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– Ahora levántate y camina un poco. Trata de dar algunos pasos.

Me levanté y anduve lentamente por la habitación.

– ¡Eh, esto parece que funciona! Me siento como un eunuco, pero me siento bien.

– A lo mejor los eunucos lo llevan igual.

– Eso creo.

– ¿Qué te parecen un par de huevos pasados por agua?

– Marchando. Creo que viviré.

Jan puso una cazuela con agua en el fogón, metió cuatro huevos y aguardamos.

64

Me presenté allí a las nueve en punto. El superintendente me mostró donde estaba el reloj de fichar. Metí mi ficha. Me entregó tres o cuatro bayetas y un cubo.

– Hay un raíl de latón que recorre el perímetro del edificio. Quiero que lo limpie.

Salí afuera y busqué el raíl de latón. Estaba allí. Recorría toda la pared del edificio. Era un edificio bien grande. Puse un poco de abrillantador en el raíl y luego lo froté con uno de los trapos. No pareció que mejorara mucho. La gente pasaba a mi lado y me miraba con curiosidad. Yo había tenido trabajos bobos y estúpidos, pero éste me parecía el más bobo y estúpido de todos.

Lo que hay que hacer, decidí, es no pensar. ¿Pero cómo podías parar de pensar? ¿Por qué había sido yo elegido para dar brillo a aquel raíl? ¿Por qué no podía estar allí dentro escribiendo editoriales acerca de la corrupción municipal? Bueno, podía ser peor, podía estar en China en un campo de arroz.

Limpié unos cinco metros de raíl, le di la vuelta a la esquina y vi un bar al otro lado de la calle. Crucé la calzada con mi cubo y mis bayetas y entré en el bar. No había nadie a excepción del camarero.

– ¿Cómo va? -me dijo.

– Muy bien, ponme una botella de Schlitz.

Sacó una, la abrió, cogió mi dinero y lo metió en la caja registradora.

– ¿Dónde están las chicas? -le pregunté.

– ¿Qué chicas?

– Ya sabes, las chicas.

– Este es un sitio decente.

Se abrió la puerta. Era el superintendente Barnes.

– ¿Le puedo invitar a una cerveza? -le pregunté. El se acercó y se plantó delante mío.

– Beba, Chinaski, le voy a dar una última oportunidad.

Me bebí la cerveza y le seguí afuera. Cruzamos la calle juntos.

– Evidentemente -dijo-, no es usted muy bueno abrillantando latón. Sígame.

Entramos en las oficinas del Times y subimos juntos en el ascensor. Salimos a una de las plantas superiores.

– Ahora escuche -dijo señalando una caja de cartón que había encima de un escritorio-, esa caja contiene tubos de neón fluorescente nuevos. Va a reemplazar todos los tubos quemados o rotos. Sáquelos de las monturas y coloque los nuevos. Aquí tiene una escalera.

– De acuerdo -dije.

El superintendente salió y me quedé de nuevo solo. Estaba en una especie de trastero. Tenía el techo más alto que jamás había visto. La escalera tenía unos ocho metros de altura. Yo siempre había tenido miedo a las alturas. Cogí un tubo de neón nuevo y remonté lentamente la escalera. Intentaba convencerme otra vez: trata de no pensar, trata de no pensar. Fui subiendo por ella. Los tubos fluorescentes tenían por lo menos metro y medio de largo. Se rompían fácilmente y eran difíciles de coger. Cuando llegué al final de la escalera miré hacia abajo. Fue un grave error. Tuve un vértigo loco. Era un cobarde. Estaba junto a una claraboya en el último piso del edificio. Me imaginé cayendo de la escalera, rompiendo la claraboya con mi cuerpo y luego a través del vacío hasta estrellarme contra el asfalto de la acera. Entonces, muy lentamente, levanté las manos y quité el tubo de neón quemado. Lo reemplacé con uno nuevo. Luego bajé las escaleras sudoroso. Cuando llegué al suelo me juré solemnemente no volver a subir jamás a lo alto de esa escalera.

Estuve dando vueltas por ahí, leyendo cosas dejadas en mesas y escritorios. Entré en una oficina con paredes de cristal. Había una nota para alguien:

«De acuerdo, probaremos con este nuevo dibujante, pero más vale que sea bueno. Que empiece siendo bueno y siga siendo bueno, aquí no mantenemos a ningún aprendiz.»

Se abrió una puerta y apareció el superintendente Barnes.

– Chinaski, ¿qué está haciendo aquí?

Salí de la oficina.

– Yo he sido estudiante de periodismo y tengo curiosidad por ver todo esto, señor.

– ¿Es eso todo lo que ha hecho? ¿Reemplazar una sola lámpara?

– Señor, me es imposible hacerlo. Le tengo miedo a las alturas.

– Bueno, Chinaski, le voy a dejar libre por esta noche. No se merece otra oportunidad, pero quiero que vuelva mañana a las 9 de la noche dispuesto a trabajar. Entonces veremos…

– Sí, señor.

Anduve junto a él hasta el ascensor.

– Dígame -me preguntó-. ¿Por qué anda de esa manera tan cómica?

– Estaba friendo algo de pollo en una sartén y me saltó el aceite, me quemé las piernas.

– Pensé que tal vez fuese alguna herida de guerra.

– No, fue por culpa del pollo.

Bajamos juntos en el ascensor.

65

El nombre completo del superintendente era Herman Barnes. La noche siguiente Herman me esperaba junto al reloj registrador y yo fiché.

– Sígame -me dijo.

Me llevó a una habitación apenas iluminada y me presentó a Jacob Christensen, que iba a ser mi inmediato supervisor. Barnes se fue.

La mayoría de la gente que trabajaba en las oficinas del Times por la noche era vieja, encogida y derrotada. Todos pasaban por ahí caminando cabizbajos como si estuviesen vigilando sus pies. Me dieron un mono de trabajo como el de los viejos.

– Bueno -dijo Jacob-, coge tu equipo.

Mi equipo consistía en un carrito metálico dividido en dos compartimentos. En una mitad había dos fregonas, algunos trapos y una gran caja de jabón. La otra mitad contenía una variedad de botellas de colores y botes y cajas con diversos productos de limpieza y más trapos. Era evidente que me iba a encargar de la limpieza nocturna. Bueno, ya había fregado una vez oficinas en San Francisco. Te llevabas una botella de vino contigo, trabajabas como un condenado hasta que veías que todo el mundo se había ido, y entonces te sentabas a mirar por las ventanas, bebiendo vino y aguardando a que amaneciera.

Uno de los viejos encargados de la limpieza se acercó hasta pegarse a mi lado y me gritó en la oreja:

– ¡Estos tíos son tontos del culo, tontos del culo! ¡No tienen INTELIGENCIA! ¡No saben cómo pensar! ¡Le tienen miedo a la mente! ¡Están enfermos! ¡Son unos cobardes! ¡No son hombres que piensan, como tú y como yo!

Sus gritos podían oírse en todo el edificio. Parecía tener unos sesenta y tantos. Los otros eran más viejos, la mayoría de ellos aparentaban setenta o más; alrededor de un tercio eran mujeres, todos parecían acostumbrados a las extravagancias del viejo. Nade parecía ofendido.

– ¡Me ponen enfermo! -gritaba él-. ¡No tienen huevos! ¡Míralos! ¡Son conglomerados de mierda!

– Bueno, Hugh -dijo Jacob-, sube con tus aperos al piso de arriba y empieza a trabajar.

– ¡Te voy a romper la cara, a ti, hijo puta! -le gritó al supervisor-. ¡Te voy a despachurrar los cojones!

– A trabajar, Hugh.

Hugh se alejó enfurecido empujando su carrito, casi arrollando a una de las viejas.

– Es su manera de ser -me dijo Jacob-, pero es el mejor hombre de la limpieza que jamás hemos tenido.

– Me parece muy bien -dije yo-, me gustan los sitios con acción.

Mientras yo iba empujando mi carrito, Jacob me iba explicando mis deberes. Yo era responsable de dos pisos. La parte más importante eran los servicios. Los servicios eran siempre lo primero. Fregar los lavabos, los retretes, vaciar las papeleras, limpiar los espejos, cambiar las toallas, llenar los recipientes de jabón, usar con profusión el ambientador perfumado y asegurarse de que hubiera suficiente papel higiénico y cubiertas de papel en los retretes. ¡Y no olvidarse de poner toallitas sanitarias en el lavabo de señoras! Después de esto, vaciar las papeleras de las oiicinas y quitar el polvo de los escritorios. Luego coger aquella máquina de allí y darle cera a los corredores, y luego de acabar con esto…