a la compañía de transportes para que viniese a recoger el material.

El primer día que pasé allí, por la tarde, escuché un fuerte estruendo de cristales rotos detrás mío, cerca de la línea de ensamblado. Las viejas repisas de madera que sostenían los tubos de neón acabados estaban soltándose de la pared y todo se iba cayendo al suelo -el metal y el vidrio chocaban contra el suelo de cemento, rompiéndose en mil pedazos, un repiqueteo terrible. Todos los trabajadores de la línea de ensamblado salieron despavoridos hacia el otro extremo del edificio. Luego se hizo el silencio. El patrón, Mannie Feldman, salió de su oficina.

– ¿Qué cojones está pasando aquí?

Nadie respondió.

– ¡Muy bien, parad de ensamblar! ¡Que todo el mundo coja CLAVOS Y MARTILLO y vuelva a poner esas jo-didas repisas ahí arriba!

Feldman volvió a entrar en su oficina. Yo no tenía otra cosa que hacer más que entrar y ayudarles. Ninguno de nosotros era carpintero. Nos tomó toda la tarde y parte de la mañana siguiente el volver a clavar las repisas en la pared. Cuando acabamos, Feldman salió de su oficina.

– ¿Así que por fin lo hicisteis? Muy bien, escuchadme ahora… Quiero que los 939 sean apilados en lo más alto, los 820 en la siguiente repisa, y las lamparillas y el cristal en las repisas más bajas. ¿Entendéis? ¿Lo ha entendido todo el mundo?

No hubo la menor respuesta. Los del tipo 939 eran los tubos más pesados -más pesados que una madre- y el tío los quería arriba del todo. Era el jefe. Nos pusimos a ello. Los apilamos allí en lo alto, con todo su peso, y apilamos el material ligero en las repisas inferiores. Luego volvimos al trabajo. Las repisas aguantaron durante el resto del día y toda la noche. A la mañana siguiente empezamos a oír crujidos. Las repisas estaban comenzando a ceder. Los trabajadores de la línea de ensamblaje se fueron apartando, sonrientes. Diez minutos antes del descanso para el café, todo se vino de nuevo abajo. El señor Feldman salió corriendo de su oficina.

– ¿Qué cojones está ocurriendo aquí?

61

Feldman estaba tratando de cobrar el seguro y declararse en quiebra, todo a la vez. A la mañana siguiente, un hombre de apariencia muy digna vino en representación del Banco de América. Nos dijo que no colocáramos más repisas.

– Simplemente apilen esa mierda en el suelo -así nos lo dijo. Se llamaba Jennings, Curtís Jennings. Feldman le debía al Banco de América mucho dinero, y el Banco de América quería recobrar su dinero antes de que el negocio se hundiera. Jennings tomó el mando de la compañía. Daba vueltas observando a todo el mundo. Examinó los libros de Feldman; comprobó concienzudamente todas las cerraduras de puertas y ventanas y la valla de seguridad alrededor del parking. Vino a hablar conmigo:

– No utilice las líneas de transportes Sieberling por más tiempo. Les robaron cuatro veces llevando uno de los cargamentos de esta casa a Arizona y Nuevo México. ¿Hay alguna razón especial por la que hayan estado utilizando a esta gente para los transportes?

– No, no hay ninguna razón especial.

El agente de Sieberling me había estado pagando diez centavos por cada doscientos kilos de carga contratada.

En menos de tres días Jennings había despedido a un tío que trabajaba en la oficina principal y reemplazado a tres tíos de la línea de ensamblado por tres joven-citas mexicanas deseosas de trabajar por la mitad del dinero. Despidió al vigilante nocturno y, además de ocuparme de la facturación, me puso a conducir el camión de la compañía en los repartos locales.

Recibí mi primer cheque de salario y me mudé del cuarto de Jan a un apartamento propio. Cuando volví a casa por la noche, ella se había mudado a mi apartamento. Qué demonios, le dije, mi reino es tu reino. Un poco más tarde, tuvimos nuestra peor pelea. Ella se fue y yo me emborraché durante tres días y tres noches. Cuando me puse sobrio supe que había perdido el trabajo. No volví a pasarme por ahí. Decidí limpiar el apartamento. Pasé la aspiradora por el suelo, restregué los bordes de las ventanas, fregué la bañera y el lavabo, vacié y lavé los ceniceros, enceré el suelo de la cocina, maté a todas las arañas y cucarachas, lavé los platos, limpié el fregadero, colgué toallas limpias e instalé un rollo nuevo de papel de water. Debo estar volviéndome marica, pensé.

Cuando Jan finalmente volvió a casa -una semana más tarde- me acusó de haber estado con una mujer, porque todo estaba tan limpio. Me atacó muy airada, pero era sólo una defensa para ocultar sus remordimientos. Yo no podía comprender por qué no la mandaba de una puñetera vez a la mierda. Me era inexorablemente infiel

– se iba por ahí con el primero que se encontraba en un bar, cuanto más guarro y miserable fuera, mejor. Continuamente utilizaba nuestras peleas para justificarse. Yo no dejaba de repetirme que ninguna mujer del mundo era una puta, sólo la mía.

62

Entré en las oficinas del Times. Yo había estudiado dos años de periodismo en el City College de Los Angeles. Me detuvo una señorita detrás de un escritorio, a la entrada.

– ¿Necesitan un reportero? -le pregunté.

Ella me entregó una hoja de papel impreso.

– Por favor, rellene esta hoja.

Igual que en la mayoría de los periódicos en la mayor parte de las ciudades. Te contrataban si eras famoso o amigo de alguien. A pesar de todo rellené el impreso. Me quedó muy bien. Luego salí y bajé caminando por Spring Street.

Era un caluroso día de verano. Empecé a sudar y a sentir picores. Me picaba el escroto. Empecé a rascarme. El picor se fue haciendo insoportable. Seguí caminando y rascándome los cojones. Yo no podía ser un reportero, no podía ser un escritor, no podía encontrar una mujer decente, todo lo que podía hacer era andar por ahí rascándome como un mono. Me apresuré a montar en mi coche, que estaba aparcado en Bunker Hill. Conduje apuradamente hasta el apartamento. Jan no estaba en casa. Fui al baño y me desnudé.

Escarbé entre mi escroto con los dedos y hallé algo. Lo saqué. Lo dejé caer en la palma de mi mano y lo contemplé. Era blanco y tenía muchas patas. Se movía. Me quedé fascinado. Entonces de pronto dio un salto y cayó en el suelo del baño. Me quedé mirándolo fijamente. Dio otro rápido salto y desapareció. ¡Probablemente de vuelta en mi vello púbico! Me sentí enfermo y cabreado. Me puse a buscarlo. No conseguí encontrarlo. Se me revolvió el estómago. Vomité en el retrete y luego me vestí de nuevo.

La droguería de la esquina no quedaba lejos. Había una vieja y un viejo detrás del mostrador. Se acercó la vieja.

– No -dije-, quiero hablar con él.