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– Sí, señor -iba diciendo yo.

Los retretes de señoras, como de costumbre, eran los peores. Muchas de las mujeres, por lo visto, simplemente dejaban caer las toallitas usadas al suelo, y la vista de éstas, aunque familiar, era siempre perturbadora, sobre todo con resaca. Los retretes de hombres estaban de algún modo más limpios, porque los hombres no usaban toallitas higiénicas. Por lo menos, mientras trabajaba estaba solo. No era muy buen limpiawáteres; a menudo un mechón de pelo, una colilla de cigarrillo, se quedaban en una esquina llamando la atención. Yo no los quitaba. Era, sin embargo, muy concienzudo con el papel de water y las cubiertas de las tazas: para mí eran algo comprensible. No hay nada peor que finalizar una buena cagada, ir a mirar y encontrarse con que no queda nada de papel. Hasta el más despreciable ser humano de la tierra necesita limpiarse el culo. Algunas veces me he encontrado con que no hay papel de water y luego cuando he ido a buscar la cubierta de papel de la taza tampoco la he encontrado. Te levantas y miras hacia abajo y ves la mierda flotando en el agua. Después de eso tienes pocas alternativas. La que encuentro más satisfactoria es limpiarte el culo con los calzoncillos, echarlos ahí junto a la mierda, tirar de la cadena y cerrar el retrete.

Acabé con los servicios de señoras y con los de hombres, vacié las papeleras y quité el polvo de unos cuantos escritorios. Luego volví al retrete de señoras. Tenían allí sofás y sillas y un despertador. Me quedaban cuatro horas de trabajo. Puse la alarma para que sonara treinta minutos antes de la hora de salida. Me tumbé en uno de los sofás y me puse a dormir.

Me despertó la alarma. Me estiré, me eché agua fría en la cara y bajé al cuarto trastero con mis aperos. El viejo Hugh se me acercó.

– Bienvenido al país de los gilipollas -me dijo, esta vez más calmado. No contesté. Afuera estaba a oscuras y sólo faltaban diez minutos para la hora de salida. Nos quitamos nuestros monos y me fijé que, en la mayoría de los casos, nuestros trajes de calle eran tan fúnebres y tristes como nuestra ropa de trabajo. Hablábamos muy poco, apenas unos murmullos. A mí no me molestaba el silencio. Era relajante.

Entonces Hugh se me pegó a la oreja:

– ¡Mira a esos peleles! -me gritó-. ¡Sólo echa una ojeada a esos peleles!

Me aparté de él, yéndome al otro lado de la habitación.

– ¿Tú eres uno de ellos? -me gritó-. ¿También tú eres un gilipollas?

– Sí, noble señor.

– ¿Te gustaría una buena palada en el culo? -volvió a gritarme.

– No hay más que espacio vacío entre nosotros -le dije.

Viejo guerrero como era, Hugh decidió acortar ese espacio y arremetió contra mí, saltando y tropezando con un sinfín de cubos. Yo me eché a un lado y él pasó volando junto a mí. Se dio la vuelta, volvió a atacarme y me aparro do la garganta con ambas manos. Tenía unos dedos muy largos y fuertes para un hombre de su edad; podía sentir cada uno de ellos clavándose en mi cuello, hasta los pulgares. Hugh olía como un fregadero lleno de platos sin lavar. Traté de desembarazarme de él, pero su presa aún se hizo más fuerte. Sacudidas rojas, azules y amarillas me flashearon en la cabeza. No tenía elección Levanté la rodilla lo más educadamente que pude. Fallé el primer intento, le di de lleno en el segundo. Sus dedos dejaron mi garganta. Hugh cayó al suelo, agarrándose las partes. Vino Jacob.

– ¿Qué ha pasado aquí?

– Me llamó gilipollas, señor, y luego me atacó.

– Mira, Chinaski, este hombre es mi mejor empleado. Es el mejor hombre de la limpieza que he tenido en quince años. Ten cuidado con él, ¿quieres?

Salí, cogí mi ficha y la saqué del reloj. El cascarrabias de Hugh me miró desde el suelo mientras me iba.

– Le voy a matar a usted, señor mío -me dijo.

Bueno, pensé, por lo menos es educado. Pero eso no consiguió alegrarme.

66

La noche siguiente trabajé unas cuatro horas y luego me fui al retrete de señoras, puse la alarma y me eché a dormir. Debía llevar dormido alrededor de una hora cuando se abrió la puerta. Eran Herman Barnes y Jacob Christensen. Me miraron; alcé la cabeza y les miré también, luego volví a apoyar la cabeza en el sofá. Les oí pasar al retrete. Cuando salieron no les miré. Cerré los ojos y fingí dormir.

Al día siguiente, cuando me desperté hacia el mediodía, se lo conté a Jan.

– Me pillaron durmiendo y no me han despedido. Seguro que les tengo acojonados por lo que le hice a Hugh. No tengo más remedio que ser un matón hijo de puta. El mundo pertenece a los fuertes.

– No te van a tolerar que vayas por ahí haciendo lo que te dé la gana.

– Y unos huevos. Te he dicho siempre que lo tengo, que tengo algo especial, pero tú es como si no tuvieses oídos. Nunca quieres escucharme.

– Será porque siempre estás repitiendo lo mismo una y otra vez.

– De acuerdo, vamos a tomarnos un trago y hablar de ello. Tú has estado andando por ahí repartiendo tu culo desde que volvimos a juntarnos. Mierda, yo no te necesito y tú no me necesitas. Afrontemos lo evidente.

Antes de que la pelea pudiera comenzar, alguien llamó a la puerta.

– Espera -dije, y me puse algo encima. Abrí la puerta y era un recadero de la Western Union. Le di una propina y abrí el telegrama:

HENRY CHINASKI: SU EMPLEO CON LA COMPAÑÍA TIMES HA TERMINADO.

HERMAN BARNES

– ¿Qué dice? -preguntó Jan.

– Me han despedido.

– ¿Te mandan el cheque?

– No se ve por ningún lado.

– Te deben un cheque.

– Ya lo sé, vamos a por él.

– Vale.

El coche ya no existía. Primero se le había roto la marcha atrás, defecto que yo paliaba conduciendo siempre derecho. Luego se acabó la batería, lo que significaba que el único modo de arrancarlo era tirándolo cuesta abajo por una colina. Conseguimos arreglárnoslas así du-rante unas semanas, pero una noche Jan y yo nos pusimos muy borrachos y me olvidé de todo y lo aparqué a la puerta de un bar sin bajada. Por supuesto no pudimos arrancarlo, así que llamé a un garaje nocturno y ellos vinieron y se lo llevaron. Cuando fui a recoger el coche, unos días más tarde, me entregaron una factura de 55 dólares por reparaciones y el coche seguía sin poder arrancar. Me fui a casa caminando y les devolví por correo la facturita rosa hecha una pajarita.

Así que tuvimos que ir andando hasta las oficinas del Times. Jan sabía que me gustaba con sus tacones altos, así que se los puso y nos dirigimos hacia allá. Estaba a unas buenas veinte manzanas de distancia. Jan se sentó a descansar en un banco que había fuera y yo entré en la oficina de administración.

– Soy Henry Chinaski. Me han despedido y vengo a recoger mi cheque de liquidación.

– Henry Chinaski… -dijo la chica- aguarde un momento.

Miró entre un puñado de papeles.

– Lo siento, señor Chinaski, pero su cheque aún no está listo.

– De acuerdo, esperaré.

– No podremos hacerle su cheque hasta mañana, señor.

– Pero me han despedido.

– Lo siento. Vuelva mañana, señor.

Salí. Jan se levantó del banco. Parecía hambrienta.

– Vamos al Mercado Central a comprar carne de morcillo y verduras, y un par de botellas de buen vino francés.