Los negocios no parecían ir muy bien. Los envíos eran pocos y reducidos. El jefe, Bud, vino hasta donde yo estaba, sentado en la mesa de despachos, fumándome un puro.
– Cuando las cosas estén tranquilas, puedes irte a tomar una taza de calé ahí a la esquina. Pero asegúrate de estar de vuelta cuando vengan los camiones a recoger los pedidos.
– Claro.
– Y mantén la cesta bien repleta de impresos de factura. Ten una buena provisión de impresos.
– De acuerdo.
– También mantén los ojos alerta y cuida de que nadie entre por atrás y nos robe cosas. Tenemos a un montón de zarrapastrosos merodeando por estos callejones.
– De acuerdo.
– ¿Tienes suficientes etiquetas de FRAGIL?
– Sí.
– No tengas miedo de poner un buen montón de etiquetas de FRAGIL en los paquetes. Y si sales, házmelo saber. Rellena con paja y periódicos los paquetes con material bueno, especialmente las pinturas envasadas en cristal.
– Cuidaré de todo.
– De acuerdo. Y cuando no haya nada que hacer, puedes salir fuera y tomarte una taza de café. Ahí está el café de Montie. Tienen a una camarera con unas tetas de campeonato, tienes que verlas. Se pone blusas escotadas y todo el rato se está agachando y la visión es algo memorable. Y la tarta de manzana es del día.
– De acuerdo.
75
Mary Lou era una de las chicas que trabajaban en la oficina central. Mary Lou tenía estilo. Conducía un Cadillac de tres años y vivía con su madre. Ligaba con miembros de la Filarmónica de Los Angeles, directores de cine, cameramans, abogados, inspectores de hacienda, ciruja nos, monstruos sagrados, ex-aviadores, bailarines de ballet y otras figuras de relieve como luchadores o futbolistas. Pero nunca se había llegado a casar ni había dejado jamás la oficina central de las Gráficas Querubín, excepto alguna que otra vez para un polvete rápido con Bud en el lavabo de señoras, entre risitas, con la puerta cerrada y pensando que todos nos habíamos ido a casa. También era bastante religiosa y le encantaba apostar a los caballos, pero preferiblemente con un asiento reservado y, preferiblemente en Santa Anita. Hollywood Park le parecía un picadero de pencos. Estaba desesperada y a la vez era selectiva y, en cierto modo, hermosa, pero no tenía detrás a tantos hombres locos por ella como para tenérselo tan creído.
Una de sus tareas era traerme una copia de las órdenes de envío después de haberlas mecanografiado. Los empleados cogían otra copia de las mismas órdenes de la cesta y las rellenaban cuando no estaban esperando clientes, luego yo las emparejaba antes de empaquetar el material. La primera vez que vino con las órdenes llevaba puesta una ajustada falda negra, zapatos de tacón, una blusa blanca y un pañuelo dorado y negro alrededor del cuello. Tenía una nariz respingona muy atractiva, un trasero maravilloso y unas tetas cosa fina. Era una chica espigada. Con clase.
– Bud me ha dicho que eres pintor -me dijo.
– A ratos.
– Oh, me parece maravilloso. Tenemos a gente tan interesante trabajando aquí.
– ¿Qué quieres decir?
– Bueno, el hombre de la limpieza, por ejemplo, es un anciano; Maurice, se llama, y es francés. Viene una vez a la semana y limpia el almacén. También pinta. Todas sus pinturas, pinceles y lienzos los compra aquí. Pero es bastante extraño. Nunca habla, sólo mueve la cabeza y señala. Simplemente señala las cosas que quiere comprar.
– Uh, huh
– Es bastante extraño.
– Uh, huh.
– La semana pasada fui al lavabo de señoras y él estaba allí, fregando en la oscuridad. Se había pasado allí cerca de una hora.
– Uh.
– Tú tampoco hablas mucho.
– O, sí, sí que hablo, no pasa nada.
Mary Lou se dio la vuelta y se alejó. Me fijé en sus nalgas, que transmitían su seductor contoneo a todo el cuerpo. Era mágica. Algunas mujeres eran mágicas.
Había empaquetado algunos pedidos cuando vi llegar al viejo. Tenía un descuidado bigote gris desparramado alrededor de la boca. Era pequeño y encogido. Iba vestido de negro, con una bufanda roja atada al cuello y una boina azul en la cabeza. Debajo de la boina surgía una abundante y desgreñada cabellera gris.
Los ojos de Maurice eran lo más distintivo de todo su ser; eran de un verde vivido y parecían mirar desde remotas profundidades del interior de su cráneo. Cejas tupidas. Iba fumando un largo y estrecho cigarro.
– Hola, chico -me dijo.
Apenas tenía acento francés. Se sentó en el extremo de la mesa de empaquetado y cruzó las piernas.
– Creí que usted no hablaba nunca.
– Ah, ya. Cojones. Yo no mearía en un agujero por ellos. ¿Para qué andarme con chácharas y jodiendas?
– ¿Por qué limpia los retretes a oscuras?
– Es por Mary Lou. La espío. Entonces me la casco y me corro por el suelo. Luego lo friego. Ella lo sabe.
– ¿Es usted pintor?
– Sí, estoy trabajando en un lienzo en mi habitación. Tan grande como esta pared. Pero no es un mural, es un gran lienzo. Estoy pintando la vida de un hombre -desde su nacimiento a través de la vagina, a lo largo de toda su existencia y finalmente hasta su sepultura. Observo a la gente en el parque. Los utilizo. Esa Mary Lou, debe dar gusto follar con ella, ¿verdad?
– Tal vez. Puede ser un espejismo.
– Yo viví en Francia. Conocí a Picasso.
– ¿De veras?
– Mierda, ya lo creo. Un tío cojonudo.
– ¿Cómo le conoció?
– Llamé a su puerta.
– ¿Se molestó?
– No, no se molestó en absoluto.
– Hay gente a la que no le gusta Picasso.
– Hay gente a la que no le gusta nadie que sea famoso.
– Y hay gente a la que no le gusta nadie que no lo sea.
– La gente no cuenta. Yo no mearía en un agujero por ella.
– ¿Qué dijo Picasso?
– Bueno, yo le hice una pregunta, le dije: «Maestro: ¿qué tengo que hacer para mejorar mi trabajo?»
– ¿Contestó con tópicos?
– No, se enrolló bien.
– ¿Qué dijo?
– Me dijo: «Mira, yo no puedo decirte nada sobre tu trabajo. Yo qué sé. Tu trabajo te lo tienes que hacer todo tú solo. Pasa de los demás».
– Ja.
– Sí.
– Está bien.
– Sí. ¿Tienes una cerilla?
Le pasé las cerillas. Su cigarro se había apagado.
– Mi hermano es rico -me dijo-, pero no quiere saber nada de mí. No le gusta que yo beba. No le gusta que pinte.
– Pero su hermano no ha conocido a Picasso.
Maurice se levantó y sonrió.
– No, no ha conocido a Picasso.
Se alejó por el pasillo hacia la parte delantera del almacén, con el humo del cigarro subiéndole por encima del hombro. Se había quedado con mi caja de cerillas.
76
Bud se acercó empujando la carretilla con tres botes de un galón de pintura. Los puso en la mesa de empaquetado. Llevaban la etiqueta de rojo carmesí. Me entregó tres etiquetas. En éstas ponía bermellón.
– Se nos ha acabado el bermellón -me dijo-. Quita las etiquetas de los botes y pega éstas de bermellón.
– Pero hay bastante diferencia entre el carmesí y el bermellón -dije yo.
– Tú ocúpate sólo de cambiarlas.
Me pasó unos trapos y una cuchilla. Mojé los trapos con agua y envolví con ellos los botes. Luego, con la cuchilla, raspé las etiquetas y pegué las nuevas.
Bud volvió unos pocos minutos después. Traía un bote de azul ultramarino y una etiqueta de azul cobalto. Bueno, el tío se estaba enrollando…
77
Paul era uno de los empleados de la tienda. Era gordo, tendría unos 28 años. Sus ojos eran muy grandes, vidriosos e hinchados. Le pegaba a las pastillas. Me enseñó un puñado. Todas de diferentes colores y tamaños.