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– Oh -dijo ella.

El viejo se acercó. Era el droguero. Parecía muy pulcro.

– Soy víctima de una plaga -le dije.

– ¿Qué?

– Verá. ¿Tiene algo para las…

– ¿Para qué?

– Arañas, pulgas… mosquitos, piojos…

– ¿Para qué?

– ¿Tiene algo para las ladillas?

El viejo me miró con disgusto.

– Espere aquí -dijo.

Sacó algo del final del mostrador después de rebuscar por debajo. Volvió y manteniéndose lo más alejado posible me entregó una cajita de cartón verde y negra. La acepté con humildad. Le entregué un billete de 5 dólares. Me devolvió el cambio estirando el brazo lo más posible. La vieja se había retirado por un rincón de la droguería. Me sentía como un leproso.

– Espere -le dije al viejo.

– ¿Qué ocurre ahora?

– Quiero unos condones.

– ¿Cuántos?

– Oh, un paquete, un puñado.

– ¿Lubricados p secos?

– ¿Qué?

– ¿Lubricados o secos?

– Déme los lubricados.

El viejo me entregó cautelosamente los condones. Yo le di el dinero. Me devolvió el cambio, también con el brazo estirado. Salí. Mientras caminaba calle abajo, saqué los condones y los miré. Luego los tiré a un cubo de basura.

De vuelta al apartamento me desnudé y leí las instrucciones. La pomada tenía que aplicarse en las parte invadidas y aguardar treinta minutos. Puse la radio, encontré una sinfonía y apreté el tubo de la pomada. Era verde. Me la apliqué con profusión. Luego me tumbé en la cama y vigilé el reloj. Pasaron treinta minutos. Coño, odiaba a esas ladillas, lo dejaría actuar una hora. Después de cuarenta y cinco minutos comenzó a arderme. Mataré hasta la última puta ladilla, pensé. El ardor aumentó. Rodé por la cama y apreté los puños. Escuché a Beetho-ven. Escuché a Brahms, me levanté. Había pasado una hora. Llené la bañera, me metí y me quité la pomada. Cuando salí de la bañera, no podía andar. El interior de mis muslos estaba abrasado, mis pelotas estaban abrasadas, mi tripa estaba abrasada, de un espantoso rojo flamígero, parecía un orangután. Anduve muy lentamente hacia la cama. Al menos había matado a las ladillas, las había visto irse por el sumidero de la bañera.

Cuando Jan llegó a casa yo estaba retorciéndome en la cama. Se me quedó mirando.

– ¿Qué te pasa?

Me di la vuelta y la insulté.

– ¡Tú, jodida puta! ¡Mira lo que me has hecho!

Me levanté de un salto. Le enseñé los muslos, el vientre, los huevos. Mis huevos colgaban en una roja agonía. Mi polla estaba abrasada.

– ¡Dios! ¿Qué te ha pasado?

– ¿No lo sabes? ¿No lo sabes? ¡No he follado con ninguna otra persona! ¡Me las has pegado TU! ¡Eres una cochina perra infecía!

– ¿Qué?

– ¡Las ladillas, las ladillas, me has pegado las LADILLAS!

– No, yo no tengo ladillas. Geraldine las debe tener.

– ¿Qué?

– Estuve con Geraldine, las he debido coger al sentarme en el water de Geraldine.

Me tiré de espaldas a la cama.

– ¡Oh, no intentes que me trague toda esa mierda! ¡Sal y consigue algo de beber! ¡No hay una puta gota de bebida en toda la casa!

– No tengo dinero.

– Cógelo de mi cartera. No necesitas que te explique cómo hacerlo. ¡Y date prisa! ¡Trae algo de beber! ¡Me estoy muriendo!

Jan se fue. La pude oír bajando a todo correr las escaleras. En la radio ahora sonaba Mahler.

63

A la mañana siguiente me levanté hecho una mierda. Me había sido prácticamente imposible dormir con la sábana encima. Las quemaduras, sin embargo, parecían haber mejorado un poco. Me levanté, vomité y me miré la cara en el espejo. Estaba atrapado. No tenía la menor posibilidad.

Volví a tumbarme en la cama. Jan estaba roncando. Unos ronquidos no muy fuertes, pero persistentes. Imagino que un cerdito roncaría así. Como pequeños gruñidos. La contemplé extrañándome de que hubiese podido vivir con ella tanto tiempo. Tenía una naricita de garbanzo y su pelo rubio se estaba volviendo ratonero, según ella misma decía, a medida que se iba poniendo gris. Su cara se estaba reblandeciendo, estaba poniendo papada, era diez años mayor que yo. Sólo cuando estaba arreglada y vestida con una falda apretada y llevando tacones altos tenía un aspecto digno de verse. Su culo todavía mantenía una buena línea, igual que sus piernas, y cuando andaba tenía un contoneo de lo más seductor. Ahora, mientras la miraba, no parecía tan maravillosa. Estaba durmiendo de lado y se le veía la vulva arrugada y abierta. De cualquier manera, tenía un polvo magnífico. Yo nunca había gozado de polvos tan cojonudos. Era el modo en que lo tomaba. Realmente lo digería. Sus manos me aprisionaban y su coño me atenazaba casi de igual modo. La mayoría de los polvos no son nada, casi un trabajo, como tratar de escalar una escabrosa y resbaladiza colina. Pero no con Jan.

Sonó el teléfono. Sonó varias veces antes de que pudiera levantarme de la cama con un esfuerzo sobrehumano y cogerlo.

– ¿Señor Chinaski?

– ¿Sí?

– Aquí las oficinas del Times.

– ¿Sí?

– Hemos examinado su solicitud y quisiéramos contratarle.

– ¿De reportero?

– No, de hombre de limpieza.

– De acuerdo.

– Preséntese al superintendente Barnes en la puerta sur a las 9 de la noche.

– Vale.

Colgué. El teléfono había despertado a Jan.

– ¿Quién era?

– He conseguido un trabajo y ni siquiera puedo caminar. Tengo que presentarme esta noche. No sé qué coño voy a hacer.

Nos tumbamos de espaldas, observando el techo. Jan se levantó y fue al baño. Cuando volvió me dijo:

– ¡Ya lo tengo!

– Ya.

– Te vendaré con gasas y esparadrapo.

– ¿Crees que funcionará?

– Claro.

Jan se vistió y fue a la farmacia. Volvió con gasas, esparadrapo y una botella de moscatel. Sacó unos cubitos de hielo, preparó bebidas para ambos y buscó unas tijeras.

– Bueno, levántate.

– Aguarda un momento, no tengo que estar allí hasta las 9, es un trabajo nocturno.

– Es que quiero practicar. Venga.

– Está bien. Mierda.

– Levanta una rodilla.

– Bueno, ya está.

– Ahí, ahora le damos vueltas y más vueltas. Como el viejo tiovivo.

– ¿Te han dicho alguna vez lo divertida que eres?

– No.

– Es comprensible.

– Ea, ahora pegamos con un poco de esparadrapo. Un poquito más de esparadrapo. Aquí. Ahora levanta la otra rodilla, amor.

– Olvídate del romance.

– Le damos vueltas y vueltas y más vueltas a tus grandes piernas gordotas.

– Tu gran culo gordote.

– Ahora, ahora, ahora, sé bueno, amor. Un poquito más de esparadrapo. Y un poquito más aquí. ¡Te has quedado como nuevo!

– Como la mierda en bote.

– Ahora las pelotas, tus grandes pelotas coloradas. ¡Se podían colgar en un árbol de Navidad!

– ¡Espera! ¿Qué les vas a hacer a mis pelotas?

– Las voy a vendar.

– ¿No será peligroso? Puede afectar a mi baile de claqué.

– No te dolerá nada.

– Se saldrán fuera.

– Las envolveré en un bonito capullo seguro y confortable.

– Antes de que lo hagas, sírveme otro trago.

Me senté con la bebida y ella empezó a vendarme los huevos.

– Vueltas y vueltas y más vueltas. Las pobres peloti-tas. Las pobres pelotazas. ¿Qué os han hecho, preciosas? Les damos una vuelta y otra y otra vuelta. Ahora un poco de esparadrapo. Y un poco más aquí. Y otro poco más aquí.

– No me pegues los huevos al culo.

– ¡Tonto! ¡Yo no haría eso! ¡Yo te quiero!

– Ya.