72
Eramos unos cuarenta o cincuenta en las clases de aprendizaje. Nos sentábamos todos en pequeñas sillas pupitre en fila fijadas al suelo. Cada silla tenía una plataforma de madera en el brazo derecho. Era igual que en los viejos días en clase de biología o química.
Smithson pasó lista.
– ¡Peters!
– Yep.
– Calloway.
– Uh, huh.
– Me Bride…
(Silencio.)
– ¿Mc Bride?
– Ah, sí.
Siguió la lista. Pensé que estaba muy bien que hubiera tantas vacantes de trabajo, aunque también me preocupaba un poco -probablemente harían que nos enfrentáramos de alguna manera. La ley del más fuerte. En América siempre había gente buscando trabajo. Siempre había un montón de cuerpos utilizables para reemplazar a otros. Y yo quería ser escritor. Casi todo el mundo era escritor. No todo el mundo pensaba en que podía ser dentista o mecánico de automóviles, pero todo el mundo sabía que podía ser escritor. De aquellos cincuenta tíos de la clase, probablemente quince o más pensaban que eran escritores. Casi todo el mundo usaba palabras y podía también escribirlas, en consecuencia casi todo el mundo podía ser escritor. Pero la mayoría de los hombres, por fortuna, no son escritores, ni siquiera conductores de taxi, y algunos -bastantes- desgraciadamente no son nada.
Smithson acabó de pasar lista y miró a su alrededor.
– Estamos aquí reunidos -comenzó, entonces paró de hablar. Miró a un tío negro de la primera fila.
– ¿Spencer?
– ¿Sí?
– Le has quitado el alambre a tu gorra, ¿no?
– Sí.
– Bueno, veamos, tú estás sentado en tu taxi con tu gorra metida hasta las orejas como Doug Mc Arthur, y una buena señora con su bolsa de la compra se acerca y quiere coger el taxi y tú estás ahí sentado tal cual con tu brazo colgando fuera de la ventanilla y ella te mira y, claro, piensa que eres un cowboy. Pensará que eres un cowboy y no querrá montar en tu taxi. Cogerá el autobús. Esas pijadas están bien en el ejército, si eres un general victorioso en el Pacífico, pero esto es la compañía Yelloçw Cab de Taxis.
Spencer se agachó, cogió el alambre del suelo y lo volvió a colocar en la gorra. Necesitaba el trabajo.
– Bueno, la mayoría de vosotros os creéis que sabéis conducir ¿eh, tíos? Pero el hecho es que muy poca gente sabe conducir, sólo sabe guiar a medias. Cada vez que conduzco por la calle me maravillo de que no ocurran más accidentes. Cada día veo a dos o tres personas saltarse un disco en rojo como si no existiera. Yo no soy un predicador, pero puedo deciros esto: con la vida que lleva la gente se está volviendo loca y su locura se manifiesta en la forma como conduce. Yo no estoy aquí para deciros cómo tenéis que vivir. Para eso ir a ver a vuestro rabino o a vuestro cura o a vuestra puta. Yo estoy aquí para enseñaros a conducir. Trato de mantener bajas nuestras tasas de seguro y manteneros vivos para que podáis volver por la noche a vuestras casas a comeros el chocho de vuestras mujeres.
– Hostia -dijo el chico que estaba a mi lado-, el viejo Smithson tiene labia, ¿eh?
– Todo hombre es un poeta -dije yo.
– Ahora -dijo Smithson- y, maldita sea, Mc Bride, despierta y escúchame… Bueno, ¿cuándo es el único momento en que un hombre puede perder el control de su taxi sin poder evitarlo?
– ¿Cuando se le ponga dura? -dijo algún coñón.
– Mendoza, si no puedes conducir con la polla dura no nos sirves. Algunos de nuestros mejores choferes con ducen con la polla tiesa durante todo el día y también toda la noche.
Los chicos se rieron.
– Venga, ¿cuándo es el único momento en que un hombre puede perder el control de su coche sin poder hacer nada para remediarlo?
Nadie respondió. Yo levanté la mano.
– ¿Sí, Chinaski?
– Un hombre puede perder el control de su coche cuando estornuda.
– Correcto.
– Me sentí de nuevo como un alumno aventajado. Era igual que en los días en el City College de L.A. -malas calificaciones, pero bueno para enrollarme en clase con los profesores.
– De acuerdo, cuando estornudas ¿qué es lo que tienes que hacer?
Cuando levantaba otra vez la mano se abrió la puerta y un hombre entró en la habitación. Se acercó y se me plantó delante.
– ¿Es usted Henry Chinaski?
– Sí.
Me quitó de la cabeza la gorra de taxista, casi con rabia. Todo el mundo se quedó mirándome. El rostro de Smithson permaneció inexpresivo e imparcial.
– Sígame -me dijo el hombre.
Le seguí por el corredor hasta su oficina.
– Siéntese.
Me senté.
– Hemos investigado acerca de usted, Chinaski. -¿Sí?
– Tiene dieciocho detenciones por borrachera y una por conducir borracho.
– Pensé que si lo ponía en la solicitud no me contratarían.
– Nos mintió.
– He dejado de beber.
– No importa. Desde el momento en que ha falsificado su solicitud queda anulado su contrato.
Me levanté y me largué. Bajé caminando por la acera junto al edificio del cáncer. Volví a nuestro apartamento. Jan estaba en la cama. Llevaba puestas unas bragas rosas de encaje. Uno de los lados estaba sujeto con un imperdible. Ya estaba borracha.
– ¿Cómo te ha ido, papi?
– No quieren saber nada de mí.
– ¿Y cómo es eso?
– No quieren homosexuales.
– Oh, bueno. Hay vino en la nevera. Ponte un vaso y ven a la cama.
Eso hice.
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Un par de días después encontré un anuncio en el periódico solicitando un empleado de distribución en un almacén de artículos para arte. El almacén estaba muy cerca de donde vivíamos, pero me quedé dormido y no me pasé por ahí hasta las 3 de la tarde. Cuando llegué, el jefe estaba hablando con un solicitante. No sé a cuántos otros habría ya entrevistado. Una chica me dio un impreso para que lo rellenara. El tío aquel parecía que le estaba dando una buena impresión al jefe. Estaban los dos riéndose. Rellené el impreso y aguardé. Finalmente me llamaron.
– Quiero decirle algo. Ya he aceptado otro trabajo esta mañana -le conté-, pero ocurre que entonces vi su anuncio. Vivo en la esquina de al lado. Pensé que sería más agradable trabajar en un lugar tan cercano a mi casa. Aparte, tengo la pintura como hobby. Pensé que podría conseguir un descuento en algunos de los materiales que suelo usar.
– Los empleados tienen el 15 % de descuento. ¿Cuál es el nombre del último sitio que le ha empleado?
– La compañía Jones-Hammer, electricidad. Voy a supervisar su departamento de distribución. Está bajando la calle Alameda, justo debajo del matadero. Debería presentarme a las 8 de la mañana.
– Bueno, aún queremos entrevistar a algunos solicitantes más.
– De acuerdo. No espero obtener este trabajo. Sólo se me ocurrió probarlo porque me pilla muy cerca. Tienen mi número de teléfono en el impreso. Pero una vez que empiece a trabajar con la Jones-Hammer, no estaría bien que les diera plantón.
– ¿Está usted casado?
– Sí. Con un hijo. Un niño, Tommy, de 3 años.
– De acuerdo, tendrá noticias nuestras.
A las 6:30 de la tarde sonó el teléfono.
– ¿Señor Chinaski?
– ¿Sí?
– ¿Todavía desea el trabajo?
– ¿Dónde?
– En la compañía Gráfica Querubín de artículos para arte.
– Bien, sí.
– Entonces preséntese a las 8:30 de la mañana.
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