– Jan, me han dicho que el cheque aún no está listo.
– Pero te lo tienen que dar. Es la ley.
– Supongo que sí. No sé. Pero me han dicho que no tendrán mi cheque hasta mañana.
– Oh, Cristo, y yo que me he tirado todo este camino con estos zapatos de tacón.
– Tienes buena pinta, nena.
– Ya.
Empezamos a caminar, de regreso. A mitad de trayecto, Jan se quitó los zapatos y caminó descalza. Un par de coches nos tocaron la bocina al pasar a nuestro lado.
Yo les enseñé el dedo. Cuando llegamos, había el dinero suficiente para unos tacos y cerveza. Eso tomamos, comimos, y bebimos, discutimos un poco, hicimos el amor y nos dormimos.
67
Al día siguiente hacia el mediodía volvimos a lo mismo, Jan con sus zapatos de tacón.
– Quiero que hoy hagas para los dos un buen estofado de ternera -dijo-. No hay ningún hombre que sepa hacer el estofado como tú. Es tu mayor talento.
– Mil estofadas gracias -le dije.
Seguían siendo veinte manzanas de distancia. Jan se sentó de nuevo en el banco, quitándose los zapatos, mientras yo entraba en la oficina de administración. Era la misma chica.
– Soy Henry Chinaski -dije.
– ¿Sí?
– Estuve ayer aquí.
– ¿Sí?
– Dijo que mi cheque estaría listo para hoy.
– Oh.
La chica empezó a rebuscar entre sus papeles.
– Lo siento, señor Chinaski, pero su cheque aún no ha llegado.
– Pero me dijo que estaría listo.
– Lo siento, señor, a veces los cheques de liquidación tardan algún tiempo.
– Quiero mi cheque. Lo siento, señor.
– Tú no sientes nada, nena, no sabes lo que es sentir algo. Yo sí que lo sé. Quiero ver al jefe de tus jefes. Ahora.
La chica cogió un teléfono.
– ¿Señor Handler? Hay un señor llamado Chinaski que quiere verle para hablar de un cheque de liquidación.
Hubo algo más de conversación. Finalmente la chica me miró.
– Despacho 309.
Fui al despacho 309. Había un rótulo que decía «John Handler». Abrí la puerta. Handler estaba solo. El director ejecutivo del más poderoso periódico de la costa Oeste. Me senté en la silla enfrente suyo.
– Bueno, John -le dije-, me dieron la patada en el culo, me pillaron durmiendo en el retrete de señoras. Mi señora y yo hemos venido aquí dos días seguidos pateándonos veinte manzanas sólo para que nos digan que tú no has hecho el cheque, y bueno, tú sabes que eso es pura palabrería. Todo lo que quiero es que me den ese cheque y emborracharme. Puede que eso no suene muy caballeresco, pero es asunto mío. Si no recibo ese cheque no sé muy bien lo que puedo llegar a hacer.
Entonces le miré en plan duro, estilo Casablanca.
– ¿Tienes un cigarrillo?
John Handler me dio un pitillo. Incluso me lo encendió. Una de dos, pensé, o me tiran una red encima o consigo el cheque.
Handler cogió el teléfono.
– Señorita Gimms, se le debe un cheque a Henry Chinaski. Lo quiero aquí en menos de cinco minutos. Gracias -colgó el teléfono.
– Oye, John -le dije-, yo he estudiado dos años de periodismo en el City College de L.A. ¿No me podríais contratar como reportero, eh?
– Lo siento, estamos sobrados de personal.
Challamos un poco y después de unos minutos entró una chica y le entregó el cheque a John. El se inclino por encima del escritorio y me lo dio. Un tío decente. Luego me enteré que murió al poco tiempo, pero Jan y yo conseguimos nuestro estofado de ternera con verduras y nuestro vino francés y pudimos seguir viviendo.
68
Cogí la tarjeta que me dieron en el Departamento Estatal de Empleo y me fui a que me hicieran la entrevista en el trabajo. Estaba a unas pocas manzanas al este de Main Street, un poco más arriba de los aserraderos. Era una compañía que comerciaba con frenos de automóviles. Les enseñé la tarjeta y rellené un impreso de solicitud. Alargué el tiempo de permanencia en mis trabajos anteriores, convirtiendo los días en meses y los meses en años. La mayoría de las compañías no se preocupaban de investigar. Con las empresas que se ocupaban de comprobar los informes de sus empleados, yo tenía poco futuro. Rápidamente se descubría que tenía un récord de antecedentes policiales. La casa de repuestos de frenos no se ocupaba de investigaciones. Cuando llevabas dos o tres semanas en el trabajo, otro problema era que todos los empleados querían que te unieras a su sindicato, pero para entonces, por lo general, ya me habían echado o me había ido.
El tío echó una ojeada a mi impreso y luego se volvió en plan chistoso hacia las dos mujeres que estaban en la oficina:
– Este tío quiere un trabajo. ¿Creéis que será capaz de quedarse con nosotros?
Algunos trabajos eran increíblemente fáciles de conseguir. Recuerdo un sitio en el que entré, me senté en una silla y bostece. El tío que estaba detrás del escrito rio me preguntó:
– ¿Sí, qué desea usted?
– Mierda -contesté-, creo que necesito un trabajo.
– Contratado.
Otros trabajos, sin embargo, me resultaban imposibles de conseguir. La Compañía de Gas del Sur de California ponía anuncios en los periódicos que prometían altos sueldos, jubilación temprana, etc. No sé cuántas veces me acercé hasta allí y rellené sus impresos de solicitud amarillos ni cuántas me senté en aquellas duras sillas observando las grandes fotos enmarcadas de tuberías y enormes depósitos de gas. Nunca llegué ni por un pelo a ser contratado, y cada vez que veía a un empleado de la compañía me ponía a examinarlo con mucho ahínco, tratando de descubrir qué tenía él que no tuviera yo.
El hombre de los repuestos de frenos me hizo subir por una angosta escalera. Se llamaba George Henley. George me enseñó el cuarto donde yo iba a trabajar, muy pequeño, oscuro, con una sola bombilla y una minúscula ventanilla que daba a un callejón.
– Bueno -me dijo-. ¿Ves esas cajas de cartón? Tienes que meter las zapatas de los frenos dentro de las cajas, así.
Henley me enseñó cómo.
– Tenemos tres tipos de cajas, cada una impresa de diferente manera. Unas son para nuestras «Zapatas de freno super duraderas», las otras son para nuestras «Su-per zapatas de freno» y las terceras son para nuestras «Zapatas de freno Standard». Las zapatas están aquí al lado apiladas.
– Pero a mí me parecen todas iguales. ¿Cómo las voy a distinguir?
– No hace falta. Todas son el mismo modelo. Sólo tienes que dividirlas en tercios. Y cuando acabes de empaquetar todas las zapatas, baja abajo y te pondré a hacer alguna otra cosa. ¿De acuerdo?
– De acuerdo. ¿Cuando empiezo?
– Empieza ahora mismo. Y no se te ocurra fumar. Aquí arriba, no. Si tienes que fumar, te bajas. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
El señor Henley cerró la puerta. Le oí bajar las escaleras. Abrí la ventanilla y contemplé el mundo desde allí. Luego me senté, me relajé y fumé un cigarrillo.
69
Perdí aquel trabajo rápidamente, igual que tantos otros. Nunca me importaba mucho perderlos -a excepción de una vez: era el trabajo más facilón que jamás había tenido, y me jodió mucho quedarme sin él. Fue durante la segunda guerra mundial. Estaba trabajando para la Cruz Roja en San Francisco, conduciendo un camión lleno de enfermeras y botellas y neveras a lo largo de varias pequeñas ciudades. Recogíamos sangre para el socorro de guerra. Les descargaba el camión a las enfermeras y luego tenía todo el resto del día libre para pasear por ahí, dormir en el parque, lo que fuera. Al final del día, las enfermeras almacenaban las botellas llenas en los frigoríficos y yo limpiaba las gotas de sangre de los tubos de goma en el retrete más cercano. Normalmente estaba sobrio, pero mientras estrujaba los tubos con mis dedos intentaba convencerme de que las gotas de sangre eran pececitos o bonitos bichejos que se movían traviesamente, lo cual me servía para no vomitar todo el almuerzo.